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Basta ya de recordar lo que sólo fue una prueba, una introducción, deliberada y cuidadosamente preparada, rodeada de todas las medidas de seguridad: a ninguno de los «coronados» le pasó nada en el sentido físico, nada; todos fueron encontrados sanos y salvos por los cohetes de la base. Claro que esto no nos lo decían, a fin de no restar nada a la autenticidad de la situación.

La Coronación me fue bien porque tenía un sistema propio. Era muy sencillo y totalmente deshonesto, pues era precisamente lo que no se debía hacer. Cuando me lanzaron por la escotilla, cerré los ojos. Luego pensé en las cosas más diversas. Lo único que se necesita en grandes cantidades en una situación así, es la voluntad. Había que proponerse con firmeza no abrir para nada estos desgraciados ojos, pasara lo que pasase. Creo que Janssen conocía este truco mío, pero no hubo consecuencias para mí, ciertamente.

Todo esto ocurría en la Tierra o sus proximidades. Pero después vino un vacío que no estaba preparado, ni procedía del laboratorio. Que mataba realmente, no sólo en apariencia.

Tuvo piedad de muchos: Olaf, Gimma, Thurber, yo, los otros siete del Ulises, e incluso nos permitió volver. Y entonces nosotros, que no anhelábamos otra cosa que paz, después de realizar tan perfectamente nuestro sueño, lo despreciamos. Fue Platón, me parece, quien dijo una vez: «Desgraciado, obtendrás lo que querías tener.»

VII

Una noche, ya muy tarde, descansábamos después de hacer el amor, y el rostro de Eri se apoyaba de lado sobre mi brazo. Si miraba hacia arriba, podía. ver a través de la ventana abierta las estrellas brillando entre las nubes. No había viento, el visillo de la ventana parecía un fantasma blanco; pero del mar abierto venía una oleada muerta, oí el prolongado zumbido que la anunciaba, luego un rumor irregular cuando rompió en la playa, después un silencio que duró varios latidos del corazón, y en seguida volvieron las aguas invisibles a acometer la lisa playa. Pero apenas escuchaba este recuerdo incesante repetido de la existencia terrena, pues contemplaba con los ojos muy abiertos la Cruz del Sur, cuya Beta había sido nuestra guía; yo había empezado cada día con sus meditaciones, de manera que al final ya las hacía automáticamente y pensando en otras cosas; nos conducía de modo infalible, aquel fanal del vacío que jamás se extinguía. Casi notaba en mis manos la presión de los mangos de metal, que empujaba para colocar el punto luminoso, la cima de la oscuridad, en el centro del punto de mira, y mientras lo hacía, sentía la blanda goma del ocular en torno a las cejas y las mejillas. Esta estrella, una de las más distantes, apenas había cambiado al final del vuelo, mientras la Cruz del Sur se había desvanecido hacía tiempo y dejado de existir para nosotros, ya que nos dirigíamos hacia el interior de sus brazos; y entonces aquel punto blanco, aquella estrella gigantesca dejó de ser lo que había parecido al principio: un desafío; su igualdad perenne nos reveló su verdadero significado: era testigo de la insignificancia de nuestras acciones, de la indiferencia del vacío, del espacio, con la cual nadie se reconciliará jamás.

Pero ahora intenté distinguir la respiración de Eri entre el rumor del Pacífico, y me resultó difícil creer en tales cosas. Podía repetir para mis adentros: «He estado allí, sí, he estado allí realmente», pero esta afirmación no debilitaba mi infinito asombro. Eri se movió. Quise apartarme para hacerle más sitio, pero de pronto sentí su mirada.

— ¿No duermes? — susurré. Me incliné sobre ella y ya iba a rozar su boca con la mía cuando me puso sobre los labios las yemas de los dedos. Así permaneció un momento, y después deslizó los dedos hacia mis omóplatos y mi pecho, rodeó un profundo hueco entre las costillas y lo cubrió con la palma.

— ¿Qué es esto? — murmuró.

— Una cicatriz.

— ¿Cómo ocurrió?

— Tuve un accidente.

Guardó silencio. Sentí que me miraba. Levantó la cabeza. Sus ojos eran sólo oscuridad; sin luz, yo apenas veía el contorno de su brazo, blanco y palpitante.

— ¿Por qué no dices nada? — volvió a murmurar.

— Eri…

— ¿Por qué no quieres hablar?

— ¿De las estrellas? — comprendí de repente. Ella calló. Yo no sabía qué decir.

