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Tenía que decirle que se equivocaba, que a mí no me importa nada esta expedición. Ya me he cansado de las estrellas, y además, ya estoy enterado de todo por Thurber, así que puede hablar conmigo con la conciencia tranquila.» Con el dibujo en la mano, observé sus líneas con atención, como si quisiera reconocer la velocidad del cohete, pero no dije ni una palabra y le devolví el papel, que él tomó con cierta vacilación, lo dobló y metió de nuevo en el libro. Todo esto ocurrió en silencio. Estoy seguro de que no fue premeditada, pero esta escena — quizá precisamente porque se desarrolló en silencio — adquirió un significado simbólico. Yo debía tomar sin entusiasmo su presunta participación en la expedición, pero también aceptarla sin envidia.

Cuando busqué su mirada, la desvió, para mirarme de reojo casi inmediatamente. ¿Era inseguridad o confusión? ¿Incluso ahora, que yo lo sabía todo? El silencio en la pequeña habitación se hizo insoportable. Oí su respiración algo acelerada. Tenía el rostro cansado y en sus ojos no había la animación que se veía en ellos en nuestro último encuentro. Como si hubiera trabajado mucho y dormido poco; pero había además otra expresión que yo no conocía.

— Estoy bien — dije —, ¿y tú?

En cuanto pronuncié estas palabras me di cuenta de que ya no eran oportunas; habrían sonado bien en el momento de mi entrada, pero ahora parecían un reproche o incluso una ironía.

— ¿Has visto a Thurber?

— Sí.

— Los estudiantes se han marchado…, ya no queda nadie, nos han dado todo el edificio… — empezó a hablar, como a la fuerza.

— ¿Para que podáis elaborar el plan de la expedición? — interrogué, a lo que me respondió pronta-mente:

— Sí, Hal, sí. Bueno, ya sabes muy bien la clase de trabajo que representa. Ante todo somos muy pocos, pero tenemos una maquinaria magnífica, esos autómatas, ya sabes…

— Estupendo.

Tras estas palabras se hizo de nuevo el silencio. Y — cosa extraña —, cuanto más duraba, más evidente era la inquietud de Olaf, su exagerada inmovilidad, ya que seguía quieto en el centro de la habitación, directamente bajo la lámpara, como preparado para lo peor. Decidí poner fin a esto.

— Escucha — dije en voz muy baja —, ¿qué te imaginabas? La política del avestruz no sirve de nada. ¿Acaso has supuesto que sin ti yo nunca me enteraría?

Callé, y él hizo lo propio, con la cabeza inclinada hacia un lado. Yo había exagerado demasiado la nota, pues Olaf no era culpable de nada y es probable que yo en su lugar hubiera actuado del mismo modo. Tampoco me sentía ofendido por su silencio del pasado mes. Lo que me molestaba era su intento de huida, que se hubiera ocultado en esta habitación vacía cuando me vio salir del despacho de Thurber. Pero no me atrevía a decirle esto directamente.

Levanté la voz, le llamé idiota, pero ni siquiera entonces intentó defenderse.

— ¿De modo que en tu opinión no había nada que decir al respecto? — le reproché, excitado.

— Eso depende de ti…

— ¿Por qué de mí?

— De ti — repitió tozudamente —. Lo más importante era por quién te ibas a enterar…

— ¿Lo crees de verdad?

— Así me lo pareció…

— Es igual… — murmuré.

— ¿Qué… harás? — preguntó en voz baja.

— Nada.

Olaf me miró con desconfianza.

— Hal…, yo querría…

No terminó la frase. Sentí que con mi presencia le sometía a todas las torturas, pero aún no podía perdonarle esta repentina huida. Y marcharme ahora, sin palabras, sería todavía peor que la inseguridad que me había llevado hasta allí. Ignoraba qué debía decirle; todo lo que nos unía estaba prohibido. Le miré un momento en que él también me miraba; cada uno de nosotros esperaba ahora la ayuda del otro…

Bajé del alféizar.

— Olaf…, ya es tarde. Me voy, pero no pienses que… te reprocho algo, nada de eso. Además, volveremos a vernos, quizá nos harás una visita — dije con esfuerzo, pues todas estas palabras no eran naturales y él lo advertía.

— ¿No… no quieres pasar aquí la noche? — No puedo, lo he prometido, sabes… No pronuncié el nombre de ella. — Como quieras — gruñó Olaf —. Te acompaño hasta la puerta.

Juntos salimos de la habitación y bajamos las escaleras; fuera reinaba ya una oscuridad completa. Olaf caminaba en silencio a mi lado. De pronto se detuvo. Yo le imité.

— Quédate — murmuró, como si estuviera avergonzado. Yo sólo veía la mancha confusa de su rostro.

