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— Doctor…

La palabra casi se me atragantó. Me apoyé con los codos sobre el viejo escritorio.

— Excluyendo a un puñado de profesionales, esto no importa a nadie, Bregg. ¿Lo sabe?

— Sí. Me lo dijeron en la Luna…, sólo que… lo expresaron con más suavidad.

Ambos guardamos silencio durante un rato.

— La sociedad a la cual ha vuelto está estabilizada. Vive tranquila. ¿Comprende? El romanticismo de los primeros vuelos espaciales ya ha pasado. Es casi una analogía de la historia de Colón. Su expedición fue algo extraordinario, pero ¿quién se interesó doscientos años después de él por los capitanes de veleros? Sobre el regreso de usted hubo una noticia de dos líneas en el real.

— Doctor, esto no significa nada.

Su compasión empezaba a ofenderme más que la indiferencia de los otros. Pero esto no podía decírselo.

— Ya lo creo que sí, Bregg, aunque usted no quiera reconocerlo. Si se tratara de otra persona, me callaría, pero a usted debo decirle la verdad. Está solo. El nombre no puede vivir solo. Sus intereses, todo aquello con lo que ha regresado, forman una pequeña isla en un océano de ignorancia. Dudo que haya muchas personas a quienes apetezca escuchar lo que usted puede contarles. Yo pertenezco a ellas, pero tengo ochenta y nueve años…

— No tengo nada que contar — repliqué, indignado —. Por lo menos, nada sensacional. No hemos descubierto ninguna civilización galáctica, y además yo era sólo un piloto. Dirigía la nave. Alguien tenía que hacerlo.

— ¿Conque sí? — dijo en voz baja, arqueando sus canosas cejas.

Exteriormente, yo estaba tranquilo, pero me dominaba una violenta cólera.

— ¡Sí, y mil veces sí! Y esta indiferencia de ahora, si le interesa saberlo, sólo me importa a causa de los que se han quedado allí…

— ¿Quién se ha quedado? — preguntó, muy sereno.

Me apacigüé.

— Muchos, Arder, Venturi, Ennesson. Doctor, ¿por qué…?

— No se lo pregunto por mera curiosidad. Créame, a mí tampoco roe gustan las palabras rimbombantes, pero esto ha sido casi como mi propia juventud. Por ustedes me he dedicado a este estudio. En nuestra inutilidad nos hemos convertido en iguales. Como es natural, usted puede no reconocerlo. No profundizaré en ello. Pero me gustaría saberlo. ¿Qué ocurrió con Arder?

— No se sabe con exactitud — repuse. De pronto, todo me daba igual. ¿Por qué no debía hablar de ello? Miré fijamente el barniz negro y astillado del escritorio. Nunca me habría imaginado que llegaríamos a esto —. Conducíamos dos sondas sobre Arturo — continué —. Perdí el contacto con él. No podía encontrarlo. La avería era de su radio, no de la mía. Volví cuando se me terminó el oxígeno.

— ¿Le esperó?

— Sí. Es decir, describí círculos en torno a Arturo. Durante seis días. Exactamente ciento cincuenta y seis horas.

— ¿Solo?

— Sí. Tuve mala suerte, porque aparecieron nuevas manchas en Arturo y perdí completamente el contacto con el Prometeo. Con mi nave. Intermitencias. Solo, sin radio, no pudo volver. Me refiero a Arder. Porque en las sondas la radiogoniometría está acoplada a la radio. Sin mí no podía volver, y no apareció. Gimma me llamó, y tenía razón. Más tarde calculé para pasar el rato las posibilidades de que yo volviera a encontrarle con el radar…; no lo recuerdo con exactitud, pero era como de una en un trillón. Espero que hiciera lo mismo que Arne Ennesson.

— ¿Qué hizo Arne Ennesson?

— Perdió la focalización del haz. Su empuje se debilitó. Aún podía mantenerse en órbita…, unas veinticuatro horas, según mi estimación…, giraría en espiral y finalmente caería sobre Arturo, así que prefirió precipitarse cuanto antes contra la estrella. Ardió casi delante de mis ojos.

— ¿Cuántos pilotos había además de usted?

— En el Prometeo, cinco.

— ¿Cuántos han vuelto?

