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— Por el orín. Mi tubo se había reventado.

— Ya lo sé. ¿A quién se lo cuentas? Yo mismo arreglé después ese mismo tubo. Vaya aspecto que tenías. Y un poco después…

— ¿El incidente con Gimma?

— Sí. No figura en las actas. Y el propio Gimma cortó las bandas sonoras una semana después. Pensé que ibas a estrangularle. Por todos los cielos.

— No me hables de eso — dije. Sentía que pronto empezaría a temblar —. ¡No hables más de eso, Olaf, te lo ruego!

— No te pongas así. Arder era más amigo mío que tuyo.

— Más o menos amigo…, ¿qué tiene que ver aquí? Eres un idiota. ¡Si Gimma le hubiese dado un aparato de repuesto, ahora estaría aquí con nosotros! Pero Gimma siempre quería economizar en todo; tenía miedo de quedarse sin transistores. ¡ En cambio no tenía miedo de quedarse sin hombres! Yo… — me interrumpí —. ¡Olaf, esto es una locura! No sigamos.

— Hal, me parece que no podemos dejarlo, al menos mientras estemos juntos. Entonces Gimma no tenía más…

— ¡Déjame en paz con Gimma, Olaf! Basta, se acabó. ¡ No quiero oír ni una palabra más!

— ¿Tampoco puedo hablarte de mí?

Me encogí de hombros. El robot blanco se acercó para quitar la mesa, pero sólo miró desde el vestíbulo y se fue. Tal vez le había asustado el tono exagerado de nuestras voces.

— Hal, dime. ¿Por qué estás tan enfadado?

— No te hagas el tonto.

— No, dime la verdad.

— ¿Qué quiere decir «por qué»? Fui yo quien tuvo la culpa.

— ¿Qué?

— Sí, de lo de Arder.

— ¿Qué? — repitió.

— Claro. Si antes de la salida me hubiese negado, Gimma habría tenido que…

— ¡Vamos! ¿Cómo podías saber que se le estropearía precisamente la radio? ¿Y si hubiera sido otra cosa?

— Sí, sí… Pero no fue otra cosa. Fue la radio.

— Espera. ¿Y has llevado esto dentro durante seis años sin decir nada?

— ¿Qué iba a decir? Creía que estaba suficientemente claro, ¿no?

— ¡Por todos los cielos! ¡Qué dices, hombre! Reflexiona un poco. Si lo hubieras dicho, todos se habrían dado un golpe en la frente. ¿Y acaso también fue culpa tuya que a Ennesson se le desfocalizara el haz? ¿Eh?

— No. El… Las interferencias ocurren.

— ¡No voy a saberlo! Lo sé todo, igual que tú. No te preocupes, Hal, pero no estaré tranquilo hasta que me digas…

— ¿Qué quieres ahora?

— Que todo esto no son más que fantasías tuyas. Es una verdadera locura. El propio Arder te lo diría, si pudiera.

— Muchas gracias.

— Hal, si ahora te propinara un…

— Cuidado. Peso más que tú.

— ¡Pero yo estoy más furioso! ¿Comprendes, idiota, ahora?

— Olaf, no grites tanto. No vivimos solos aquí.

— Está bien, está bien. Pero es un absurdo, ¿sí o no?

— No.

Olaf inspiró aire hasta que se le blanquearon las ventanas de la nariz.

— ¿Por qué no? — preguntó casi con suavidad.

— Porque…, porque yo ya había observado antes la tacañería de Gimma. Mi deber era tenerla en cuenta y presionar a Gimma, y hacerlo antes de volver con la esquela de Arder. Fui demasiado blando. Por eso.

— Bien, está bien. Fuiste demasiado blando. ¿Es eso? ¡No! Yo… ¡Escucha, Hal! No puedo más. Me marcho de aquí.

Saltó de la silla. Yo también.

— Vamos, ¿es que te has vuelto loco? — grité —. ¿Te quieres marchar? Y sólo porque…

— Pues sí. ¿Acaso tengo que escuchar tus desvaríos? No pienso hacerlo. Arder no contestó, ¿verdad?

— Calla.

— ¿Contestó?

— No.

— ¿Pudo tener una pérdida de energía?

Guardé silencio.

— ¿Cuántas averías pudo tener? ¿Y si cayó en una franja de ecos? Tal vez su señal se extinguió entre las turbulencias cósmicas. Tal vez sus emisores se desmagnetizaron al pasar sobre la mancha, y…

— Ya es suficiente.

— ¿No quieres darme la razón? Deberías avergonzarte.

— Aún no he dicho nada.

