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— Sí. Demasiado para mi gusto — contesté.

Fue hasta el borde y saltó con ligereza. Ahora sólo veía su silueta. El traje de baño era oscuro.

£ agua chapoteó. Sacó la cabeza delante de mis piernas.

— ¡Uf, horrible! — resopló —. ¿Qué han hecho? Hay que echar agua fría. ¿Sabe usted cómo se hace?

— No, pero lo sabré en seguida.

Salté por encima de su cabeza y nadé hasta el fondo, hasta que toqué el suelo con los brazos extendidos; entonces seguí nadando casi pegado al fondo de cemento. Como de costumbre, bajo el agua había más luz que fuera, por lo que pude encontrar las aberturas de las tuberías, que estaban en el lado que miraba a la casa. Emergí, algo falto de aliento por haber estado tanto rato bajo el agua.

— ¡ Bregg! — oí su voz, — Estoy aquí. ¿Qué pasa?

— Tenía miedo… — confesó en voz más baja.

— ¿Por qué?

— Tardaba tanto en subir…

— Ahora sé dónde están los conductos; ¡en seguida estará arreglado! — grité y corrí hacia la casa. Podía haberme ahorrado la heroica inmersión, pues los grifos estaban bien a la vista, en una pequeña columna próxima a la veranda. Abrí el grifo del agua fría y volví a la piscina —.

Arreglado. Ahora tardará un poco.

— Sí.

Se hallaba bajo el trampolín y yo en el lado estrecho de la piscina, como si tuviera miedo de acercarme, así que me fui aproximando a ella lentamente, como sin darme cuenta. Ya me había acostumbrado a la oscuridad y podía distinguir sus facciones. Miraba hacia el agua. El gorrito blanco le sentaba realmente bien. Y parecía más alta que cuando iba vestida.

Así permanecí largo rato junto a ella, hasta que me pareció una falta de tacto y me senté bruscamente. «Eres un tarugo», me burlé de mí mismo'. Pero no logré que se me ocurriera nada. Las nubes eran más densas y la oscuridad también, pero no parecía que fuera a llover.

Hacía bastante fresco.

— ¿No tiene frío?

— No. ¿Señor Bregg?

— ¿Sí?

— El agua no da la impresión de estar subiendo.

— Porque he abierto el desagüe…, pero ahora ya es suficiente. Voy a cerrarlo de nuevo.

Cuando volví de la casa se me ocurrió la idea de que podía llamar a Olaf. Era una idea tan tonta que casi me eché a reír. De modo que tenía miedo de ella…

Di un salto plano y emergí casi en seguida.

— Creo — que ahora está bien. Si he exagerado un poco la nota, dígamelo y añadiré agua caliente.

Ahora se veía claramente cómo bajaba el nivel del agua, ya que el desagüe aún estaba abierto. La muchacha — vi su esbelta sombra y las nubes en último término — parecía indecisa.

Tal vez ya no deseaba bañarse. Tal vez quería volver a la casa, pensé con rapidez, y sentí una especie de alivio. Pero en el mismo momento, saltó sobre las piernas y emitió un ligero grito, porque el agua ya era muy poco profunda; yo no había tenido tiempo de avisarla. Debió de chocar contra el fondo con los pies; se tambaleó, pero no cayó. Salté en su ayuda.

— ¿Le ha pasado algo?

— No.

— Es culpa mía. Soy idiota.

Ahora estábamos ambos en el agua, que nos llegaba a la cintura. Ella se puso a nadar. Fui hasta el borde, corrí hacia la casa, cerré el desagüe, y volví. No podía verla en ninguna parte.

Me metí en el agua sin hacer ruido, nadé hasta el otro extremo de la piscina, me puse de espaldas y, moviendo ligeramente los brazos, me sumergí hasta el fondo. Cuando abrí los ojos vi la oscura superficie del agua, rizada por pequeñas olas. El agua me hizo flotar y empecé a nadar en posición vertical, y entonces la vi. Estaba junto a la pared de la piscina. Nadé hacia ella. El trampolín se encontraba en el lado opuesto; aquí el nivel del agua era más bajo, y pronto pude moverme sobre los pies. El agua rumoreaba a mi paso. Vi su rostro; me miraba.

