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Así que tomó el glider de la casa y me siguió. Pronto me alcanzó y se quedó detrás de mí, pensando que aún había una posibilidad de que yo quisiera volver a la casita.

— ¿Hubieras entrado? — pregunté.

Titubeó.

— No lo sé. Creo que sí. Ahora creo que sí, pero no estoy muy segura.

Entonces, cuando vio que yo pasaba de largo la casita, se asustó aún más. Yo ya conocía el resto.

— No, no comprendo absolutamente nada — dije —. Todavía no lo comprendo. ¿Cómo pudiste hacerlo?

— Yo… pensé que no podía permitir que pasara nada.

— ¿Y sabías qué quería hacer yo, y dónde?

— Sí.

— ¿Cómo?

Al cabo de mucho rato:

— No sé. Quizá porque ya te conocía un poco…

Callé. Aún quería formular muchas preguntas, pero no me atrevía. Estábamos ante la ventana. Con los ojos cerrados, sintiendo la extensión del océano, interrogué:

— Bueno, Eri…, ¿y ahora? ¿Qué haremos… ahora?

— Ya te lo dije.

— Pero no lo quiero de ese modo — murmuré.

— No puede ser de otro — repuso tras una larga pausa —. Y además…

— ¿Además qué?

— No lo quiero de otro modo.

Aquella tarde fue aún peor. Porque esto vino, imperioso, y retrocedió. ¿Por qué? Lo ignoro. Ella tampoco lo sabía. Sólo parecíamos acercarnos en los momentos decisivos, sólo entonces nos conocíamos y podíamos comprendernos.

Y la noche. Y otro día.

Y el cuarto día la oí telefonear y sentí un gran temor. Más tarde, lloró. Pero a la hora de comer ya sonreía.

Y así fue el principio y el fin. Porque a la semana siguiente fuimos a Mae, capital de distrito, y allí, ante un hombre vestido de blanco, pronunciamos los formulismos que nos convirtieron en marido y mujer. El mismo día telegrafié a Olaf. Al día siguiente fui a Correos, pero no había noticias suyas. Pensé que habría cambiado de domicilio y después me escribiría. Pero, a decir verdad, ya en Correos tuve una sensación angustiosa. Este silencio no era característico de Olaf. Sin embargo, a causa de todo lo ocurrido, pensé en ello muy brevemente y no le dije nada a ella.

Como si lo hubiese olvidado.

VI

Para ser una pareja constituida solamente gracias al apremio de mi locura, era asombrosamente armoniosa. Nuestra vida se organizó de manera bastante singular: si había diferencias de opinión, Eri sabía defender su punto de vista, pero casi siempre se trataba de cuestiones generales. Por ejemplo, era partidaria decidida de la betrización, y la defendía con argumentos que no sacaba de los libros. Yo consideraba muy positivo el hecho de que opusiera su opinión a la mía de forma tan abierta, pero nuestras, discusiones tenían lugar durante el día. Ni siquiera entonces se aventuraba a hablar sobre mí de un modo sereno y objetivo… o quizá no quería, porque ignoraba cuáles de sus palabras podrían interpretarse como una crítica de mis defectos o cualidades ridículas y cuáles como un ataque contra los valores de mi tiempo. En cambio por la noche — como si la oscuridad redujese o menguara mi presencia — me hablaba sobre mí mismo, es decir, sobre nosotros. Y yo disfrutaba con estas conversaciones en la oscuridad, porque ésta encubría tan misericordiosamente mi asombro.

Me habló de sí misma, de su infancia. De este modo supe por segunda, o mejor, por primera vez — pues ahora tenía un contenido real y humano — lo ingeniosamente que esta sociedad estaba construida sobre una base de armonía duradera y estabilizada. Se consideraba natural el hecho de que tener hijos y educarlos en sus primeros años es un problema que requiere grandes cualidades y una vasta preparación y estudios muy especiales; sólo para obtener autorización para engendrar descendencia, una pareja debía someterse a una serie de pruebas; al principio esto me pareció inaudito, pero tras alguna reflexión tuve que reconocer que las costumbres paradójicas eran más bien las nuestras, las de los viejos. Porque en la antigua sociedad nadie podía construir una casa o un puente, ni curar una enfermedad, ni tomar la medida administrativa más sencilla sin poseer la formación profesional corres pondiente, y lo único que se dejaba a la ciega casualidad y a la concupiscencia momentánea era el problema de mayor responsabilidad, la procreación de hijos y el desarrollo de su mente. La sociedad no intervenía hasta que se cometían errores que ya no tenían remedio.