— Precisamente. ¿Es que no podría haberle pasado cualquiera de las cosas que acabo de mencionar?

— Sí…

— Entonces, ¿por qué te empeñas en que fuera la radio, la radio y nada más que la radio?

— Tal vez tengas razón… — dije. Me sentía terriblemente cansado, y todo se me antojaba indiferente —. Tal vez tengas razón — repetí —. La radio… era sólo lo más probable, ¿sabes? No.

No añadas nada más ahora. Ya hemos hablado de ello demasiado. Lo mejor es no volver a mencionarlo.

Olaf se acercó a mí.

— Viejo alazán — dijo —, desgraciado y viejo alazán… Tienes demasiadas cosas buenas, ¿lo sabías?

— ¿Qué cosas buenas crees que tengo?

— El sentido de la responsabilidad. Pero hay que ser moderado en todo. ¿Y qué harás ahora?

— ¿Con qué?

— Ya lo sabes…

— No.

— Es difícil, ¿verdad?

— No puede serlo más.

— ¿Quieres marcharte conmigo? O solo, a cualquier parte. Si quieres, te ayudaré. Puedo llevarme tus cosas, o las dejas aquí, o…

— ¿Opinas que debo huir?

— No opino nada. Pero cuando te veo así, sólo un poco furioso, muy poco, como hace un rato, entonces…

— Entonces, ¿qué?

— Entonces empiezo a pensar.

— No quiero irme de aquí. ¿Sabes lo que te digo? No quiero moverme de aquí para nada. Ni siquiera si…

— ¿Qué?

— Nada. ¿Qué dijo el del taller? ¿Cuándo estará listo el coche? ¿Mañana u hoy mismo? Lo he olvidado.

— Mañana temprano.

— Bien. Fíjate: ya está oscureciendo. Hemos comadreado toda la tarde…

— ¡Que el cielo te proteja contra tales comadrees!

— ¿Nos bañamos otra vez?

— No. Me gustaría leer algo. ¿Qué me puedes dar?

— Elige lo que quieras. ¿Sabes manejar esos granos de cristal?

— Sí. Y espero que no tengas esa especie de… máquina de lectura con voz de caramelo.

— No. Sólo tengo el opton.

— Muy bien. Me lo llevo. ¿Y tú estarás en la piscina?

— Sí, pero antes subiré contigo. He de cambiarme.

Arriba le di unos cuantos libros, en su mayoría históricos, y un trabajo sobre la estabilización de la dinámica de la población, ya que le interesaba, y un libro de biología con un extenso apartado sobre la betrización. Entonces me desnudé y busqué el bañador, pero como no pude encontrarlo, me puse uno negro de Olaf, me eché el albornoz sobre los hombros y salí de la casa.

El sol ya se había puesto. Del oeste venían unos grandes nubarrones que oscurecían la parte más clara del cielo. Tiré el albornoz sobre la arena, que ya se había enfriado algo tras el calor del día. Me senté y toqué el agua con los dedos de los pies. Aquella conversación me había afectado más de lo que quería confesarme a mí mismo. La muerte de Arder era como una astilla clavada en mi cuerpo. Pero quizá Olaf tenía razón. Quizá era sólo la memoria, que no quería resignarse a olvidar…

Me levanté y salté simplemente, con la cabeza hacia abajo. El agua estaba caliente, pero como la esperaba fría, me quedé algo desconcertado por la sorpresa. Nadé. El agua estaba tan caliente que me parecía estar nadando en un caldo. Salí por el lado opuesto, dejando en el borde las huellas oscuras de mis manos. Sentí una punzada en el corazón; la historia de Arder me había transportado a un mundo totalmente distinto. Sin embargo, ahora, quizá porque el agua estaba tan caliente, me acordé de la muchacha. Y fue como si me acordara de algo terrible, de una desgracia que no podía evitar y era preciso evitarla.

Tal vez esto era también una fantasía. Di vueltas a esta idea en mi mente, inseguro, acurrucado en la creciente oscuridad. Apenas veía mi propio cuerpo; mi bronceado me ocultaba en la penumbra. Las nubes llenaban ahora todo el cielo, y de repente, demasiado de prisa, se hizo de noche. Algo blanco se acercaba a mí desde la casa. Era el gorro de baño de ella. Me sobrecogió el pánico. Me levanté lentamente, a punto de echar a correr, pero ella ya me veía contra el fondo del cielo.

— ¿Señor Bregg? — preguntó en voz baja.

— Sí, soy yo. ¿Quiere bañarse? No…, no la estorbaré. Ya me iba…

— ¿Por qué? No me estorba en absoluto… ¿Está caliente el agua?

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