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Venturi tampoco. Yo siempre me despertaba alrededor de las seis, entonces la luz cambiaba y se volvía blanca en vez de azul. Oí la voz de Olaf, que hablaba en la cabina de mando. Había observado algo interesante. Bajé a la cabina. El radar mostraba una mancha pequeña, algo apartada del rumbo. Era demasiado grande para ser un meteoro, aparte de que los meteoros nunca están solos. Thomas se reunió con nosotros y reflexionamos sobre lo que podía ser. En cualquier caso, aminoramos todavía más la velocidad. Esto despertó a los otros. Cuando vinieron, Thomas dijo bromeando que ya lo sabía: era una nave. Lo decíamos a menudo. En el espacio tenía que haber naves de otros sistemas, pero era más fácil que se encontraran dos moscas llegadas de lados opuestos del globo terrestre. Estábamos casi al final de aquella fría nube; el polvo se hizo tan fino que a simple vista podían distinguirse las estrellas de sexta magnitud. Esta pequeña mancha resultó ser un planetoide. Algo así como Vesta. Alrededor de un cuarto de billón de toneladas, tal vez más. Extraordinariamente regular, casi redondo.

Esto es muy poco frecuente. Lo teníamos a proa, a dos mili-parsecs. Iba delante, nosotros detrás. Thurber preguntó si podíamos acercarnos. Yo dije que sí, hasta un cuarto de nanoparsec.

«Nos acercamos. En el telescopio parecía un erizo, una bola con agujas clavadas. Algo digno de verse, casi una pieza de museo. Thurber discutió con Biel sobre si podía ser de origen tectónico. Thomas añadió que era posible determinarlo sin perder energía, ya que no llevábamos un gran impulso. Alguien vuela hasta allí, recoge un par de muestras y regresa.

Gimma estaba indeciso. La reserva de tiempo era suficiente; nos lo permitía. Al final accedió.

Quizá porque yo me encontraba allí. Aunque no había dicho ni una palabra. Tal vez precisamente por esto, porque nuestras relaciones eran tan…, pero ya hablaré de eso otro día.

Nos detuvimos; semejante maniobra dura bastante tiempo, durante el cual el minúsculo planeta se alejó de nosotros, pero lo seguíamos teniendo en la pantalla de radar. Yo estaba inquieto, pues desde el principio de nuestro regreso teníamos mala suerte. Averías tontas, pero difíciles de solucionar, y además, sin causa aparente. No me considero supersticioso, aunque creo, en la ley de la concatenación. Pero me faltaron argumentos. Parecía un juego de niños, pero a pesar de ello comprobé yo mismo el motor de Thomas y le dije que tuviera precaución. Con el polvo.

— ¿Con qué?

— Con el polvo. En el interior de una nube, los planetoides actúan de aspiradores de polvo, ¿sabes? Recogen el polvo del espacio en el que giran, y tienen mucho tiempo para hacerlo. El polvo se asienta sobre ellos a capas, de tal modo que puede doblar su tamaño. Pero basta hacer funcionar el escape, o posarse con más firmeza, para que se levante una nube de polvo, que se queda flotando. Una pequeñez, en apariencia, pero entonces no se ve nada. Por lo tanto, se lo dije. Como es natural, él lo sabía exactamente igual que yo. Entonces Olaf lo disparó por la rampa de a bordo, y yo subí arriba, a la cámara de mediciones, para dirigirle. Le vi acercarse, maniobrar, deslizar el proyectil sobre el planetoide. En aquel momento le perdí de vista, naturalmente.

— ¿Le veías en el radar?

— No, en el óptico, es decir, por el telescopio. Infrarrojo. Pero hablé todo el rato con él por radio. Y en el momento en que pensé que jamás había visto en Thomas un aterrizaje tan cauteloso (todos empezamos a estar más atentos cuando iniciamos el regreso), vi un pequeño resplandor y una mancha oscura, que empezó a extenderse sobre el disco del planetoide.

Gimma, que se hallaba a mi lado, profirió un grito. Pensaba que Thomas había soltado la llama para frenar su caída. Así se llama, ¿sabes? Se da una única impulsión, pero no en estas circunstancias. Y yo sabía también que Thomas no lo habría hecho nunca. Tuvo que ser un rayo.

— ¿Un rayo? ¿Allí?

