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— ¿He… dormido… aquí?

— Sí, sí, Eri.

— Me ha parecido que alguien…

— Sí, Eri…, he… sido yo.

Me miró largo rato, como si lo estuviera recordando todo lentamente. Al principio abrió mucho los ojos — ¿de asombro? — , y después los cerró, volvió a abrirlos, miró a hurtadillas, muy de prisa, pero no tanto como para que yo no lo advirtiera, bajo la sábana, y me mostró su rostro ruborizado.

Carraspeé.

— Quiere? ir a tu habitación, ¿verdad? Entonces me voy…

— No — dijo —, llevo puesta la bata. — Cerró el escote y se sentó en la cama —. ¿Es así… ya… realmente?

— preguntó en voz baja y un tono como si se despidiera de algo.

Guardé silencio.

Ella se levantó, recorrió la habitación y volvió a mi lado. Levantó la vista y me miró a la cara; en sus ojos había una pregunta, una inseguridad y otra cosa que yo no sabía adivinar.

— Señor Bregg…

— Me llamo Hal. Es mi… nombre de pila…

— Se…, Hal, yo…

— ¿Sí?

— Yo… realmente no sé… querría…

— ¿Qué?

— Bueno…, él…

¿No podía o no quería decir «mi marido»?

— …Vuelve pasado mañana.

— ¿Y qué?

— ¿Qué pasará entonces?

Tragué saliva.

— ¿Debo hablar con él? — pregunté.

— ¿Cómo?

Ahora fui yo quien la miró confundido, sin comprender.

— Ayer… dijo usted…

Me quedé esperando.

— …Que… me llevaría consigo.

— Sí.

— ¿Y él?

— ¿No debo hablar con él? — repetí.

— ¿Cómo, hablar? ¿Usted solo?

— ¿Con quién, pues?

— ¿Así que… ha de ser el fin?

Me ahogaba; volví a carraspear.

— Pero… no hay otra salida.

— Yo… yo pensaba… que sería un mesk.

— Un… qué?

— ¿No sabe qué es?

— No, no lo sé. No entiendo una palabra. ¿Qué es? — interrogué, sintiendo un desagradable escalofrío. De nuevo tropezaba con estas repentinas barreras, con un confuso malentendido.

— Es eso, una… o uno… cuando encuentra a alguien… y durante un tiempo le gustaría…, bueno, ¿de verdad no sabe nada de esto?

— Espera, Eri. No sé nada, pero ahora creo adivinar… ¿Se trata de algo provisional, de un estado interino, de una aventura pasajera?

— No — repuso ella, abriendo mucho los ojos —. Así que usted ignora cómo… Ni yo misma lo sé con exactitud — reconoció de repente —. Sólo lo conozco de oídas. Y creía que usted…

— Eri, no sé nada. Y que el diablo se me lleve si comprendo algo. ¿Tiene que ver…? Bueno, por lo menos se refiere al matrimonio, ¿no?

— Sí, claro. Hay que ir a una oficina y allí — no lo sé exactamente —, pero en todo caso, más tarde… ya es…

— ¿Qué?

— Definitivo. Así que nadie puede decir nada. Nadie. Ni siquiera él…

— De modo que se trata de… una especie de legalización…, vaya, qué diablos…, legalizacion del adulterio, ¿no?

— No. Sí. Es decir, entonces no es adulterio, o al menos, ya no lo dice nadie. No existe adulterio, ya que, bueno, yo con Seon… sólo por un año…

— ¿Qué? — exclamé, inseguro de si había oído bien —. ¿Qué quiere decir eso? ¿Por qué por un año? ¿Un matrimonio de un año? ¿Sólo por un año? ¿Por qué?

— Es un ensayo…

— ¡Por todos los cielos negros y azules! Una prueba, vaya. ¿Y esto es el… mesk? ¿Quizá un aviso para el año siguiente?

— No sé qué es un aviso. Del adulterio sí que he oído hablar. Pero aquí significa que si al cabo de un año una pareja se separa, lo otro empieza a tener validez. Como unas nupcias.

— ¿Este mesk?

— Sí.

— Y sin él, ¿qué pasa?

— Nada. Entonces no tiene ninguna importancia.

— Aja. Entonces ya lo sé. No. Nada de mesk. Para toda la eternidad. ¿Sabes qué significa esto?

— Sí. Señor Bregg…

— ¿Qué quieres?

— Este año haré mi licenciatura de arqueología…

— Ya comprendo. Me das a entender que yo, al tenerte por tonta, soy en el fondo un tonto de remate. ¿No es eso?

— Lo ha expresado con mucha fuerza — sonrió.

— Sí. Perdona. Por lo tanto, Eri, ¿puedo hablar con él?

