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Sin embargo, ahondar en la defectuosa memoria de Mamé no siempre resultaba tan divertido. A menudo se abrían lagunas extensas y sombrías, y no lograba recordar nada. Los días «malos» se callaba como una tumba, y se limitaba a ver la televisión apretando la mandíbula de manera que la barbilla le sobresalía como un pico.

Una mañana no consiguió acordarse de quién era Zoë. Todo el rato estuvo preguntando: «¿quién es esta niña? ¿Qué hace aquí?». Zoë se comportó con madurez, como siempre, pero por la noche la oí llorar en la cama. Cuando le pregunté qué le pasaba, me reconoció que no soportaba ver envejecer a su abuela.

– Mamé -le pregunté en ese momento-, ¿cuándo os mudasteis André y tú al apartamento de la calle Saintonge?

Esperaba que arrugase la cara, como un mono anciano y sabio, y empezara con «Oh, no recuerdo nada en absoluto…».

Pero la respuesta fue como un latigazo.

– En julio de 1942.

Me enderecé en el asiento y me quedé mirándola.

– ¿En julio de 1942? -repetí.

– Así es -afirmó ella.

– ¿Cómo encontrasteis el apartamento? Estabais en plena guerra. Debió de ser difícil, ¿no?

– En absoluto -contestó, sin darle importancia-. Se había quedado vacío de repente. Nos enteramos por la concierge, madame Royer, que era amiga de nuestra antigua concierge. Vivíamos en la calle Turenne, encima de la tienda de André, en un piso pequeño con un solo dormitorio. Así que nos mudamos con Edouard, que tenía entonces diez o doce años. Estábamos deseando tener un piso más grande, y recuerdo que el alquiler era bastante barato. En aquellos días, ese quartier no estaba tan de moda como ahora.

La miré detenidamente y me aclaré la garganta.

– Mamé, ¿recuerdas si fue a principios de mes, o a finales?

Ella sonrió, satisfecha por lo bien que lo estaba haciendo.

– Lo recuerdo perfectamente. Fue a finales de julio.

– ¿Y recuerdas por qué había quedado libre tan de repente?

Otra sonrisa resplandeciente.

– Por supuesto. Había habido una gran redada en la que detuvieron a mucha gente, así que de pronto quedaron desocupados un montón de pisos.

La miré. Sus ojos se clavaron en los míos y se nublaron al ver la expresión de mi cara.

– ¿Pero cómo fue? ¿Cómo os mudasteis?

Empezó a toquetearse las mangas. Le temblaban los labios.

– Madame Royer le dijo a nuestro concierge que en la calle Saintonge había quedado libre un piso de tres dormitorios. Eso fue todo.

Silencio. Dejó de mover las manos y las cruzó sobre el regazo.

– Pero, Mamé -le pregunté en voz baja-, ¿no pensasteis que tal vez esa gente volvería?

Su gesto se había vuelto serio. Había algo tenso, casi doloroso en la forma en que apretaba los labios.

– No sabíamos nada -contestó al fin-. Nada en absoluto.

Agachó la cabeza para mirarse las manos y no añadió nada más.

Aquélla fue una noche espantosa, la peor de todas tanto para los niños como para ella, dijo la muchacha en su fuero interno. Habían despojado los barracones por completo, y no quedaba nada, ni ropa ni mantas. También habían roto los edredones, y las plumas cubrían el suelo como una imitación de nieve.

Había niños que lloraban, niños que gritaban, niños que hipaban aterrorizados. Los más pequeños no entendían nada y seguían llorando por sus madres. Mojaban los pantalones, se revolcaban por el suelo y chillaban desesperados. Los mayores, como ella, permanecían sentados sobre aquel suelo lleno de porquerías, con la cabeza entre las manos.

Nadie les atendía ni se ocupaba de ellos, y sólo traían comida muy de cuando en cuando. Tenían tanta hambre que se dedicaban a masticar hierba seca y trocitos de paja. Nadie los consolaba. La chica se preguntaba si esos gendarmes no tendrían familia, hijos a los que veían al volver a casa. ¿Cómo podían tratar a los niños de esa manera?¿Obedecían instrucciones o se comportaban así por iniciativa propia? ¿Acaso eran frías máquinas en lugar de personas? Pero al mirarlos de cerca parecían de carne y hueso, así que debían de ser humanos. No podía entenderlo.

