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Ahora ya no sabía nada, todo se había fundido en una oscuridad sin forma; estaba entumecido. Ella se estremeció. Lentamente, se volvió de lado, pero no movió la cabeza de mi hombro. Murmuró algo y continuó durmiendo.

Intenté imaginar la cromosfera de Arturo. Un espacio gigantesco y vacío por el que he volado muchas veces, girando en un espantoso e invisible carrusel de fuego, con los ojos hinchados y llorosos, repitiendo continua e insensiblemente: «Sonda. Cero. Siete. Sonda.

Cero. Siete. Sonda. Cero. Siete.» Miles y miles de veces, por lo que más tarde sólo el recuerdo de estas palabras me hacía estremecer. Las llevaba grabadas con fuego, como si fueran heridas; y como respuesta sólo crujió algo en los auriculares y se oyó un sonido ahogado en el cual mis aparatos transformaban las llamas de las protuberancias, y allí estaba Arder, su rostro, su cuerpo y su cohete transformados en un gas radiante… ¿Y Thomas? El desaparecido Thomas, de quien nadie sabía qué… ¿Y Ennesson? No nos llevábamos bien; en realidad yo no podía soportarle. Pero en la cámara de presión luché con Olaf porque no me quería dejar ir hacia allí, pues era demasiado tarde; ¡vaya generosidad la mía, por todos los cielos! Sólo que no era generosidad sino una cuestión de precio. Ya lo creo que sí. Porque cada uno de nosotros era de un valor incalculable, la vida humana alcanzaba allí su valor máximo, allí donde ya no podía tener ninguno, donde sólo estaba separada del fin por un hilo ya casi inexistente. Aquel hilo o aquel contacto en la radio de Arder. Aquel empalme en el reactor de Venturi, que Voss no comprobó lo suficiente — tal vez se soltó de repente, pues también esto ocurre, que el metal envejezca —, y Venturi dejó de existir cinco segundos después. ¿Y el regreso de Thurber? ¿Y la prodigiosa salvación de Olaf, que se perdió cuando su antena de dirección resultó perforada? ¿cuándo? ¿De qué manera? Nadie lo sabía. Olaf regresó… por milagro. Sí, una posibilidad entre un millón. ¡Y yo mismo… vaya suerte que tuve! ¡Vaya suerte extraordinaria e imposible…! Tenía el brazo dormido, lo cual me daba una sensación agradable e indescriptible. «Eri — llamé en mis pensamientos —, Eri.» Como el trino de un pájaro. ¡Qué nombre!

Un gorjeo… Cómo fastidiábamos a Ennesson para que imitara los trinos de los pájaros.

Lo sabía hacer, ¡y qué bien! Y cuando perdió la vida, lo mismo ocurrió con todos esos pájaros…

Pero todo esto no tardó en ser confuso, y me hundí, nadé a través de la oscuridad. En el último momento antes de dormirme se me antojó estar allí, en mi puesto, en la litera, muy bajo y muy cerca del suelo de hierro, y junto a mí estaba el pequeño Arne… Entonces me desvelé de nuevo unos momentos. No, Arne ya no vivía, y yo estaba en la Tierra. La muchacha respiraba tranquilamente.

— Bendita seas, Eri — dije en un susurro, aspiré el olor de sus cabellos y me quedé dormido.

Abrí los ojos sin saber dónde estaba, ni desde luego, junto a quién. Los cabellos oscuros desparramados sobre mi hombro — no le sentía como si fuera algo extraño a mi cuerpo — me dejaron perplejo. Fue sólo una fracción de segundo. En seguida lo supe todo. El sol aún no había despuntado, y la mañana, de un blanco lechoso, sin un atisbo de amanecer, clara y de un frío penetrante, estaba en la ventana. A esta luz temprana vi el rostro de Eri como si lo viera por primera vez. Dormía profundamente, respirando con los labios muy cerrados; no debía estar muy cómoda sobre mi hombro, ya que colocó una mano bajo su cabeza y arqueó las cejas como si todavía la dominara el asombro. Este movimiento fue muy leve; pero yo la contemplaba con atención, como si en aquel rostro estuviera escrito mi propio destino.

Pensé en Olaf. Con extremo cuidado, empecé a retirar el brazo. Esta precaución resultó totalmente innecesaria, pues ella dormía muy bien, y además soñaba; me detuve, no tanto para adivinar el sueño como para saber si era desagradable. Su rostro era casi infantil. No, no había nada desagradable en el sueño. Me aparté de ella y me levanté. Llevaba el albornoz puesto, tal como me había acostado. Salí descalzo al pasillo, cerré la puerta con cuidado, muy lentamente, y con las mismas precauciones entré en el cuarto de Olaf. La cama estaba intacta.

