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Su madre estaba a su lado, paralizada. Podía oír su respiración entrecortada, jadeante. La chica se aferró a la mano fría de su madre, y después sintió cómo los policías las separaban a la fuerza. Oyó a su madre chillar, y después la vio abalanzarse hacia ella con el vestido abierto, el pelo revuelto y la boca contorsionada, mientras gritaba el nombre de su hija. La chica intentó agarrarse a sus manos, pero los hombres la empujaron con tal violencia que cayó de rodillas. Su madre luchó como una posesa e incluso llegó a dominar a los policías durante un par de segundos. En ese preciso instante la joven vio emerger a su auténtica madre, la mujer fuerte y pasional a la que admiraba y echaba de menos. Sintió su abrazo una vez más y la caricia de su espesa melena en el rostro. Pero de pronto, un chorro de agua fría la cegó. Entre jadeos y resoplidos, abrió los ojos y vio cómo los hombres se llevaban a su madre arrastrándola del cuello del vestido empapado.

Le pareció que aquello había durado horas: niños perdidos que lloraban mientras les arrojaban cubos de agua a la cara, las mujeres que forcejeaban, destrozadas, el impacto sordo de los golpes, pero ella sabía que todo había ocurrido muy rápido.

Silencio. Todo había terminado. Por fin, los niños habían quedado apelotonados a un lado y las mujeres al otro. Entre ellos se interponía una sólida muralla de policías. Éstos seguían repitiendo que las madres y los chicos de más de doce años iban a adelantarse a los demás, y que los más jóvenes saldrían la semana siguiente para reunirse con ellos. Los padres ya se habían marchado, les dijeron. Todo el mundo debía colaborar y obedecer las órdenes.

Vio a su madre junto a las demás mujeres. La madre miró hacia atrás y le dirigió a su hija una sonrisa de ánimo. Parecía decir: «Estaremos bien, tesoro, lo ha dicho la policía. Te reunirás con nosotros dentro de unos días. No te preocupes, cielo».

La chica miró a su alrededor y contempló aquella multitud de niños. ¡Había tantos! Miró a los más pequeños, que apenas sabían andar, y vio sus caritas arrugadas de angustia y de miedo. También vio a la niña de los lóbulos desgarrados, que extendía los brazos hacia su madre. Se preguntó qué iba a pasarles a todos aquellos niños, y a ella misma. ¿Adónde pretendían llevarse a sus padres?

Sacaron a las mujeres por las puertas del campo. Vio a su madre recorrer la larga carretera que atravesaba el pueblo y llevaba a la estación. La madre volvió la cabeza hacia ella una última vez.

Después desapareció.

Hoy tenemos uno de esos días «buenos», madame Tézac -me dijo Véronique con una sonrisa cuando entré en la habitación, blanca y soleada. Formaba parte del personal que cuidaba de Mamé en aquella residencia limpia y alegre del distrito XVII, no muy lejos del Parque Monceau.

– No la llames madame Tézac -dijo la abuela de Bertrand-. Ella lo odia. Llámala «miss Jarmond».

No pude evitar una sonrisa. Véronique agachó las orejas.

– Y, además, madame Tézac soy yo.

La anciana dijo esto con un toque de arrogancia y de desprecio hacia la otra madame Tézac, Colette, su nuera y madre de Bertrand. Qué típico de Mamé, pensé: siempre combativa, incluso a su edad. Su nombre de pila era Marcelle, pero ella lo detestaba. Nadie la llamaba así.

– Lo lamento -repuso Véronique en tono humilde.

Le puse la mano en el brazo.

– No pasa nada, tranquila -le dije-. Nunca uso mi apellido de casada.

– Es una costumbre americana -añadió Mamé-. Miss Jarmond es americana.

– Sí, ya me he dado cuenta -contestó Véronique, de mejor humor.

Me dieron ganas de preguntarle en qué lo había notado. ¿En mi acento, en mi ropa, en mis zapatos?

– ¿Has tenido un buen día entonces, Mamé? -Me senté a su lado y le cogí la mano.

Comparada con la anciana de la calle Nélaton, Mamé tenía un aspecto lozano. Apenas se veían arrugas en su piel y sus ojos grises aún brillaban. Pero la anciana de la calle Nélaton, a pesar de su aspecto decrépito, conservaba la mente lúcida, mientras que Mamé, a los ochenta y cinco, tenía alzheimer. Algunos días ni siquiera recordaba quién era.

