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La ladera, cubierta de hierba vieja y seca, me llevó a los primeros árboles. Pasé a su lado con los brazos extendidos, protegiéndome la cara de las espinosas ramas. La colina no tardó en ser menos escarpada y los árboles desaparecieron; nuevamente tuve que elegir la dirección de mi marcha. Escuché en la oscuridad, esperando con paciencia una ráfaga de viento más fuerte.

Entonces el aire me trajo una voz: de las cumbres lejanas llegó un largo alarido. Sí, el viento era mi aliado esta noche; fui a campo traviesa, sin darme cuenta de que perdía altura; la pendiente descendía hasta una negra garganta. Empecé a subir de nuevo, rítmicamente, y un arroyo cantarín me indicó el camino. No lo vi ni una vez; fluía seguramente bajo una capa rocosa, y la voz del agua se fue haciendo más tenue a medida que fui subiendo, hasta que al fin enmudeció del todo y volvió a rodearme el bosque de elevados troncos. El suelo apenas tenía musgo y hierba; sólo estaba cubierto por una blanda capa de viejas agujas.

Esta caminata en la oscuridad debió de durar unas tres horas; las raíces con las que tropezaba crecían alrededor de grandes rocas diseminadas por el terreno pedregoso. Empecé a temer que la cumbre estuviera cubierta de árboles y en su laberinto tuviera que acabarse mi escalada. Pero tuve suerte: a través de un pequeño paso pelado llegué a un campo sembrado de piedras. Estas piedras se hicieron cada vez más puntiagudas y al final apenas podía mantenerme derecho, pues empezaron a rodar con estruendo bajo mis pies. Saltando sobre una pierna y luego sobre la otra, cayéndome también en varias ocasiones, alcancé el borde de un estrecho sendero y por él, ya más de prisa, me dirigí hacia la cumbre.

De vez en cuando me paraba y trataba de ver lo que me rodeaba, pero la oscuridad no me lo permitía. No veía la ciudad ni sus luces; tampoco había rastro de la carretera luminosa por la que había venido. El sendero entre rocas me condujo a un lugar pelado, donde sólo crecía una hierba seca; las estrellas cada vez más grandes me revelaron que estaba a bastante altura.

Se ve que las otras cimas que las escondían tenían la misma altura que la que yo había conquistado. Unos cien pasos más allá estaban los primeros grupos de pinos negros.

Si en esta oscuridad me hubiese detenido alguien y preguntado adonde iba y para qué, no habría sido capaz de responderle. Por suerte, no había ni un alma. La oscuridad y la soledad de esta marcha nocturna producían un efecto tranquilizador, aunque de esto yo sólo era consciente a medias.

La pendiente era cada vez más pronunciada, y trepar, cada vez más difícil; pero yo sólo me preocupaba de no perder el camino, como si tuviera un destino determinado. Mi corazón latía con fuerza, mis pulmones jadeaban, y yo continuaba subiendo como un poseso. Sentía instintivamente que un esfuerzo así me era muy necesario. Apartaba las ramas de los pinos, muchas veces me quedé atascado en su espesura y tuve que abrirme paso para seguir adelante. Las agujas me arañaban el rostro, el pecho, se prendían en mis ropas, y mis dedos estaban ya pegajosos de resina. En un lugar despejado me sorprendió de repente el viento, que me atacó en la oscuridad, bramó, libre de trabas, y luego silbó en alguna parte, muy arriba, donde me imaginé habría un collado. Entretanto, más grupos de pinos negros, muy densos, me rodearon completamente. En su interior descansaban, como si fueran islas, capas invisibles de un aire cálido e inmóvil, saturado de la fragancia del bosque. En mi camino surgían invisibles obstáculos: rocas, montones de pequeñas piedras que rodaban bajo los pies.

Debía de hacer ya bastantes horas que caminaba así, pero todavía me quedaban bastantes fuerzas. Estaba desesperado, pues el sendero que conducía al desconocido paso de montaña, o tal vez a la cima, se había estrechado tanto que podía ver sus dos lados destacados contra el cielo; casi verticales, sus oscuros bordes apagaban las estrellas.

Hacía rato que había dejado atrás la zona de las nieblas, pero la fría noche no tenía luna y las estrellas daban muy poca luz. Por ello me asombré tanto cuando sobre mí y a mi alrededor aparecieron largas formas blanquecinas. Descansaban en la oscuridad, sin aclararla, como si sólo hubiesen absorbido la luz del día, y hasta que oí el primer crujido bajo las suelas no comprendí que estaba pisando nieve.