— ¿Sobre qué?

Apreté la mandíbula. «¡Otra vez!»; pensé.

— Vaya, por to… — Me mordí el labio inferior —. Sobre nosotros.

— Pero eso no se hace.

— ¿No? Ah, vamos. ¿Qué se hace, pues?

— Se gestiona una separación. Pero, señor Bregg, de verdad… yo…, yo no puedo…

— ¿Qué?

Confundida, se encogió de hombros.

— ¿Quiere decir esto que hemos vuelto al punto de partida de anoche? — pregunté —. Eri, no te enfades porque hable así, pero ya sabes que estoy en situación de inferioridad. No conozco todos los formulismos y costumbres, ni siquiera sé lo que es cotidiano y lo que no, por consiguiente, cómo voy a saber…

— Sí, me hago cargo, me hago cargo. Pero él y yo… Seon…

— Comprendo — dije —. Escucha, ¿y si nos sentáramos?

— Pienso mejor de pie.

— Como quieras. Escucha, Eri. Sé lo que debería hacer. Llevarte conmigo, como te dije, y marcharnos a alguna parte… Ignoro de dónde procede esta seguridad. Quizá de mi ilimitada estupidez. Pero me parece que acabarías sintiéndote bien a mi lado. Ya lo creo que sí. Sin embargo, estoy hecho de un modo que… Bueno, resumiendo: no lo haré. Con objeto, si quieres, de no obligarte. Al fin y al cabo, toda la responsabilidad de esta… llamémosla decisión mía recae sobre ti… Por consiguiente, soy un cerdo no del lado derecho sino del izquierdo. Sí. Lo veo muy bien. Lo veo con mucha claridad. Así pues, te ruego que sólo me digas una cosa: ¿cuál prefieres?

— El derecho…

— ¿Qué?

— El lado derecho de este cerdo.

Tuve que reír. Quizá con algo de histerismo.

— Santo Dios… Bueno, está bien. ¿Así que puedo hablar con él? Después. Quiero decir, yo volvería solo…

— No.

— ¿No se hace así? Es posible. Pero tengo la sensación de que debería hacerlo, Eri…

— No. Se lo ruego… encarecidamente. De verdad. No. ¡No!

De repente brotaron lágrimas de sus ojos. La rodeé con ambos brazos.

— ¡Eri! ¡No! De acuerdo, no. Haré lo que tú quieras, pero no llores. Por favor, no llores así.

Para, ¿me oyes? O llora…, ni siquiera sé ya…

— Yo… no sabía que esto… te… — murmuró, sollozando.

La llevé de un lado a otro de la habitación.

— No llores, Eri… O si no, ¿sabes qué? Nos iremos… sólo por un mes. ¿Lo prefieres así? Y si entonces quieres volver, pues vuelves…

— Por favor… — dijo —, por favor…

La deposité en el suelo.

— ¿No se puede hacer así? Ya ves, no sé nada. Sólo pensé…

— Ay, ¡qué cosas tienes! Poder, no poder. No lo quiero así. ¡No lo quiero!

— Mi lado derecho se aumenta visiblemente — dije con sequedad inesperada —. Está bien, Eri.

Ya no quiero devanarme más los sesos. Cámbiate de ropa. Desayunaremos y nos marcharemos en seguida.

Me miró con huellas de lágrimas en los ojos. Se dominó a la perfección. Arqueó las cejas.

Me pareció que iba a decir algo más, algo poco halagador para mí, pero se limitó a suspirar y se fue en silencio. Me senté a la mesa. Mi repentina decisión, como en una historia de aventuras, había sido flor de un momento. En realidad estaba tan decidido como una rosa de los vientos.

Me sentía un majadero. «¿Cómo puedo — me preguntaba —, cómo puedo hacerlo?» ¡Vaya lío!

Olaf apareció en el umbral.

— Hijo mío — me interpeló —, lo lamento. Es el colmo de la indiscreción, pero lo he oído todo.

No pude evitarlo. Habría que cerrar las puertas, y además tu voz es muy potente. Hal… estás superándote. ¿Qué esperas de una muchacha? Que te salte al cuello sólo porque una vez, en Kere…

— ¡Olaf! — rugí.

— Sólo la paz puede salvarnos. Verás, una arqueóloga hizo un bonito descubrimiento. Ciento sesenta años ya pueden llamarse antigüedad, ¿no?

— Tu clase de humor…

— No te atrae, lo sé. A mí tampoco. Pero ¿qué me quedaría de él si no te conociera tan a fondo? El entierro de un amigo y punto final. Hal, Hal…

— Sé muy bien cómo me llamo.

— ¿Qué quieres, pues? ¡Vamos, capellán! Comamos y pongámonos en camino.

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