Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Vio cómo la espesa mata de pelo negro de Rachel caía al suelo. Su cráneo desnudo era blanco y puntiagudo como un huevo. Rachel miró a los policías con odio y desprecio y les escupió en los zapatos. Un gendarme la apartó a un lado de un brutal puñetazo.

Los más pequeños estaban frenéticos, y tenían que sujetarlos entre dos o tres hombres. Cuando le llegó el turno, agachó la cabeza sin resistirse. Sintió la presión fría de la máquina y cerró los ojos, incapaz de soportar la imagen de sus largos mechones dorados cayendo a sus pies. Su pelo, esa preciosa melena que todos admiraban. Se le hizo un nudo en la garganta y estuvo a punto de sollozar, pero se obligó a sí misma a no hacerlo. No llores delante de esos hombres. No llores nunca, jamás. Sólo es pelo. El pelo vuelve a crecer.

Ya casi habían acabado. Volvió a abrir los ojos. El policía que la sujetaba tenía las manos gruesas y rosadas. Ella lo miró mientras el otro hombre terminaba de afeitar los últimos mechones.

Era el amable gendarme pelirrojo de su barrio, que solía charlar con su madre y siempre le guiñaba el ojo cuando iba de camino al colegio. El mismo al que había saludado con la mano el día de la redada, el que miró para otro lado. Pero ahora estaba demasiado cerca para volver la cabeza.

La chica le sostuvo la mirada. Los ojos del gendarme eran de un extraño color amarillo, como el oro. Tenía la cara roja de vergüenza y le pareció notar que temblaba. La muchacha no despegó los labios, se limitó a mirarle con todo el desprecio del que fue capaz.

El policía, petrificado, sólo pudo devolverle la mirada. Ella le sonrió, con una sonrisa demasiado amarga para una niña de diez años, y se quitó sus pesadas manos de encima.

Cuando salí de la residencia, estaba obnubilada. Tenía que volver a la oficina, donde me esperaba Bamber, pero me encontré a mí misma volviendo a la calle Saintonge. Había tantas preguntas rondando mi cabeza que me sentía abrumada. ¿Me había dicho Mamé la verdad, o había mezclado y confundido los datos a causa de su enfermedad? ¿De verdad vivió allí una familia judía? ¿Cómo pudo mudarse a ese piso la familia Tézac sin saber nada, como aseguraba Mamé?

Atravesé el patio despacio. El cuarto de la concierge habría estado aquí, pensé. Unos años antes lo habían transformado en un pequeño apartamento. Una hilera de buzones metálicos bordeaba el vestíbulo; ya no había una portera que entregara el correo todos los días puerta por puerta. Según había dicho Mamé, se llamaba madame Royer. Había leído mucho sobre los concierges y el papel que habían desempeñado en los arrestos. La mayoría había obedecido las órdenes de la policía, pero algunos habían ido más allá revelando los escondrijos de algunas familias judías. Otros habían saqueado los apartamentos desocupados justo después de la redada y se habían apoderado de las pertenencias de los inquilinos. Por lo que había leído, sólo unos cuantos habían protegido a las familias judías en la medida de sus posibilidades. Me pregunté cuál habría sido el papel de madame Royer aquí. Por un momento pensé en mi concierge del bulevar de Montparnasse: tenía mi edad y era portuguesa, y no había conocido la guerra.

Me olvidé del ascensor y subí a pie los cuatro tramos de escalera. Los operarios habían salido a comer y el edificio estaba en silencio. Al abrir la puerta principal, sentí que algo extraño me envolvía, una sensación desconocida de desesperación y vacío. Me dirigí hacia la parte antigua del apartamento, la misma que Bertrand nos había enseñado el otro día. Allí fue donde ocurrió todo, donde llegaron los hombres que aporrearon la puerta aquella mañana de julio, justo antes del amanecer.

Fue como si todo lo que había leído durante las semanas anteriores, todo lo que había averiguado sobre el Vel' d'Hiv', alcanzara su punto culminante allí, justo en la casa donde iba a vivir. Todos los testimonios que había leído minuciosamente, los libros que había estudiado, los supervivientes y testigos a los que había entrevistado me hicieron ver y comprender con una claridad casi irreal lo que había ocurrido entre las paredes que estaba tocando en aquel preciso instante.