Quizá por el ímpetu de mis últimos pasos — puesto que es difícil caminar por el agua, y tampoco es fácil detenerse de repente —, el caso es que de improviso me encontré muy cerca de ella. Tal vez no hubiera pasado nada si hubiese retrocedido, pero permaneció donde estaba, con la mano apoyada en el primer escalón que sobresalía del agua, y yo estaba ya demasiado cerca para poder decir algo, ocultarme detrás de un diálogo…

La abracé con fuerza; estaba fría, resbaladiza como un animal extraño y desconocido. Y de improviso, en este contacto fresco y casi inanimado, encontré una mancha ardiente — su boca-; ella no se movió y yo la besé, la besé una y otra vez; fue el más puro delirio. Ella no se defendió, no ofreció ninguna resistencia; parecía realmente como si estuviera muerta. La agarré por los hombros, levanté su rostro para verlo, para mirarla a los ojos, pero ya era tan oscuro que apenas habría podido adivinar su figura si no la hubiera tocado. No temblaba. Sólo había unos latidos; mi corazón o el suyo, no lo sabía. Así permanecimos hasta que ella, lentamente, empezó a liberarse de mis brazos. La solté inmediatamente. Subió los peldaños; la seguí, la abracé de nuevo; ahora sí que temblaba. Quise decir algo, pero no encontré la voz.

La apreté con fuerza contra mi pecho y así nos quedamos hasta que ella volvió a intentar desasirse, sin empujarme, como si yo no estuviera allí. Mis brazos cayeron. Ella se apartó. A la luz que salía de mi ventana le vi recoger el albornoz, que no se echó sobre los hombros, y dirigirse a las escaleras. En la puerta y en el vestíbulo aún había luz. Vi gotas de agua en su espalda y sus caderas. Entonces cerró la puerta y desapareció.

Durante un segundo tuve la tentación de saltar al agua y no emerger nunca más.

Realmente, nunca había tenido una idea semejante. Era todo tan insensato, tan imposible. Y aún había algo peor: ignoraba qué ocurriría y qué haría yo ahora. Y ella… ¿por qué se había portado de modo tan…, tan… singular? ¿Quizá el miedo la había paralizado? Ay, sólo miedo y nada más que miedo. No, era otra cosa. Pero ¿qué? ¿Cómo podía saberlo? Tal vez Olaf. Pero ¿acaso era yo un mozalbete de quince años, que besa a una chica y en seguida ha de correr a pedir consejo a un amigo?

«Pues, sí — pensé —, eso es exactamente lo que voy a hacer.» Entré en la casa, después de sacudir la arena de mi albornoz. En el vestíbulo había mucha luz. Me acerqué a su puerta.

«Tal vez me permita entrar», pensé. Si lo hacía, quizá dejaría de importarme. Quizá sería el fin. O recibiría una bofetada. Pero no. Son buenos, están betrizados, no pueden hacerlo. Sólo me dará un bombón, lo que seguramente me hará bien.

Me quedé así durante unos cinco minutos y pensé en las cuevas subterráneas de Kerenea, en aquel famoso agujero del que tanto hablaba Olaf. ¡Bendito agujero! Al parecer era un antiguo volcán. Arder quedó atrapado entre unas rocas, sin poder moverse, y la lava ya empezaba a subir. En realidad no era lava, pues como afirmó después Venturi, aquello era una especie de geyser. Arder… Oímos su voz. Por radio. Entonces yo bajé y le saqué de allí. ¡Dios mío! Prefería diez veces más aquello que esta puerta. Ningún ruido. Nada.

Si al menos la puerta tuviera un picaporte. No, esto era una pequeña placa. En mi puerta de arriba no había este sistema. Apenas sabía si era algo parecido a una cerradura o si se abría empujando. Seguía siendo el mismo salvaje de Kerenea.

Levanté la mano y me detuve, indeciso. ¿Y si la puerta no se abre? Sólo la suposición de semejante fracaso me daría mucho que pensar durante largo tiempo. Y sentí que a medida que pasaba el rato, me iba debilitando, como si las fuerzas me abandonaran. Toqué la placa. No cedió. Apreté más.

— ¿Es usted? — preguntó su voz. Tenía que estar muy cerca de la puerta.

— Sí.

Silencio. Medio minuto, un minuto entero.

La puerta se abrió. Ella estaba en el umbral, vestida con una bata de tela esponjosa. Los cabellos se le esparcieron sobre el cuello de la bata. Era difícil de creer, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que eran castaños.

Sólo había abierto una rendija y tenía la mano en la puerta. Cuando avancé un paso, ella retrocedió. La puerta se cerró detrás de mí, sola y sin el menor ruido.

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