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La mitad de las mesas estaban ocupadas. Crucé tres salas y llegué a| la terraza; desde allí se veían los grandes bulevares con sus interminables hileras de gliders; bajo las rkubes, como una cordillera, azul por el aire, se levantaba la Estación Terminal.

Encargué la comida.

— ¿Cuál? — preguntó el robot, que quería traerme una carta.

— Cualquiera — dije —. Una comida normal.

Cuando empecé & comer me di cuenta de que todas las mesas en torno a mí estaban desocupadas.

Involuntariamente, buscaba la soledad. Ni siquiera me apercibía de ello. Tampoco me fijé en lo que comía. Perdí el sentido de la seguridad y dudé de que mis planes fueran buenos.

Vacaciones… como si quisiera recompensarme a mí mismo porque a nadie más se le había ocurrido. El camarero se acercó en silencio.

— ¿Es usted el señor Bregg?

— Tiene una visita en su habitación.

En seguida pensé en Nais. Apuré el líquido oscuro y espumoso y me levanté, sintiendo unas miradas fijas en mi espalda. No estaría mal poder quitarme diez centímetros de estatura con una sierra. En mi habitación se hallaba una mujer joven a la que no había visto nunca, vestida con algo gris y aterciopelado y una estola roja sobre los hombros.

— Soy del ADAPT — dijo — y hoy he hablado con usted.

— ¿Era usted, entonces?

Estaba algo molesto. ¿Qué querrían de mí ahora?

Se sentó. Yo también me senté, lentamente.

— ¿Cómo se encuentra?

— Perfectamente He ido a ver al médico y me ha examinado. Todo va como una seda. He alquilado una villa y me propongo leer un poco.

— Muy sensato. A este respecto, Klavestra es lo ideal. Tendrá montañas, tranquilidad…

Ya sabían que iba a Klavestra. ¿Acaso me perseguían, o qué? Me quedé inmóvil y esperé la continuación.

— Le he traído algo, de nuestra parte.

Me indicó un pequeño paquete que había sobre la mesa.

— Es la última novedad, ¿sabe? — explicó con vivacidad, aunque un poco forzada —. Cuando se acueste, sólo tiene que poner en marcha el aparato… y de este modo, sencillamente y sin ningún esfuerzo, se enterará en pocas noches de muchísimas cosas útiles.

— ¿En serio? Magnífico — dije. Ella sonrió y yo la imité, como un alumno dócil —. ¿Es usted psicólogo?

— Sí. Ha acertado… — Ahora titubeó. Observé que quería decirme algo más.

— Sí, dígame…

— ¿No se enfadará conmigo?

— ¿Por qué habría de enfadarme?

— Porque…, verá…, viste usted algo…

— Ya lo sé. Pero voy a gusto con estos pantalones. Quizá, con el tiempo…

— Oh, no, no se trata de los pantalones. La chaqueta de punto…

— ¡La chaqueta! — me asombré —. Me la han hecho hoy mismo y al parecer es la última moda.

¿O no?

— Sí. Pero la ha esponjado en exceso… ¿Me permite?

— Sí, claro — repuse en voz muy baja. Se inclinó hacia mí, me tocó el pecho con los dedos y exclamó quedamente:

— ¿Qué tiene ahí?

— Nada…, aparte de mí mismo — contesté con una sonrisa mordaz.

Entrelazó los dedos y se levantó. Mi serenidad, acompañada de una satisfacción malévola, se disolvió de improviso.

— Siéntese otra vez, se lo ruego.

— Pero… le pido mil perdones, pero yo…

— No hay de qué. ¿Hace tiempo que trabaja en el ADAPT?

— Este es el segundo año.

— Así que… ¿éste es el primer paciente? — Me señalé a mí mismo con el dedo. Ella enrojeció un poco —. ¿Puedo preguntarle algo?

Parpadeó. ¿Acaso pensaba que iba a pedirle una cita?

— Por supuesto…

— ¿Cómo hacen para que pueda verse el cielo desde todos los planos de la ciudad?

Se animó.

— Es muy sencillo. La televisión…, como antes la llamaban. En los techos hay pantallas que transmiten todo cuanto hay sobre la superficie, la imagen del cielo, de las nubes…

— Pero estos niveles no son muy altos — observé — y sin embargo, hay en ellos casas de cuarenta pisos…

— Una ilusión — sonrió —. Sólo una parte de estas casas es real; su prolongación es una imagen. ¿Comprende?

