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Se esperaba, como es natural, una gran división de los pueblos. La ley no entró en vigor hasta cinco años después de su promulgación. Durante este tiempo se formaron gigantescos cuadros de educadores, psicólogos y especialistas, que debían velar por el apropiado desarrollo de la nueva generación. Era necesaria una serie de reformas escolares, cambios de repertorio en los espectáculos, temas de lectura y películas. La betrización — para expresar en pocas palabras el alcance de este enorme cambio — absorbió en los diez primeros años el cuarenta por ciento de la renta nacional de toda la Tierra, debido a sus numerosas y ramificadas consecuencias y necesidades.

Fue una época de grandes tragedias. La juventud betrizada se alejó de sus propios progenitores. Ya no compartía sus intereses y aborrecía sus inclinaciones sangrientas. Durante un cuarto de siglo tuvieron que existir dos clases de revistas, libros y obras de teatro: una para los miembros de la vieja generación y otra para los de la nueva.

Todo esto ocurrió ochenta años atrás. Actualmente nacían los hijos de la tercera generación betrizada, y de los no betrizados sólo vivía un número insignificante: eran ya ancianos de ciento treinta años. Lo que había constituido la esencia de su juventud parecía tan lejano a la nueva generación como las tradiciones de la Edad de Piedra.

En el libro de historia encontré por fin informaciones sobre el segundo suceso en importancia del siglo pasado. Se trataba del triunfo sobre la gravitación. Incluso se había llamado a dicha época el «siglo de la parastática». Mi generación soñaba con dominar la gravitación, esperando que significara una transformación total de la astronáutica. La realidad fue distinta: la transformación tuvo lugar, pero afectó sobre todo a la Tierra.

Uno de los horrores de mi tiempo era el problema de la «muerte en tiempos de paz», causado por los accidentes de tráfico. Todavía recuerdo que los cerebros más preclaros se esforzaban por reducir las estadísticas siempre en ascenso de los accidentes mediante la disminución del tráfico en las calles y carreteras continuamente atestadas. Cientos de miles de personas perdían anualmente la vida en accidentes de circulación; el problema parecía tan insoluble como el de la cuadratura del círculo. «No existe una garantía de seguridad para el peatón — se decía-; el mejor avión, el coche o el tren más resistente puede escapar al control humano; los autómatas son más seguros que el hombre, pero también ellos sufren averías; así pues, incluso la técnica más perfeccionada tiene cierto límite de tolerancia, un tanto por ciento de errores.» La parastática, la ciencia de la gravitación, introdujo una solución tan inesperada como necesaria. El mundo de los betrizados tenía que ser un mundo de total seguridad: de lo contrario, la perfección biológica de esta intervención no habría servido de nada. Roemer tenía razón. La esencia de este descubrimiento sólo podía expresarse a través de las matemáticas; de unas matemáticas infernales, añadiría yo. Emil Mitke, hijo de un funcionario de Correos, un genio lisiado, dio con una solución general, válida «para todos los universos posibles», que hacía con la teoría de la relatividad lo mismo que hiciera Einstein con la teoría de Newton. Era una historia larga, extraordinaria e inverosímil como todas las historias verdaderas, una mezcla de cosas insignificantes e importantes, de la ridiculez humana con la grandeza humana, que al final, al cabo de cuarenta años, culminó con la aparición de la «cajita negra».

Todo vehículo, todo barco y todo avión tenía que poseer imprescindiblemente esta cajita negra: garantizaba — como Mitke observó bromeando en el ocaso de su vida — la salvación en este mundo; en una situación de peligro — la caída de un avión, el choque de automóviles o trenes, en suma, cualquier catástrofe — liberaba una carga de «anticampo gravitacional», que al formarse y entrar en contacto con la inercia producida por el choque (dicho en términos generales, una deceleración repentina, una pérdida de velocidad), daba un cero como resultado final. Este cero matemático era una realidad absoluta: absorbía todo el choque, toda la energía del accidente, y de este modo no sólo salvaba a los pasajeros del vehículo, sino también a aquellos a quienes hubiese atropellado su incontrolada masa.