— Bueno — accedí inesperadamente y di media vuelta. El no estaba preparado para esto; permaneció quieto un momento más y entonces me agarró por el hombro y me condujo a otro edificio, más bajo que el primero. En una sala vacía, sólo iluminada por dos lámparas, tomamos una cena fría, sin sentarnos. Durante todo este rato sólo pronunciamos unas diez palabras. Luego volvimos al primer piso.

Me llevó a una habitación casi cuadrada, de una blancura mate, con una gran ventana que daba al parque, pero desde otro lado, ya que no podían verse las luces de la ciudad sobre los árboles; allí había una cama recién hecha, dos sillones pequeños y uno mayor, apoyado contra la ventana. Tras una puerta pequeña, que estaba entornada, refulgían los azulejos del cuarto de baño. Olaf se quedó en el umbral con los brazos colgando, como si esperase alguna palabra mía. Pero como yo callaba, me paseaba por la habitación y pasaba mecánicamente la mano por los muebles, a fin de tomar una efímera posesión de ellos, me preguntó en voz baja:

— ¿Puedo…, puedo hacer algo por ti?

— Sí — repuse —. Déjame solo.

Permaneció allí, sin moverse. De repente enrojeció con violencia, luego palideció, y en seguida esbozó una sonrisa… con la cual intentó borrar el insulto. Porque mis palabras habían sido realmente ofensivas. Esta sonrisa débil y lastimera desencadenó algo en mí; al intentar con torpe esfuerzo librarme de la máscara de indiferencia que había adoptado porque no podía hacer otra cosa, salté hacia él cuando ya se había vuelto para irse le cogí la mano y casi se la machaqué. Este fuerte apretón fue mi disculpa. Olaf, sin volverse, contestó con el mismo apretón y salió. Yo aún sentía la fuerte presión de su mano en la mía cuando él cerró la puerta tras de sí con tanta suavidad como si abandonara la habitación de un enfermo. Yo me quedé solo, como había querido.

En la casa reinaba un silencio absoluto. Ni siquiera oí los pasos de Olaf al alejarse; en el cristal de la ventana se dibujaba débilmente mi corpulenta figura, de un lugar desconocido brotaba aire caliente y sobre los contornos de mi silueta vi las copas oscuras de los árboles, que desaparecían en la oscuridad; recorrí de nuevo la habitación con la mirada y me senté en el gran sillón, junto a la ventana.

La noche de otoño acababa de caer. Yo no podía ni pensar en dormir. Volví a levantarme.

La oscuridad reinante al otro lado de la ventana debía estar llena de frescor y el susurro de las ramas sin hojas, rozándose entre sí — y de improviso me asaltó la necesidad de ir allí, de vagar en la penumbra, en su caos, que nadie había planeado. Rápidamente abandoné la habitación.

El pasillo estaba vacío. Fui de puntillas hacia la escalera, lo cual fue una precaución excesiva; seguro que Olaf ya estaba en otro piso y en otra ala del edificio. Bajé corriendo, ya sin preocuparme del ruido de mis pasos, salí y eché a andar.

No elegí ninguna dirección; caminé de modo que las luces de la ciudad quedaran a un lado. Las avenidas del parque no tardaron en llevarme a sus límites, señalados con un seto.

Me encontré en la calle, que seguí durante un rato, hasta que me detuve repentinamente.

Quería abandonar esta calle, ya que conducía a un barrio, a la gente, y yo quería estar solo.

Recordé lo que Olaf me había dicho en Klavestra a propósito de Melleolan, esa nueva ciudad construida en las montañas después de nuestra marcha; varios kilómetros de la calle que acababa de recorrer sólo consistían, efectivamente, en serpentinas y curvas, que debían evitar las laderas, pero en plena oscuridad yo no podía fiarme de mi propia vista. La carretera no estaba iluminada, como todas las demás, ya que su superficie era fosforescente, lo cual bastaba para distinguir los arbustos que crecían a pocos pasos de ella. Dejé, pues, la carretera, llegué a tientas a la espesura de un pequeño bosque que me condujo por un terreno escarpado a un promontorio más extenso, sin árboles… lo advertí porque allí el aire soplaba sin obstáculos. Vi varias veces desde lejos, al fondo, la pálida serpiente de la carretera, y poco después incluso esta última luz desapareció; me detuve por segunda vez e intenté — no tanto con la impotente vista como con todo el cuerpo y el rostro, que volví hacia la dirección del viento — orientarme en este lugar desconocido. Como un planeta extraño. Quería llegar por el camino más corto a una de las cumbres que rodeaban el valle donde se asentaba la ciudad, pero ¿qué dirección debía tomar? De pronto, cuando ya me parecía imposible, oí un susurro distante y prolongado a mi derecha. Recordaba vagamente la voz de las olas…, no, era el susurro del bosque, del viento que soplaba con fuerza mucho más arriba que el lugar donde yo me encontraba. Esa era mi dirección.

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