Los padres de Bertrand decidieron llevarla a la residencia cuando se dieron cuenta de que ya no podía vivir sola. Por ejemplo, abría un quemador de la cocina y lo dejaba todo el día encendido, o se le salía el agua de la bañera. Más de una vez había cerrado la puerta de su piso con la llave dentro y la habían encontrado paseando en bata por la calle Saintonge. Por supuesto, Mamé había organizado una buena discusión y había dicho que no quería que la llevaran a la residencia, pero después se había adaptado bastante bien, salvo algunos arrebatos ocasionales.

– Hoy tengo un día «bueno» -dijo con una sonrisa burlona cuando salió Véronique.

– Ya veo -contesté-. ¿Qué, aterrorizando a toda la residencia, como siempre?

– Como siempre -respondió. Se volvió hacia mí y sus ojos grises recorrieron mi cara con una mirada afectuosa-. ¿Dónde está el mequetrefe de tu marido? Nunca viene. Y no me digas eso de que «está muy ocupado».

Suspiré.

– Bueno, al menos tú sí has venido -añadió-. Pareces cansada. ¿Va todo bien?

– Muy bien -contesté.

Sabía que parecía cansada, pero no podía hacer mucho al respecto. Irme de vacaciones, tal vez. Pero no las tenía planeadas hasta el verano.

– ¿Y el apartamento?

Había ido a ver cómo iba la obra antes de ir a la residencia. El piso era un enjambre de actividad. Bertrand lo supervisaba todo con su energía habitual, mientras que Antoine parecía agotado.

– Cuando esté terminado, va a quedar precioso -dije.

– Echo de menos vivir ahí -confesó Mamé.

– Estoy segura de eso -respondí.

Ella se encogió de hombros.

– Una se encariña con los lugares. Es lo mismo que pasa con la gente, supongo. Me pregunto si André también lo echa de menos.

André era su difunto marido. Yo no llegué a conocerlo, ya que murió cuando Bertrand era muy joven. Estaba acostumbrada a que Mamé hablara de él en presente. Nunca la corregía ni le recordaba que había muerto hacía años de cáncer de pulmón. A Mamé le encantaba hablar de él. Cuando la conocí, mucho antes de que empezara a perder la memoria, me enseñaba sus álbumes de fotos cada vez que iba a verla a la calle Saintonge. Me sabía la cara de André Tézac de memoria. Sus ojos entre azules y grises eran iguales que los de Edouard, aunque tenía la nariz más redonda y una sonrisa tal vez más cálida.

Mamé me había contado con todo lujo de detalles cómo se conocieron y se enamoraron, y también cómo durante la guerra todo se les puso en contra. Los Tézac eran originarios de Borgoña, pero cuando André heredó de su padre la empresa vinícola de la familia, descubrió que era incapaz de salir adelante con ella. De modo que tuvo que trasladarse a París, y abrió una pequeña tienda de antigüedades en la calle Turenne, cerca de la plaza de los Vosgos. Le llevó un tiempo labrarse una reputación para conseguir que el negocio prosperara. Tras la muerte de su padre, Edouard tomó las riendas y trasladó la tienda a la calle Bac, en el distrito VII, donde se encontraban los anticuarios más prestigiosos de París. Ahora el negocio lo llevaba Cécile, la hermana pequeña de Bertrand, y le iba muy bien.

El médico de Mamé (el lúgubre pero eficiente doctor Roche) me dijo una vez que preguntarle sobre su papado era una terapia excelente. Según él, probablemente tenía una percepción más clara de lo ocurrido treinta años atrás que de lo que había desayunado por la mañana.

Era como un pequeño juego. Durante mis visitas le hacía preguntas, con naturalidad, sin darle demasiada importancia. Ella sabía perfectamente cuál era mi intención, pero fingía ignorarla.

Me había divertido mucho descubrir cómo era Bertrand de niño. Mamé me obsequiaba con detalles de lo más jugoso. Bertrand había sido un adolescente más bien desgarbado, no el tío guay del que había oído hablar. En los estudios, lejos de ser el brillante alumno del que tanto presumían sus padres, era un zángano. A los catorce años tuvo una bronca memorable con su padre por culpa de la hija del vecino, una rubia de bote bastante promiscua que además fumaba marihuana.

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