Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Cuando dejé claro que, a pesar de ser la esposa de Bertrand, quería que me siguieran llamando Julia Jarmond, mi decisión fue recibida con sorpresa y silencio. Mi suegra, Colette, me explicó con una sonrisa acartonada que en Francia era una costumbre moderna, demasiado moderna, una postura feminista no muy bien recibida en este país. Una mujer francesa debía ser conocida por el apellido de su marido, así que yo tenía que ser para el resto de mi vida la señora de Bertrand Tézac. Recuerdo que le devolví una sonrisa de anuncio de dentífrico y le dije que aun así iba a seguir con el Jarmond. Ella no dijo nada, pero a partir de ese momento ella y Edouard, mi suegro, siempre me presentaban como «la esposa de Bertrand».

Me extasié en la contemplación de la raya azul. Un bebé. ¡Un bebé! Me invadió un sentimiento de gozo y de inmensa felicidad. Iba a tener un bebé. Miré a mi alrededor, a esa cocina que ya me era tan familiar. Fui a sentarme junto a la ventana y contemplé el patio sucio y oscuro al que se asomaba la cocina. Me daba igual que fuera un niño o una niña. Sabía que Bertrand preferiría un niño, pero también que si era niña estaría encantado con ella. Un segundo hijo, ese que habíamos esperado tantísimo tiempo y al que por fin habíamos renunciado. El hermanito que Zoë había dejado de mencionar. El crío por el que Mamé había dejado de preguntar.

¿Cómo iba a decírselo a Bertrand? No podía llamarle y soltárselo por teléfono. Teníamos que estar juntos y a solas: aquello requería intimidad. Y después debíamos procurar que nadie se enterase hasta que yo al menos estuviera de tres meses. Me moría de ganas de llamar a Hervé y Christophe, y también a Isabelle, a mi hermana y a mis padres, pero me contuve. Mi marido tenía que ser el primero en saberlo, y mi hija la segunda. Entonces se me ocurrió una idea.

Cogí el teléfono, llamé a Elsa, mi canguro, y le pregunté si estaba libre por la noche para cuidar de Zoë. Me respondió que sí. Después hice una reserva en nuestro restaurante favorito, una brasserie de la calle Saint Dominique de la que éramos clientes habituales desde nuestra boda. Por último llamé a Bertrand, me saltó su buzón de voz y me tocó hablar sola para decirle que quedábamos en Thomieux a las nueve en punto.

Oí las llaves de Zoë en la puerta. Sonó un portazo y mi hija entró en la cocina con su pesada mochila en la mano.

– Hola, mamá -me dijo-. ¿Qué tal el día?

Sonreí. Como cada vez que miraba a Zoë, me quedé embobada contemplando su belleza, su figura esbelta y sus vivos ojos de color avellana.

– Ven aquí -le pedí, y le di un abrazo de oso. Ella se echó hacia atrás y se quedó mirándome.

– Parece que el día ha sido bueno, ¿verdad? -preguntó-. Lo noto por el abrazo.

– Tienes razón -admití, deseando contarle la verdad-. Ha sido un día estupendo.

Me miró.

– Me alegro. Últimamente has estado un poco rara. Pensaba que era por esos niños.

– ¿Qué niños? -pregunté al tiempo que le apartaba un mechón castaño de la cara.

– Ya sabes, los niños del Vel' d'Hiv' -dijo Zoë-. Esos que nunca volvieron a casa.

– Pues sí -respondí-. Me daba mucha pena. Y aún me sigue dando.

Zoë me cogió las manos y empezó a girar mi anillo de boda, una artimaña que usaba desde que era pequeña.

– La semana pasada te oí hablar por teléfono -confesó sin mirarme.

– ¿Y bien?

– Tú creías que estaba dormida.

– Oh -dije.

– No lo estaba. Era tarde. Estabas hablando con Hervé, creo, y le contaste lo que te había dicho Mamé.

– ¿Sobre el apartamento?

– Sí -contestó, mirándome por fin a la cara-. Le hablaste sobre la familia que vivía en el piso y lo que les pasó. También le contaste que Mamé había vivido allí todos esos años sin importarle demasiado.

– ¿Oíste todo eso? -pregunté.

Zoë asintió.

– ¿Sabes algo de aquella familia, mamá? ¿Quiénes eran, qué les ocurrió?