— Sí, eso puedo comprenderlo, pero no su utilidad.

— Es para que los habitantes de los distintos planos no se sientan perjudicados en ningún aspecto…

— Ya — contesté —. No es mala idea…, y otra cosa más. Quiero conseguir libros. ¿Puede recomendarme alguno de su rama? O mejor aún, compilaciones…

— ¿Quiere estudiar sicología? — se sorprendió.

— No, pero me gustaría saber lo que han hecho aquí durante este tiempo.

— Entonces yo le recomendaría el Mayssen — dijo.

— ¿Qué es eso?

— Un libro de texto.

— Querría algo más completo. Compendios, monografías… Cosas de primera mano…

— Quizá resultarían demasiado difíciles.

Sonreí amigablemente.

— Y quizá no. ¿En qué estriba esa dificultad?

— La psicología se ha matematizado mucho…

— Yo también. Hasta el punto en que lo interrumpí hace cien años. ¿Se necesita algo más?

— Pero usted no es matemático, ¿verdad?

— De profesión, no. Pero he estudiado. En el Prometeo. Allí había mucho tiempo libre, ¿sabe?

Asombrada y confusa, no dijo nada más. Me dio un papel con diversos títulos de libros.

Cuando se hubo ido, volví a la mesa y me senté pesadamente. Incluso ella, una colaboradora del ADAPT… ¿Matemáticas? Claro. Un hombre salvaje. «Los odio a todos — pensé —. Los odio, los odio.» No sabía a quién me refería al pensarlo. A todos, supongo. Sí, sencillamente a todos. Me habían engañado. Me enviaron allí sin saber lo que hacían, y mi deber era no regresar, como Venturi, como Arder y Thomas, pero yo había vuelto para que me tuvieran miedo. Para vagar como un reproche viviente que nadie quiere aceptar. «Ya no sirvo», pensé. Si al menos pudiera llorar. Arder podía. Decía que nadie ha de avergonzarse de sus lágrimas. Era posible que hubiese mentido al médico. No se lo había dicho nunca a nadie, pero no estaba seguro de si lo habría hecho por otro. Tal vez sí.

Por Olaf, más tarde. Pero no estaba completamente seguro. ¡Arder! ¡ Cómo nos habían destrozado, y cómo habíamos creído en ellos y sentido sobre y fuera de nosotros a la Tierra, a una Tierra que existía, que creía y pensaba en nosotros! Ninguno hablaba de ello. ¿Para qué?

No hay por que hablar de lo evidente.

Me levanté. No podía seguir sentado. Me paseé de un extremo a otro.

Basta. Abrí la puerta del cuarto de baño; ni siquiera había agua para refrescarse la cabeza.

Por otra parte, vaya idea. Sencillamente histérica.

Volví a la habitación y empecé a hacer el equipaje.

III

Pasé toda la tarde en la librería. No había libros en ella; hacía casi medio siglo que no se imprimían. Y yo los esperaba tanto después de los microfilmes en que consistía la biblioteca del Prometeo. No existían. Ya no se podía curiosear en las estanterías, sopesar gruesos tomos en la mano, saborear bien su volumen, que predecía la duración del placer de su lectura. La librería recordaba un laboratorio electrónico. Los libros eran pequeños cristales de contenido acumulado, y se leían con ayuda de un optón. Este incluso se parecía a un libro, aunque sólo tenía una página entre las tapas. Al tocar esta hoja, aparecían por orden las páginas del texto, una tras otra. Pero, según me dijo el robot vendedor, los optones se usaban muy poco. El público prefería los lectones, que leían en voz alta, y era posible elegir la voz, el ritmo y la modulación preferida. Solamente se imprimían en páginas de plástico, que imitaban el papel, algunas publicaciones científicas de audiencia muy reducida. Por ello pude meter en un bolsillo todas mis compras, aunque se trataba de trescientos títulos. Los libros parecían un puñado de granos cristalinos. Escogí varias obras históricas y sociológicas, algo sobre estadística, demografía y psicología: de esto último, lo que me había recomendado la chica del ADAPT. Algunos manuales más voluminosos de matemáticas, que naturalmente no eran voluminosos por su tamaño, sino por su contenido. El robot que me atendió era él mismo una enciclopedia: según me dijo, estaba en comunicación directa mediante! Catálogos electrónicos con todas las obras del mundo. En la librería sólo se encontraban «ejemplares» únicos de libros, y cuando alguien los necesitaba, el contenido de la obra requerida se fijaba en un pequeño cristal.

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