Cubría con una capa delgada casi todo el resto de la empinada pendiente. Yo llevaba ropa ligera y me habría helado hasta los huesos si el viento no se hubiera calmado de forma inesperada. Ahora sonaba con más claridad el eco de mis pasos; con cada uno de ellos rompía la capa de la nieve dura y me hundía hasta las pantorrillas.

En el paso apenas quedaba nieve. En el campo de piedras había unas rocas gigantescas y negras, relucientes de tan barridas por el viento. Me detuve con el corazón desbocado y miré en dirección a la ciudad. La cubría la ladera, y sólo unos reflejos rojizos en la oscuridad revelaban su situación en el valle. En lo alto parpadeaban grandes estrellas. Di unos pasos más y me senté en una roca que tenía forma de silla. Tenía algo de nieve traída por el viento.

Ahora no veía siquiera los últimos reflejos de la ciudad. Ante mí las montañas se elevaban en la oscuridad, fantasmales, con cimas coronadas por la nieve.

Cuando miré con atención la parte este del horizonte, vi una franja de aurora, que borraba las estrellas… — el comienzo de un nuevo día —. A esta luz se dibujó la cresta de la montaña, hendida en el centro. Y entonces ocurrió algo con mi inmovilidad; la informe oscuridad exterior (¿o la que estaba dentro de mí?) empezó a cambiar de sitio, a resbalar hacia abajo, a variar sus proporciones. Me quedé tan aturdido que por un momento casi perdí la visión, y cuando la recuperé, todo era diferente.

El cielo se aclaraba débilmente por el este, sobre el valle totalmente oscuro, e intensificaba también la negrura de las rocas; sin embargo, yo podía encontrar a ciegas cada una de sus rugosidades, cada una de sus grietas, sabía ya qué panorama me descubriría el día, porque esta imagen había sido grabada en mí para siempre y no inútilmente. Esta era la posesión inalterable por la que había sentido tanta nostalgia y que había continuado intacta mientras todo mi mundo se desmoronaba y desaparecía en el abismo del siglo y medio trascurrido.

Aquí, en este valle, había pasado mis años de juventud, en la vieja posada de madera que se levantaba al otro lado de la cumbre, en la ladera cubierta de hierba. Seguramente ya no quedaba ni una sola piedra de la vieja construcción, y las últimas vigas se habrían convertido en polvo haría mucho tiempo; pero el macizó rocoso seguía allí, invariable, como si hubiese esperado este encuentro.

La emoción de este encuentro dio rienda suelta a la debilidad que yo tan desesperadamente ocultaba primero con mi fingida calma y después con la dura marcha hacia la cumbre. Toqué el suelo a tientas, no me avergoncé del temblor de mis dedos y me llevé un poco de nieve a la boca, que se fundió, fría, en la lengua; no apagó mi sed, pero incrementó mi serenidad. Así permanecí, comiendo nieve, sin confiar del todo en lo que veía y esperando que los primeros rayos de sol corroboraran mis pensamientos.

Mucho antes de que amaneciera, de las alturas, de las estrellas que se iban desvaneciendo lentamente, bajó un pájaro, plegó las alas, se hizo más pequeño, se posó sobre una roca y empezó a moverse en mi dirección. Me quedé inmóvil para no ahuyentarlo. Dio saltitos a mi alrededor y volvió a alejarse, y cuando yo ya pensaba que no se había fijado en mí, llegó del otro lado y dio vueltas en torno a mi roca. Y así nos miramos durante bastante rato, hasta que yo dije a media voz:

— Hola, ¿de dónde vienes?

Observé que no tenía miedo de mí, y continué comiendo nieve. El bajó la cabeza, me miró con las negras perlas de sus ojos y de pronto, como si ya me hubiese mirado bastante, desplegó sus alas y desapareció volando. En cambio yo, apoyado contra la tosca pared de roca, acurrucado, con las manos muy frías por la nieve, esperé el amanecer, y la noche entera volvió a mí en breves imágenes, vivas e inacabadas; Thurber, sus palabras, este silencio entre Olaf y yo, la vista de la ciudad, la niebla roja y las transparencias de esta niebla, formadas de bolas de luz, calientes ráfagas de aire, la inspiración y expiración de un proceso de descomposición de millones, las avenidas y plazas colgantes, los edificios en forma de cáliz, con alas llameantes, los colores que dominaban en los diversos niveles…, mi pregunta al pájaro en el paso de montaña, y también el hecho de que tragara la nieve con avidez…; y todas estas imágenes eran ellas mismas y a la vez no lo eran, como ocurre muchas veces en los sueños. Eran un recuerdo y un esquivar las cosas que yo no me atrevía a tocar, porque durante todo el tiempo trataba de encontrar en mí mismo una aprobación de lo que no podía aprobar.

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