Al día siguiente, vio que un grupo de gente los observaba desde detrás de la alambrada. Eran mujeres que intentaban pasarles paquetes de comida a través de la valla, pero los gendarmes les ordenaron que se fueran, y ya nadie volvió a ocuparse de los niños.

La muchacha tenía la sensación de haberse convertido en otra persona, en un ser duro, maleducado y violento. A veces, cuando encontraba un mendrugo de pan duro y los mayores intentaban quitárselo, se peleaba con ellos, les decía palabrotas y les pegaba. Se sentía como una criatura salvaje y peligrosa.

Al principio no miraba a los niños más pequeños, porque le recordaban demasiado a su hermano, pero ahora sentía que tenía que ayudarles. Eran tan vulnerables, tan menudos, tan patéticos. Estaban sucios, muchos de ellos tenían diarrea y el excremento se había endurecido en sus ropas. No había nadie que los lavara ni les diera de comer.

Poco a poco se aprendió los nombres y la edad de cada uno, aunque algunos eran tan pequeños que apenas sabían responderle. Los críos estaban tan agradecidos de oír una voz afectuosa y recibir una sonrisa o un beso que la seguían por todo el campo, por docenas, caminando tras ella como gorriones desastrados.

Ella les contaba las mismas historias que a su hermano cuando se iba a acostar. Por la noche, tumbados sobre la paja infestada de piojos, mientras oían el correteo de las ratas, les narraba aquellos cuentos en voz baja, y los hacía aún más largos de lo que eran. Los demás niños también se congregaban a su alrededor, y aunque algunos fingían no prestar atención, ella sabía que la estaban escuchando.

Había una niña de once años llamada Rachel, alta y de pelo negro, que a veces la miraba con cierto desdén. Pero por las noches reptaba por el suelo para acercarse a la chica y escuchaba sus cuentos sin perderse una sola palabra. Y una vez, cuando la mayoría de los pequeños se había dormido por fin, le dirigió la palabra y dijo con una voz grave y ronca:

– Tenemos que irnos. Hay que escapar de aquí.

La chica meneó la cabeza.

– No hay forma de salir. Los policías tienen armas. No podemos escapar.

Rachel encogió sus hombros huesudos.

– Pues yo me voy a escapar.

– ¿Y tu madre? Estará esperándote en el otro campamento, igual que la mía.

Rachel sonrió.

– ¿Tú te tragas todo eso? ¿Te crees lo que nos han dicho?

La chica odió la sonrisa de suficiencia de Rachel.

– No -contestó con firmeza-. No me lo he creído. Yo ya no me creo nada.

– Yo tampoco -dijo Rachel-. He visto lo que han hecho. Ni siquiera han escrito bien los nombres de los niños pequeños. Les han puesto esas etiquetitas, pero cuando los críos se las han vuelto a quitar se han mezclado todas. A ellos les da igual. Nos han mentido a todos: a nosotros y a nuestras madres.

Para sorpresa de la chica, Rachel le cogió la mano y se la apretó con fuerza, como hacía Armelle. Después se puso de pie y desapareció.

A la mañana siguiente, los despertaron muy temprano. Los policías entraron en los barracones y los empujaron con las porras. Los más pequeños, que aún estaban adormilados, empezaron a chillar. Ella intentó calmar a los que se encontraban cerca de ella, pero estaban aterrados. Los condujeron a un cobertizo. La chica, que llevaba de la mano a dos críos que apenas sabían andar, vio en las manos de un policía un instrumento con una forma muy extraña. No sabía qué era. Los pequeños gimieron muertos de miedo y retrocedieron. Los policías les abofetearon y les dieron patadas, y luego los arrastraron hacia donde estaba aquel hombre con el extraño instrumento. La chica observaba, horrorizada. Entonces comprendió. Iban a afeitarles la cabeza. Iban a rapar a todos los niños.

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* Barrio. [N. del T.]

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