— Sí. Verás, todo cuerpo que se mueve a gran velocidad en una nube de polvo que circula por el roce grandes cargas de electricidad estática. Entre el Prometeo y el pequeño planeta reinaba una diferencia de potenciales. Podían ser de miles de millones de voltios, incluso más.

Cuando Thomas aterrizó, saltó una chispa. Eso fue el resplandor. El calor repentino levantó el polvo, y al cabo de un minuto el polvo cubría todo el disco. Dejamos de oírle, su radio sólo crepitaba. A mí me dominaba la cólera, sobre todo contra mí mismo, por no haber pensado lo suficiente. El cohete tenía pararrayos especiales, de púas, y la carga eléctrica debió haber resbalado como un fuego de San Telmo. No fue así. Por otra parte, a veces se producen descargas, pero no como aquélla, que fue de una potencia extraordinaria. Gimma me pidió mi opinión sobre cuándo se posaría la nube. Thurber no hizo ninguna pregunta; era evidente que tendrían que pasar días. Y noches. — ¿Días y noches?

— Sí, porque la gravitación es extremadamente exigua. Una piedra que cayera de la mano tardaría horas en llegar al suelo. ¡Cómo no aquel polvo, levantado en remolino a varios metros de altura! Dije a Gimma que se ocupara de sus chucherías, pues teníamos que esperar.

— ¿Y no se podía hacer nada? — No. Es decir, si yo hubiera tenido la seguridad de que Thomas estaba en el cohete, habría podido arriesgar algo. Podía dar la vuelta al Prometeo y desde un punto cercano soplar con toda la potencia, lo cual habría enviado a toda la galaxia aquella porquería.

Pero carecía de esta seguridad. ¿Y buscarle…? La superficie de aquel miniplaneta tenía un tamaño parecido al de qué sé yo… Córcega, por ejemplo. Además, entre aquella nube de polvo era posible pasar por su lado sin advertir su presencia. Sólo había una solución, y estaba en su mano. Podía despegar y volver. — ¿Y no lo hizo? — No. — ¿Sabes por qué?

— Creo que sí. Tendría que haber despegado a ciegas. Yo calculé que la nube debía alcanzar un kilómetro desde la superficie, pero él no lo sabía. Seguramente temía tropezar con alguna ladera o alguna roca. También podía aterrizar en el fondo de un profundo abismo. Así pues, seguimos dando vueltas a su alrededor, un día y otro día; el oxígeno y las provisiones le durarían seis días exactos. La ración de hierro. Naturalmente, nadie podía hacer nada. Sólo podíamos ir girando y pensar en las diversas posibilidades de sacar a Thomas de aquel maldito caos. Los emisores. Las distintas longitudes de onda. Incluso lanzamos cuerpos luminosos, pero ni siquiera emitieron destellos; la nube era oscura como una tumba.

«E tercer día…, la tercera noche. Las mediciones probaron que la nube descendía, pero yo no estaba seguro de que se posaría del todo antes de que pasaran las setenta horas que todavía le quedaban a Thomas. Sin comer aún podría resistir algo más, pero no sin aire. De improviso se me ocurrió una idea. Reflexioné del siguiente modo: el cohete de Thomas es en su mayor parte de acero. Si en este maldito planetoide no hay minerales de hierro, tal vez lograremos localizarlo con el ferromagneto. Un aparato que sirve para descubrir objetos de hierro, ¿sabes? Teníamos uno muy sensible. Reaccionaba a un clavo colocado a una distancia de tres cuartos de kilómetro. Encontraría un cohete situado a muchas millas. Entonces Olaf y yo revisamos el aparato; después informé de ello a Gimma… y despegué.

— ¿Solo?

— Sí.

— ¿Por qué solo?

— Porque sin Thomas no éramos más que dos, y el Prometeo necesitaba un piloto.

— ¿Y los otros estuvieron de acuerdo?

Sonreí en la oscuridad.

— Yo era el primer piloto. Gimma no podía darme ninguna orden, únicamente hacerme proposiciones; entonces yo sopesaba la cuestión y decía sí o no. Pero en situaciones críticas la decisión era sólo mía.

— ¿Y Olaf?

— Bueno, a Olaf ya le conoces un poco y puedes imaginarte que no me pude ir en seguida.

Pero al fin y al cabo, era yo quien había enviado allí a Thomas, y él no podía negar este hecho. En suma, me marché. Naturalmente, sin cohete.

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