Así pues, el derecho a tener un hijo era una distinción especial que no podía ser otorgada a cualquiera; más tarde, los padres no podían aislar a los hijos de los de su misma edad: se formaban grupos cuidadosamente seleccionados de ambos sexos, en los que estaban representados los temperamentos más diversos; los llamados niños difíciles eran sometidos a intervenciones hipnogógicas adicionales, y todos iniciaban muy pronto los estudios. Sin embargo, no se trataba de aprender a leer y escribir, lo cual se enseñaba mucho después; la singular formación de los pequeños consistía en iniciarles mediante juegos especiales en el funcionamiento del mundo, de la Tierra, en sus riquezas y las formas más diversas de la vida social; de este modo que puede llamarse natural se inculcaba a los niños de cuatro y cinco años los fundamentos de la tolerancia, de la vida en común, del respeto hacia las convicciones y actitudes ajenas, y de la falta de importancia de las distintas características físicas de los niños — o sea, de las personas — de diferentes razas.

Todo esto me parecía muy hermoso, pero con una objeción fundamental: que el más sólido fundamento de este mundo, su regla universal, fuese la betrización. La educación iba dirigida a que se considerase algo tan natural como el nacimiento y la muerte. Pero cuando supe por Eri cómo se aprendía en las escuelas la historia antigua, me invadió una cólera que me costó un gran esfuerzo vencer. Desde este punto de vista, eran tiempos de un mundo brutal, donde no se ponía límite a los nacimientos y se producían violentas catástrofes económicas y bélicas. Los logros de la civilización eran mencionados y se presentaban como expresión de aquellas fuerzas y tendencias que ayudaron a la humanidad a superar la oscuridad y la crueldad de aquella época. Frente a estos logros había la entonces generalizada tendencia de vivir a costa de otros. Aquello — se decía — que era muy difícil de alcanzar y que sólo ofrecía sus ventajas a muy pocas personas, y a la que conducía un camino lleno de peligros, renuncias, compromisos y derrotas morales, sólo compensados por los éxitos materiales, era en la actualidad algo cotidiano, fácil y seguro.

Asimismo resultaba fácil, al divulgar conocimientos generales, condenar numerosas características del pasado, como las guerras, por ejemplo — esto yo podía admitirlo —. Y la falta — ¡ total! — de política, divergencias, tensiones, conflictos internacionales (aunque al principio se antojaba asombroso y casi hacía pensar que existían, pero se silenciaban), tuve que considerarla un éxito y no un perjuicio. Lo que fue más difícil para mí en esta inversión de todos los valores se refería a mis circunstancias más íntimas, pues no había sido sólo Starck quien descartó las expediciones espaciales en su libro, escrito medio siglo antes de mi regreso. En este punto Eri, que terminó sus estudios arqueológicos, pudo aclararme muchas cosas. Ya las primeras generaciones betrizadas cambiaron radicalmente su actitud hacia la astronáutica, pero aún después del cambio de signos, del positivo al negativo, continuó siendo apasionada. Se opinaba que se había cometido un error trágico, cuyo punto culminante coincidió con los años de nuestra expedición, puesto que entonces se emprendieron muchas expediciones similares. Pero el error no estribaba solamente en los exiguos resultados que se obtenían de ellas ni en que la investigación fuera del sistema solar — que sólo aportó el descubrimiento en algunos planetas de formas de vegetación primitivas y en general desconocidas para nosotros — no condujo en un radio de varios años luz a ningún contacto con alguna civilización altamente desarrollada. Ni siquiera se consideró lo peor que la terrible duración de estos viajes — puesto que cada vez sus objetivos se encontraban más alejados — tenía que convertir a las tripulaciones de las naves espaciales, estos representantes de la Tierra, en un puñado de seres infelices, mortalmente atormentados, que necesitarían tras su aterrizaje — aquí o allí — intensos cuidados en su convalecencia; ni que la decisión de enviar al espacio o estos exaltados era insensata y cruel. Fue considerado lo esencial el hecho de que la Tierra quisiera conquistar el cosmos, pese a no haber hecho lo suficiente para sí misma. Como si no resultara evidente que tan heroicos vuelos no podrían aliviar jamás los ilimitados sufrimientos, las injusticias, los temores y el hambre de la humanidad.

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