Había «cajitas negras» por doquier: incluso en grúas, ascensores, cinturones de paracaídas, transatlánticos y bicicletas. La sencillez de su construcción era tan asombrosa como complicada la teoría de su origen.

La mañana ya teñía de rojo las paredes de mi habitación cuando caí extenuado sobre la cama, consciente de haber conocido la mayor revolución de la época, después de la betrización, ocurrida durante mi ausencia de la Tierra.

Me despertó el robot, que entró con el desayuno. Era casi la una. Me senté en la cama y me aseguré de que tenía bajo la mano el libro de Starck que la noche anterior dejara a un lado:

Problemática de los vuelos estelares.

— Debe usted cenar, señor Bregg — me reprochó el robot —, pues de lo contrario perderá las fuerzas.

Tampoco es recomendable leer hasta que amanece. Los médicos lo desaconsejan, ¿sabe?

— Sí, pero ¿cómo lo sabes tú? — pregunté.

— Es mi deber, señor Bregg.

Me alargó la bandeja.

— Intentaré corregirme — observé.

— Espero que no haya interpretado mal una atención que no quería ser inoportuna — contestó.

— Claro que no — dije. Removí el café, noté cómo los terrones de azúcar se disolvían bajo la cucharilla y un asombro tan sereno como intenso me invadió; no sólo porque estaba realmente en la Tierra, porque había vuelto, no sólo por el recuerdo de la lectura nocturna, que todavía rumoreaba y fermentaba en mi cabeza, sino también por el sencillo hecho de estar sentado en la cama, de que mi corazón latiera, de estar vivo.

Me habría gustado hacer algo en honor de este descubrimiento, pero, como de costumbre, no se me ocurrió ninguna idea sensata.

— Escucha — dije al robot —, quiero pedirte una cosa.

— Siempre a su servicio.

— ¿Tienes tiempo? Entonces tócame otra vez la misma melodía de ayer, ¿quieres?

— Con mucho gusto — repuso, y al son de las alegres notas, apuré el café en tres grandes sorbos. En cuanto el robot se hubo ido, me puse el bañador y corrí hacia la piscina.

Realmente no sé por qué tenía siempre tanta prisa. Algo me impulsaba, como un presentimiento de que esta tranquilidad mía — inmerecida e inverosímil — pronto llegaría a su fin. Esta prisa constante me hizo cruzar el jardín y trepar a la palanca en un par de zancadas y sin mirar ni una sola vez a mi alrededor. Cuando ya me daba impulso, vi dos personas saliendo de detrás de la casa; por motivos evidentes, no podía observarlos desde más cerca.

Ejecuté un salto — no el mejor — y toqué el fondo. Abrí los ojos. El agua era como un cristal tembloroso, verde, las sombras de las olas bailaban sobre el fondo iluminado por el sol.

Nadé bajo el agua hasta la escalerilla, y cuando salí del agua ya no había nadie en el jardín.

Pero mis ojos bien entrenados habían fijado en su retina, a medio vuelo, la imagen invertida durante una fracción de segundo de un hombre y una mujer. De modo que ya tenía vecinos.

Dudé entre dar o no otra vuelta a la piscina, pero Starck salió victorioso. La introducción de este libro — donde hablaba de los vuelos a las estrellas, a los que calificaba de un error de juventud — me había encolerizado tanto que a punto estuve de cerrarlo con la determinación de no volver a mirarlo. Pero conseguí dominarme. Subí, me cambié y al bajar vi sobre la mesa del vestíbulo una sopera llena de frutas de color rosa pálido, que recordaban un poco a las peras. Llené de ellas los bolsillos de mis pantalones, encontré un lugar apartado, protegido en tres lados por setos de jardín, trepé a un viejo manzano, busqué una rama apropiada para mi peso y empecé allí mismo el estudio de aquella oración fúnebre al trabajo de mi vida.

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