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– Pero, Bertrand -dije-, ¿cómo es posible que no pensaran en aquella familia? ¿Cómo fueron capaces?

Me tiró un beso por el teléfono.

– No lo sabían, supongo. Tengo que dejarte, amour. Te veo esta noche.

Y colgó.

Me quedé un rato en el apartamento, recorriendo el pasillo, deteniéndome en el salón, pasando la palma de la mano por la pulida superficie de mármol de la chimenea. Intentaba comprender y evitar que las emociones me abrumaran.

La chica y Rachel se decidieron: iban a escapar. Tenían que huir de aquel lugar. Era eso, o morir, lo sabía. Si se quedaba allí con los demás sería el fin. Había muchos niños enfermos, y ya habían muerto cinco o seis. Una vez vio a una enfermera como la del velódromo, una mujer con un velo azul. ¡Una sola enfermera para tantos niños hambrientos y enfermos!

La huida era su secreto. No se lo habían contado a ninguno de los otros niños. Nadie debía sospechar nada. Su idea era escapar a plena luz del día. Se habían dado cuenta de que durante la mayor parte de las horas del día los policías apenas les prestaban atención, así que podía hacerse de una forma rápida y sencilla. Por detrás de los barracones, cerca del depósito de agua, en el mismo lugar donde las mujeres del pueblo habían intentado pasarles comida a través de la valla, habían encontrado un hueco entre los rollos de alambre. Aunque era pequeño, tal vez hubiera espacio suficiente para que alguien de su tamaño consiguiera atravesarlo reptando.

Algunos niños habían salido ya del campo, rodeados de policías. Cuando se fueron, la muchacha los contempló, criaturas frágiles y delgadas con el cráneo afeitado y vestidas de harapos, y se preguntó dónde se los llevarían. ¿Lejos de allí, con sus padres? Ella albergaba serias dudas, igual que Rachel. Si pensaban llevarlos a todos al mismo sitio, ¿por qué tenían que separar primero a los padres de los hijos? ¿Por qué tanto dolor, tanto sufrimiento?, pensaba. «Es porque nos odian», le había respondido Rachel con su voz grave y gutural cuando formuló la pregunta en voz alta. «Detestan a los judíos». ¿Por qué tanto aborrecimiento?, se preguntó para sus adentros. Ella no había odiado a nadie en su vida, salvo, quizás, una vez a una profesora que le había impuesto un duro castigo por no saberse la lección. Se preguntó si había llegado a desearle la muerte a aquella mujer, y su respuesta fue «sí». De modo que tal vez era así como funcionaban las cosas: uno aborrece tanto a una persona que al final quiere matarla. A ellos los odiaban porque llevaban una estrella amarilla. Aquel pensamiento le daba escalofríos. Era como si todo el mal y el odio del mundo se concentraran allí, a su alrededor, en los rostros endurecidos de los policías, en su indiferencia, en su desdén. Se preguntó si fuera del campo también odiaban a los judíos, y si estaba condenada a llevar aquella vida a partir de entonces.

Recordó que en junio, cuando volvía del colegio, había oído a unas vecinas hablando en voz baja en la escalera. La chica se había parado en las escaleras, aguzando las orejas como un cachorrillo. «¿Y sabes qué pasó? Se abrió la chaqueta y vi que llevaba la estrella. Jamás habría imaginado que fuera judío». La otra mujer había contenido la respiración para después responder: «¡Judío! Qué sorpresa, un caballero tan educado como él…».

La chica le había preguntado a su madre por qué a algunos vecinos no les caían bien los judíos. Su madre se encogió de hombros y suspiró, sin levantar la mirada de la ropa que estaba planchando. Como no le respondía, la chica acudió a su padre. ¿Qué tenía de malo ser judío? ¿Por qué había gente que les odiaba? Su padre se rascó la cabeza y la miró con una enigmática sonrisa. «Creen que somos distintos. Por eso nos tienen miedo». ¿Pero por qué eran distintos?, se preguntaba. ¿Qué los hacía diferentes?