— ¿Crees que no lo comprendería?

La miré muy de cerca en la oscuridad, entre el rumor del océano, que llenaba la habitación y volvía a alejarse, y aún no sabía cómo debía explicárselo.

— Eri…

Quise abrazarla, pero ella se soltó y se sentó en la cama.

— No es preciso que hables, si no quieres. Pero dime por qué.

— ¿No lo sabes? ¿De verdad?

— Ahora ya lo sé. ¿Querías… ahorrármelo?

— No. Tengo miedo, simplemente.

— ¿De qué?

— Ni yo mismo lo sé bien. No quiero remover todo aquello. No lo olvido, sería imposible.

Pero hablar… creo que significaría… encerrarme en todo ello. Apartarme de lo… actual…

— Comprendo — dijo en voz baja. La mancha blanca de su rostro desapareció cuando bajó la cabeza —. Quieres decir que yo no lo considero im…

— No, no — traté de interrumpirla.

— Espera, ahora estoy hablando yo. Una cosa es lo que yo opine de la astronáutica y también el hecho de que nunca abandonaré la Tierra. Pero esto no tiene nada que ver contigo y conmigo. O puede que sí, ya que estamos juntos. De otro modo, no lo estaríamos. Para mí la astronáutica es… tú. Por eso me gustaría tanto…, pero es mejor que no hables, si te sientes como dices.

— Hablaré.

— Pero no hoy.

— Hoy.

— Acuéstate, por favor.

Caí sobre la almohada. Ella se levantó y caminó de puntillas, blanca en la oscuridad.

Corrió el visillo. Las estrellas desaparecieron; sólo quedó el prolongado ruido del Pacífico, volviendo siempre con ciega testarudez. Yo ya no veía casi nada. Un soplo de aire reveló sus pasos, la cama cedió.

— ¿Has visto alguna vez una nave espacial de la clase del Prometeo?

— No.

— Es muy grande. En la Tierra alcanzaría un peso de más de trescientas mil toneladas.

— ¿Y vosotros erais tan pocos?

— Doce. Tom Arder, Olaf, Arne, Thomas: los pilotos. Ah, y yo también. Y siete científicos.

Pero si te refieres a que había mucho espacio libre, te equivocas. El combustible ocupaba las nueve décimas partes de la masa. El conjunto de aparatos fotográficos, los almacenes, las provisiones, las piezas de reserva… la parte de vivienda no es grande. Cada uno de nosotros tenía su camarote, aparte de la cámara común. En el centro del casco había los pequeños cohetes de aterrizaje y las sondas, todavía menores, para tomar las pruebas Korona…

— ¿Sobrevolaste Arturo en una de ellas?

— Sí. Con Arder.

— ¿Por qué no volasteis juntos?

— ¿En un cohete? Porque esto reduce las posibilidades.

— ¿Por qué?

— La sonda es la refrigeración, ¿sabes? Es como… una nevera volante. Con el sitio justo para poder sentarse. Se va metido en una coraza de hielo. Este hielo se derrite por fuerza y vuelve a helarse en los tubos. Los compresores pueden estropearse. Basta un segundo, un atascamiento, porque fuera hay ocho, diez o incluso doce mil grados. Por lo tanto, si el cohete fuese doble, tendrían que morir dos. De este modo, sólo muere uno. ¿Comprendes?

— Sí, comprendo. — Mantenía la mano sobre el lugar insensible de mi pecho —. ¿Fue allí donde… ocurrió esto?

— No. Eri, ¿y si primero te cuento otras cosas?

— Bueno.

— No creas que… Esto no lo sabe nadie.

— ¿Esto?

La cicatriz cambiaba bajo el calor de sus dedos… como si recobrara la vida.

— Sí.

— ¿Cómo es posible? ¿Y Olaf?

— Olaf tampoco. Les mentí, Eri. Ahora tengo que contártelo, ya he dicho demasiado. Eri…, esto ocurrió el sexto año. Ya regresábamos, pero dentro de una nube de polvo cósmico no se puede ir tan de prisa. Es una imagen espléndida: cuanto más veloz avanza la nube, tanto más violenta es la luminiscencia de la nube; detrás de nosotros iba una cola, no como una cola de cometa sino más bien como la luz polar, que tremola a ambos lados y en las profundidades del cielo, miles y miles de kilómetros hacia Alfa Eridani… Arder y Ennesson ya no estaban.

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