— Olaf Staave y yo. Sé lo que piensa, doctor, que es una heroicidad. También yo lo pensaba cuando leía libros acerca de hombres semejantes. Pero no es cierto. ¿Me oye? Si hubiera podido, habría dejado solo a Arder y regresado inmediatamente, pero no podía. El tampoco habría regresado; nadie lo habría hecho. Gimma tampoco…

— ¿Por qué… reniega usted de sí mismo? — inquirió en voz baja.

— Porque existe una diferencia entre el hecho heroico y la necesidad. Hice lo que habría hecho cualquiera. Doctor, para comprenderlo hay que estar allí. El hombre es una burbuja llena de líquido. Basta un empuje defocalizado o unos campos desmagnetizados para que se produzca una vibración y al momento la sangre se coagule. Fíjese bien: no hablo de causas exteriores como meteoros sino de las consecuencias de defectos. Cualquier estupidez, un alambre quemado de la radio es suficiente, y entonces ocurre. Si en semejantes expediciones y circunstancias también los hombres fallaran, todo se reduciría a un simple suicidio, ¿comprende? — Cerré los ojos un instante —. Doctor, ¿ahora ya no vuelan? ¿Cómo es posible?

— ¿Volaría usted?

— No.

— ¿Por qué?

— Se lo diré. Ninguno de nosotros habría volado si hubiera sabido cómo son las cosas allí.

Esto no lo sabe nadie. Nadie que no haya estado allí. Éramos un puñado de animales muertos de miedo y desesperación.

— ¿Cómo concuerda esto con lo que ha dicho antes?

— No tiene que concordar. Ocurrió así. Teníamos miedo. Doctor, mientras esperaba a Arder, girando en torno a aquel sol, pensé en diversas personas y hablé con ellas, con ellas y conmigo mismo, y al final llegué a creer que volaban conmigo. Todos nos salvábamos como podíamos. Reflexione, doctor. Ahora estoy aquí con usted, he alquilado una villa y comprado un coche antiguo, quiero aprender, leer, nadar…, pero llevo todo eso dentro de mí. Aquel espacio, aquel silencio, y los gritos de Venturi pidiendo socorro mientras yo, en lugar de salvarle, retrocedía a plena propulsión.

— ¿Por qué?

— Yo pilotaba el Prometeo. El reactor de Ennesson cayó; podía hacernos estallar a todos.

Pero no explotó, de modo que no nos habría destruido. Quizá aún habríamos tenido tiempo de recuperarle, pero yo no tenía derecho a arriesgarlo todo. El caso de Arder fue al revés. Yo quería salvarle y Gimma me llamó porque temía que pereciéramos ambos.

— Bregg…, dígame, ¿qué esperaban ustedes de nosotros? ¿De la Tierra?

— Lo ignoro. No lo he pensado nunca. Era como hablar de la vida después de la muerte o del paraíso, y asegurar que lo habrá, pero sin poder imaginarlo. No hablemos más de eso. Yo quería hacerle una pregunta: ¿qué es la… betrización?

— ¿Qué sabe de ella?

Se lo dije, pero no mencioné las circunstancias ni por quién me había enterado.

— Sí — contestó —, así es más o menos como lo ve la mayoría de la gente.

— ¿Y qué hay de mí?

— La ley prevé una excepción para ustedes, ya que betrizar a los adultos es una intervención que puede ser perjudicial e incluso peligrosa para la salud. Además se es de la opinión, que no carece de fundamento, de que ustedes ya han superado la prueba… de una actitud moral. Y por otra parte… no son muchos.

— Otra cosa, doctor. Ha mencionado a las mujeres. ¿Por qué me ha dicho eso? Pero tal vez le estoy robando demasiado tiempo…

— No, no me roba el tiempo. ¿Que por qué lo he dicho? ¿Con qué personas se puede intimar, Bregg? Padres, hijos, amigos, mujeres. Usted no tiene padres ni hijos. Amigos no puede tener.

— ¿Por qué?

— No pienso en sus camaradas, aunque no sé si desearía moverse en su círculo y recordar…

— ¡Dios mío, no!

— ¿Entonces? Usted vive dos épocas. En la pasada vivió su juventud, y no tardará en conocer la actual. Si añadimos los diez años, su experiencia no puede compararse con la de sus coetáneos. Por consiguiente, no puede hablarse de equivalencia en sus relaciones.

¿Acaso quiere vivir entre ancianos? Lo único que le queda son las mujeres. Solamente las mujeres.

— Preferiría una sola — murmuré.

— Hoy día es difícil encontrarla.

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