Cuando pensaba en su madre, en su padre y en su hermano, los echaba tanto de menos que se sentía físicamente enferma. Era como si se hubiera caído a un pozo sin fondo. Escapar era la única forma de recuperar cierto control sobre esta nueva vida que no podía entender. Tal vez sus padres se las habían arreglado también para escapar. Tal vez todos conseguirían volver a casa. Tal vez, tal vez…

Pensó en el apartamento vacío, en las camas sin hacer, en la comida pudriéndose poco a poco en la cocina. Y su hermano en medio del silencio sepulcral de la casa.

Rachel le tocó el brazo, y la chica dio un respingo.

– Ahora -le susurró-. Vamos a intentarlo.

El campo estaba en silencio, casi desierto. Habían notado la presencia de menos policías desde la marcha de los adultos, y los que quedaban apenas hablaban con los niños, a los que dejaban a su aire.

Un calor insoportable caía sobre los barracones, en cuyo interior yacían niños enfermos y débiles, tendidos sobre paja húmeda. Las chicas oyeron a lo lejos risas y voces masculinas. Probablemente los hombres estaban en un barracón, a resguardo de aquel sol de justicia.

El único policía a la vista estaba sentado a la sombra, con el fusil a los pies. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, apoyada en la pared, y parecía dormido como un tronco, con la boca abierta. La chica y Rachel reptaron hacia la alambrada como lagartijas, vislumbrando los campos y las verdes praderas que se extendían ante ellas.

Silencio, quietud, calor. ¿Las habría visto alguien? Se agazaparon entre la hierba, con el corazón latiendo a toda prisa. Volvieron la vista atrás, pero no captaron movimiento ni ruido alguno. Qué fácil ha sido, se dijo la joven. Es posible. Las cosas nunca eran tan fáciles, y menos ahora.

Rachel llevaba en las manos un hato de ropa y le aconsejó ponérsela para que las capas extra de tejido le protegieran la piel de los pinchos. La muchacha sintió escalofríos al enfundarse un jersey sucio y andrajoso y unos pantalones tiesos y harapientos, mientras se preguntaba a quién habría pertenecido aquella ropa. Seguramente a algún infortunado niño cuya madre se había ido y al que habían dejado morir allí, solo.

Aún en cuclillas, se acercaron al pequeño resquicio abierto entre los rollos de alambre. A poca distancia había un policía de pie. No se le distinguía la cara, sólo el perfil de la gorra redonda de gendarme. Rachel señaló con el dedo hacia la abertura de la valla. Tenían que apresurarse, no había tiempo que perder. Se echaron boca abajo y reptaron hacia el agujero. La chica pensó que parecía muy pequeño. ¿Cómo iban a atravesarlo sin cortarse con las púas de la alambrada, aunque llevaran toda esa ropa? ¿Cómo habían podido siquiera soñar que iban a conseguirlo, que nadie iba a verlas y que se saldrían con la suya? Estamos locas, se dijo. Locas.

La hierba le hacía cosquillas en la nariz. Olía de maravilla. Quería enterrar la cara en ella y aspirar su aroma fresco y penetrante. Vio que Rachel ya había llegado a la abertura y que intentaba meter la cabeza con cautela.

De pronta la chica oyó pisadas sordas y pesadas en la hierba y se le paró el corazón. Miró hacia arriba y vio una enorme figura que se cernía sobre ella. Era un policía. El gendarme la agarró por el cuello deshilachado de la blusa y la sacudió. La chica sintió cómo las piernas le desfallecían de terror.

– ¿Qué demonios estáis haciendo? -La voz del hombre siseó junto a su oído.

Rachel ya había pasado la mitad del cuerpo por la alambrada. El hombre, sin soltar el cuello de la chica, alcanzó a Rachel y la agarró del tobillo. Ella forcejeó y pateó, pero el gendarme era mucho más fuerte y tiró de ella, haciéndole sangre en las manos y en la cara.

Se quedaron de pie frente a él, Rachel sollozando, y la chica con la espalda recta y la cabeza alta. Aunque por dentro estaba temblando, había decidido no mostrar miedo. O al menos iba a intentarlo.

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