Se hallaba sentado ante la mesa y dormía, con la cabeza apoyada en una mano. No se había desnudado, tal como yo supuse. Ignoro qué le despertó; ¿mi mirada, tal vez? De pronto sus ojos claros me dirigieron una mirada penetrante, y se desperezó y estiró con grandes ademanes.

— Olaf — dije —, aunque viviera cien años…

— Cierra la boca — replicó con gran amabilidad —. Hal, siempre tuviste inclinaciones nefastas…

— ¿Ya empiezas otra vez? Sólo quería decirte…

— Ya sé qué querías decirme. Siempre sé qué quieres decirme con una semana de anticipación. Si en el Prometeo hubiéramos tenido un capellán, tú habrías sido el más indicado. ¡Por el mismísimo diablo, cómo no se me ocurrió antes! ¡ Entonces te habría hecho rezar, Hal! ¡Nada de sermones, ni grandes palabras, ni juramentos, imprecaciones y demás! ¿Cómo va todo? Bien, ¿no?

— No lo sé. Así parece. Si te… te interesa… entre nosotros no ha pasado nada.

— Primero tendrías que arrodillarte — observó —, y seguir hablando de rodillas. Viejo idiota, ¿te he preguntado semejante cosa? Hablo de las perspectivas y cosas por el estilo.

— No tengo idea. Y verás, voy a decirte algo: ella tampoco tiene idea. Le he dado en la cabeza como con una piedra.

— Ya. Esto es desagradable — opinó Olaf, mientras se desnudaba y buscaba su bañador —.

¿Cuánto pesas? ¿Ciento diez?

— Más o menos. No hace falta que busques; llevo puesto tu bañador.

— Por todos los diablos, siempre has de meter la pezuña en todo — gruñó, y al ver que yo iba a quitarme el bañador-: Déjalo, tonto. Tengo otro en la maleta.

— ¿Cómo se gestiona un divorcio? ¿Lo sabes, por casualidad? — pregunté.

Olaf, agachado ante la maleta, me miró. Sonrió entre dientes.

— No, no lo sé. Me gustaría saber cómo me podría haber enterado. Sin embargo, oí decir que es como un estornudo. Y ni siquiera hay que brindar. ¿No existe por aquí un cuarto de baño decente, provisto de agua?

— Ni idea, pero no lo creo. Sólo los que ya conoces.

— Sí. Un chorro de aire refrescante que huele a elixir dental. Espantoso. Vamos a la piscina.

Sin agua no me siento lavado. ¿Duerme ella?

— Sí.

— Entonces, vamos.

El agua estaba fría y deliciosa. Hice un tirabuzón hacia atrás; me salió magnífico. Hasta ahora no lo había logrado nunca. Salí a la superficie resoplando y ahogándome, pues había tragado agua por la nariz.

— Cuidado — me advirtió Olaf desde el borde —, ahora tienes que ser precavido. ¿Te acuerdas de Markel?

— Sí. ¿Por qué?

— Estuvo en cuatro lunas de Júpiter llenas de amoníaco, y cuando regresó, aterrizó y salió serpenteando de su cohete, cubierto de trofeos como un árbol de Navidad, tropezó y se rompió la pierna. O sea que debes tener cuidado ahora, te lo digo yo.

— Lo tendré. El agua está terriblemente fría. Voy a salir.

— Bien hecho. Podrías pillar un resfriado. Yo no había tenido ninguno en diez años, y en cuanto llegué a la Luna, empecé a toser.

— Porque allí hay demasiada sequedad — dije con expresión muy seria. Olaf rió y me salpicó la cara de agua al saltar muy cerca de mí.

— Efectivamente, es muy seca — convino mientras nadaba —. Es una buena descripción. Seca y muy incómoda.

— Oí, me voy corriendo.

— Muy bien. Nos encontraremos para desayunar. ¿O no?

— Naturalmente.

Corría hacia arriba, secándome por el camino. Ante la puerta, contuve el aliento y miré hacia dentro con cuidado. Continuaba dormida. Aproveché la oportunidad y me vestí con rapidez. Incluso pude afeitarme en el cuarto de baño.

Entonces volví a asomarme a la habitación; me pareció que se había movido. Cuando me acerqué a la cama de puntillas, abrió los ojos.

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