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Al cabo de una hora ya no me sentía tan seguro. Los argumentos de Starck eran muy difíciles de refutar. Se basaba en los escasos datos procedentes de las dos primeras expediciones, que habían precedido a las nuestras; nosotros las llamábamos «pinchazos», ya que sólo eran sondeos a una distancia de algunos años luz. Starck hizo tablas estadísticas de la probable diseminación, o, dicho de otro modo, «densidad de población» de toda la galaxia.

Calculó que la probabilidad de encontrar seres inteligentes era de uno a veinte. En otras palabras: por cada veinte expediciones — dentro de los límites de mil años luz —, sólo una tenía la posibilidad de descubrir un planeta habitado. Pero este resultado — aunque sonaba más bien pobre — parecía a Starck bastante interesante; el plan de los contactos cósmicos no se desmoronaba, en su análisis, hasta la segunda parte de la argumentación.

Me irrité bastante al leer lo que escribía este autor desconocido para mí acerca de expediciones como la nuestra, es decir, las emprendidas antes del descubrimiento del efecto de Mitke y los inventos parastáticos: las consideraba absurdas. Sin embargo, gracias a él leí ahora por primera vez que — al menos en principio — es posible la construcción de una nave que pueda desarrollar una aceleración de. e incluso de. g. La tripulación de una nave semejante no notaría la aceleración ni el frenado: en las cubiertas habría una gravedad constante, igual a la de la Tierra. Así pues, Starck confesaba que eran posibles los vuelos a las fronteras galácticas, incluso a otras galaxias — la transgalaxodromia con la que tanto había soñado Olaf —, y ello dentro de pocos años. A una velocidad que sería solamente una minúscula fracción menor que la de la luz, la tripulación habría envejecido apenas unos meses cuando regresara a la Tierra después de volar hasta el centro de la metagalaxia.

Sin embargo, en la Tierra habrían pasado mientras tanto no cientos, sino millones de años.

La civilización hallada por los astronautas a su regreso ya no podría acogerles; un hombre de Neandertal se habría acostumbrado con más facilidad a nuestro modo de vida.

Pero esto no era todo. No se trataba de la suerte de un grupo de hombres. A través de ellos la humanidad formulaba preguntas que debían ser contestadas por sus enviados. Si sus respuestas estaban relacionadas con el grado de desarrollo de la civilización, la humanidad tenía que conocerlas antes de su regreso, ya que entre las preguntas y la llegada de la contestación habrían pasado millones de años.

Pero tampoco esto era todo. La contestación ya no tenía actualidad, no servía de nada, puesto que traía noticias del estado de otra civilización, extra-galáctica, que databan del tiempo de su llegada a otra galaxia. Pero aquel mundo no se había detenido durante su regreso, sino que había avanzado uno, dos o tres millones de años. De este modo, las preguntas y respuestas se cruzaban en zigzag, llevaban un retraso de centenares de siglos, los cuales convertían en ficción cualquier intercambio de experiencias, valores y pensamientos.

Así pues, los que volvían eran intermediarios y portadores de noticias muertas, y su obra un acto de atolondrada e irreversible alienación de la historia dé la humanidad. Las expediciones espaciales constituían una deserción hasta ahora desconocida, la deserción más costosa de todas de la esfera de los cambios históricos.

¿Y por una locura semejante, por un desatino sin recompensa ni utilidad tenía que malgastar la Tierra sus mayores esfuerzos y renunciar a sus mejores hombres?

El libro terminaba con un capítulo sobre la posibilidad de ulteriores expediciones con ayuda de los robots. Estos, naturalmente, tampoco traerían otra cosa que noticias pasadas, pero así se evitaría al menos la pérdida de vidas humanas.