Meneé la cabeza.

– No, cariño, no lo sé.

– ¿Es verdad que a Mamé no le importaba?

Tenía que hablar con cautela.

– Cielo, estoy segura de que sí le importaba. Creo que ella no sabía lo que había pasado en realidad.

Zoë volvió a darle vueltas a la alianza, esta vez, más deprisa.

– Mamá, ¿vas a descubrir qué les pasó?

Agarré aquellos dedos nerviosos que tiraban de mi anillo.

– Sí, Zoë. Eso es exactamente lo que pienso hacer -le dije.

– A papá no le va a gustar -respondió ella-. Le oí decir que dejaras de pensar en ello y de darle vueltas. Parecía muy enfadado.

La estreché contra mí y apoyé mi barbilla sobre su hombro. Pensé en el maravilloso secreto que guardaba en mi interior, y en que aquella noche iba al Thomieux. Me imaginé el gesto de incredulidad y alegría de Bertrand. ¡Iba a quedarse sin palabras!

– Cariño -le dije-. A papá no le va a importar. Te lo prometo.

Exhaustas, las niñas al fin dejaron de correr y se agacharon tras un arbusto. Tenían sed y les faltaba el aliento. La chica sentía un agudo pinchazo en el costado. Si al menos pudiera beber agua, descansar un poco y recuperar fuerzas… Pero sabía que no podía quedarse allí. Tenía que seguir adelante y encontrar la forma de volver a París.

«Arrancaos las estrellas», les había dicho el policía. Se quitaron las prendas que se habían puesto por encima, rasgadas y rotas por la alambrada. La chica se miró al pecho, donde tenía la estrella cosida en la blusa. Tiró de ella. Después le hizo un gesto a Rachel, que agarró la suya con las uñas y se la quitó con facilidad. Pero la de la chica estaba muy bien cosida. Se quitó la blusa y examinó la estrella de cerca. Las puntadas eran meticulosas, perfectas. Se acordó de su madre, encorvada sobre el costurero, cosiendo las estrellas con paciencia, una tras otra. Aquel recuerdo hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas, y lloró sobre la blusa, con una desesperación desconocida hasta entonces.

Los brazos de Rachel la rodearon, y sus manos ensangrentadas trataron de consolarla.

– ¿Es verdad lo de tu hermanito? ¿Está dentro de un armario? -preguntó Rachel.

Ella asintió. Rachel la abrazó aún más fuerte y le acarició la cabeza con cierta torpeza. La muchacha se preguntó dónde estaba su madre, y también su padre. ¿Adónde se los habían llevado? ¿Estarían juntos y a salvo? Ah, si la hubieran visto ahora mismo, llorando detrás de unos arbustos, sucia, perdida y hambrienta…

Se enderezó, haciendo un esfuerzo para sonreír a Rachel a través de las pestañas húmedas. Sí, tal vez estaba sucia, perdida y hambrienta, pero no asustada. Se secó las lágrimas con dedos llenos de roña. Había crecido demasiado para volver a tener miedo. Ya no era un bebé. Sus padres se enorgullecerían de ella. Sí, quería que estuvieran orgullosos de ella, porque había conseguido escapar del campo, porque iba a volver a París para salvar a su hermano y porque no tenía miedo.

Agarró la estrella con los dientes, y se dedicó a morder las minuciosas puntadas de su madre. Por fin, el trozo de tela amarillo se desprendió de la blusa. La chica se quedó mirando aquellas grandes letras negras que decían: «JUDÍA», y después la enrolló en su mano.

– ¿De pronto no te parece muy pequeña?-le preguntó a Rachel.

– ¿Qué hacemos con ellas? -preguntó Rachel-. Si nos las guardamos en el bolsillo y nos están buscando, se acabó.

Decidieron enterrarlas junto con las prendas que habían usado para escapar, bajo el matorral. La tierra estaba blanda y húmeda. Rachel cavó un agujero, metió dentro las estrellas y la ropa, y luego cubrió todo con la tierra oscura.

– Bien -dijo en tono exultante-. Estamos sepultando las estrellas. Están muertas, enterradas en una tumba, por siempre jamás.

La chica se rió con Rachel, pero después se sintió avergonzada. Su madre le había dicho que tenía que estar satisfecha de su estrella y de ser judía.

23
{"b":"113322","o":1}