El artículo que había empezado a escribir un par de días antes estaba casi acabado. Se acercaba la fecha límite. Todavía tenía que visitar los campos de Loiret, en las afueras de París, y de Drancy, y había concertado una cita con Franck Lévy, cuya asociación estaba organizando la mayoría de los actos de conmemoración del sexagésimo aniversario de la redada. Pronto mi investigación habría concluido, y me pondría a escribir sobre algún otro asunto.

Pero ahora que sabía lo que había ocurrido allí, tan cerca de mí, y que estaba tan íntimamente relacionado conmigo y con mi vida, tenía la sensación de que debía averiguar más. Mi búsqueda no había terminado. Necesitaba saberlo todo. ¿Qué le sucedió a la familia judía que vivía en aquel piso? ¿Cómo se llamaban? ¿Tenían niños? ¿Alguno de ellos había conseguido regresar de los campos de exterminio, o habían muerto todos?

Caminé por el apartamento vacío. En una habitación, el tabique estaba derribado. Entre los escombros advertí una abertura profunda, disimulada con habilidad tras un panel, que ahora era parcialmente visible. Debía de haber sido un buen escondrijo. Si estas paredes pudieran hablar… Pero no hacía falta que hablaran. Yo sabía lo que había ocurrido allí, podía verlo. Los supervivientes me habían hablado de aquella noche calurosa, los golpes en la puerta, las órdenes tajantes, el viaje en autobús por París. También habían rememorado el sofocante infierno del Vel' d'Hiv'. Pero los que me lo contaron eran los supervivientes, los que habían escapado, los que se arrancaron la estrella y huyeron de allí.

De pronto, me pregunté si sería capaz de sobreponerme a esa información y vivir allí sabiendo que en mi apartamento habían arrestado a una familia entera para después enviarla a una muerte más que probable. ¿Cómo habían podido vivir con eso los Tézac?

Saqué el móvil y llamé a Bertrand. Al ver mi número, susurró: «Reunión». Ése era nuestro código para «Estoy ocupado».

– Es urgente -le dije.

Le oí murmurar algo, y después su voz me llegó con más claridad.

– ¿Qué pasa, amour?-preguntó-. Sé rápida, que tengo a alguien esperando.

Respiré hondo.

– Bertrand -empecé-, ¿sabes cómo consiguieron tus abuelos el apartamento de la calle Saintonge?

– No -contestó-. ¿Por qué?

– Acabo de visitar a Mamé. Me ha dicho que se mudaron en julio del 42. Dijo que el piso se había quedado vacío porque arrestaron a una familia judía durante la redada del Vel' d'Hiv'.

Silencio.

– ¿Y? -preguntó Bertrand, por fin.

Sentí que se me encendía el rostro, y el eco de mi voz resonó en el apartamento vacío.

– ¿Es que te da igual que tu familia se mudara aquí sabiendo que habían arrestado a esos judíos? ¿Nunca te hablaron de ello?

Casi pude oír cómo se encogía de hombros con ese típico estilo francés, curvando hacia abajo las comisuras de la boca y arqueando las cejas.

– No, no me importa. No lo sabía, nunca me lo dijeron, pero aun así me da igual. Estoy seguro de que hay un montón de parisinos que se mudaron a apartamentos que quedaron vacíos en julio del 42, después de la redada. Seguro que eso no convierte a mi familia en colaboracionistas, ¿no crees?

Su risa me hizo daño en los oídos.

– Yo no he dicho eso, Bertrand.

– Te estás involucrando demasiado en esto, Julia -añadió en un tono más amable-. Eso ocurrió hace sesenta años. Recuerda que había una guerra mundial. Fueron tiempos duros para todos.

Suspiré.

– Sólo quiero saber cómo ocurrió. No lo entiendo.

– Es simple, mon ange . Mis abuelos lo pasaron muy mal durante la guerra. La tienda de antigüedades no iba bien. Seguro que para ellos fue un gran alivio mudarse a un sitio más amplio y mejor. Al fin y al cabo, tenían un hijo y eran jóvenes. Debían de estar tan contentos de tener un techo bajo el que dormir que seguramente ni pensaron en esos judíos.

вернуться

* Ángel mío. [N. del T.]

20
{"b":"113322","o":1}