Luego había un apéndice de tres páginas en el que se intentaba responder a la pregunta de si existía la posibilidad de viajar a velocidades superiores a la de la luz, tal vez en uno de los llamados «contactos instantáneos con el cosmos», es decir, el paso por todo el espacio casi sin emplear tiempo, gracias a las cualidades todavía desconocidas de la materia y el espacio, por medio de una especie de «telecontacto». Esta teoría, o mejor dicho, esta hipótesis, que no se apoyaba en casi ningún hecho, tenía su nombre: teletaxia. Starck creía poseer un argumento que también destruía esta última posibilidad. Si existía realmente — afirmaba —, tenía que haber sido descubierta por una de las civilizaciones más desarrolladas de nuestra galaxia, o de cualquier otra. En tal caso sus miembros podrían «televisitar» en un tiempo mínimo todos los soles y sistemas planetarios, incluyendo el nuestro. Sin embargo, la Tierra aún no había sido «televisitada», lo cual probaba que esta clase de viajes relámpago por el cosmos podían ser imaginados, pero no convertidos en realidad.

Volví a la casa un poco aturdido, con la sensación casi infantil de haber sido ofendido personalmente. Ese hombre, el tal Starck, a quien no había visto nunca, me ofendía como nadie lo había hecho. Mis conocimientos insuficientes son incapaces de transmitir la despiadada lógica de sus manifestaciones. Ya no recuerdo cómo llegué a mi habitación ni cómo me cambié de ropa; de improviso sentí deseos de fumar y observé que estaba fumando hacía rato, acurrucado sobre la cama, como si esperase algo.

Ah, claro: la comida, la comida en común. Ocurría que me atemorizaba un poco la gente, aunque no quisiera confesárselo a nadie, ni siquiera a mí mismo. Por eso había aceptado con tanta rapidez compartir la villa con unos extraños. Tal vez el hecho de que esperase a estos extraños era lo que me inspiraba aquella singular precipitación, como si tuviera que dejarlo todo hecho y prepararme para su presencia, iniciado ya en los secretos de esta nueva vida.

Quizá no habría dicho esto con tanta claridad por la mañana. Pero después de leer el libro de Starck me abandonó de pronto la timidez del encuentro. Saqué del aparato de lectura el cristal azulado, semejante a un pequeño grano, y lo dejé sobre la mesa, lleno de asombro y temor. Este objeto diminuto me había puesto fuera de combate. Por primera vez desde mi regreso pensé en Thurber y Gimma; deseé volver a verles. Tal vez este libro tenía razón, pero siempre hay otra razón detrás de nosotros. Nadie puede tener una razón absoluta; es imposible.

Una señal cantarína me sacó de mi aturdimiento. Me estiré el suéter y bajé, dueño de mí mismo y ya más tranquilo. El sol brillaba a través de la parra de la galería, el vestíbulo, como siempre por la tarde, estaba lleno de una luz indirecta y verdosa. En la mesa del comedor había tres cubiertos.

Cuando entré, la puerta de enfrente se abrió y los otros dos aparecieron. Eran bastante altos para este tiempo. Nos encontramos a medio camino, como los diplomáticos. Dije mi nombre, nos estrechamos la mano y nos sentamos a la mesa.

Sentía una especie de sosegada confusión, como un boxeador que acaba de ponerse en pie tras ser derrotado por una técnica impecable. Así es como contemplé a la joven pareja, como desde un palco.

La muchacha tendría apenas veinte años. No comprendí hasta mucho después que era imposible describirla y que seguramente no se parecía a sus propias fotos: ni siquiera al día siguiente podía recordar qué clase de nariz tenía — recta o algo respingona —. Su modo de alargar la mano para coger un plato me deleitaba como algo valioso, como una sorpresa que no se produce todos los días; sonreía con poca frecuencia y brevemente, como si desconfiara de sí misma o se considerase demasiado impulsiva, demasiado alegre, o quizá también demasiado insolente, y tratara de no demostrarlo. Pero cada vez huía de su propia seriedad, se daba cuenta de ello y se divertía.

Como es natural, no dejaba de atraer mis miradas, y yo tenía que luchar para desviarlas.

No obstante, seguía contemplándola fijamente; sus cabellos parecían estar llamando al viento.

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