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Enriquecido con esta experiencia, que por otra parte no me costó nada, volví a encontrarme en la calle, bajo el sol de mediodía. Se veían menos glider, pero en cambio sobre los tejados volaba una gran cantidad de vehículos que parecían cigarros. La multitud descendía a los pisos inferiores por las escaleras automáticas. Todos tenían prisa, sólo yo disponía de tiempo. Durante una hora me calenté al sol bajo un rododendro salpicado de hojas ya muertas, y entonces volví al hotel.

En el vestíbulo me procuré una pequeña máquina de afeitar. Cuando empecé a afeitarme en el cuarto de baño, observé que debía inclinarme un poco para verme en el espejo, y recordaba que antes me había mirado manteniéndome tieso. La diferencia era mínima: pero hacía un momento, al quitarme la camisa, había observado algo singular: la camisa parecía haberse acortado, como si se hubiera encogido. Me miré con más atención. Las mangas y el cuello no habían cambiado. Dejé la camisa sobre la mesa; su aspecto era el mismo de antes.

Sin embargo, cuando me la puse, apenas me llegaba hasta la cintura. Era yo quien había cambiado, no la camisa. «De modo que he crecido.» Esta idea era absurda, pero no dejó de inquietarme. Llamé al infor del hotel y pedí la dirección de un médico, de un especialista en medicina espacial. Mientras me fuera posible, no quería recurrir al ADAPT. Tras un silencio, como si el autómata del teléfono tuviera alguna duda, oí la dirección. El médico vivía en la misma calle, a unas manzanas de distancia.

Fui a verle. Un robot me condujo a una gran habitación sumida en la penumbra. No había nadie más que yo.

El médico entró al cabo de un rato. Parecía salido de una foto de familia del estudio de mi padre. Era bajo, pero no delgado, canoso, y llevaba una pequeña barba blanca y gafas de montura de oro, las primeras gafas que veía en un rostro humano después de mi aterrizaje. Se llamaba doctor Juffon.

— ¿Hal Bregg? — preguntó —. ¿Es usted?

— Sí.

Guardó silencio y me miró largo rato.

— ¿Qué le duele?

— En realidad nada, doctor, sólo que… — y le conté mis singulares observaciones.

Sin decir una palabra, me abrió una puerta. Entré en un pequeño consultorio.

— Desnúdese, por favor.

— ¿Del todo? — pregunté cuando sólo conservaba los pantalones.

— Si.

Contempló mi desnudez.

— Ya no hay hombres semejantes — murmuró para su coleto. Me escuchó el corazón, colocando sobre mi pecho un fríe auricular.

«Así seguirá siendo dentro de mil años», pensé, y esta idea me causó un pequeño placer.

Midió mi estatura y después me hizo echar. Miró con mucha atención la cicatriz que tengo bajo la clavícula derecha, pero no dijo nada. Me examinó durante casi una hora.

Reflejos, capacidad pulmonar, electrocardiograma; todo. Mientras yo me vestía, se sentó ante un pequeño escritorio negro. El cajón que abrió para hurgar en él, rechinó. Después de todos aquellos muebles que se movían como poseídos en torno a las personas, este antiguo escritorio me gustó mucho.

— ¿Cuántos años tiene?

Le expliqué mis circunstancias a este respecto.

— Tiene el organismo de un hombre de treinta años — comentó —. ¿Ha hibernado?

— Sí.

— ¿Mucho tiempo?

— Un año.

— ¿Por qué?

— Volvimos con una presión reforzada. Tuvimos que echarnos en el agua. Amortización, doctor, ya sabe. Y como resulta muy antipático pasar todo un año tendido en el agua y despierto…

— Claro. Pensaba que había hibernado más tiempo. Puede deducir tranquilamente este año.

No tiene cuarenta, sino treinta y nueve.

— Y… ¿lo otro?

— No es nada, Bregg. ¿Cuánta tuvieron?

— ¿Aceleración? Dos g.

— Ya. Usted ha pensado que seguía creciendo, ¿verdad? No, no está creciendo. Muy sencillo: son los discos. ¿Sabe qué son?

— Sí, unos cartílagos de la columna vertebral.

— Exacto. Ahora que ha salido de esa presión, se relajan. ¿Cuánto mide?

— Cuando despegué medía un metro noventa y" siete.

— ¿Y después?

— No tengo ni idea. No me medí; tenía otras ocupaciones.

— Ahora mide dos metros y dos centímetros.

— Una bonita historia — dije —. ¿Y esto continuará?

— No, probablemente se detendrá aquí… ¿Cómo se siente?

— Bien.

— Todo se antoja demasiado ligero, ¿verdad?

— Ahora ya menos. En el ADAPT de la Luna nos dieron unas pildoras para disminuir la tensión muscular.

— ¿Les desgravitaron?

— Sí, durante los tres primeros días. Creían que esto era demasiado poco después de tantos años, pero por otro lado no querían mantenernos encerrados por más tiempo.

— ¿Y cuáles son sus impresiones?

— Pues… — vacilé — muchas veces… me siento como un hombre de Neandertal recién llegado a la ciudad.

— ¿Qué piensa hacer ahora?

Le hablé de la villa.

— Puede que no sea tan mala idea — opinó —, pero…

— ¿Sería mejor el ADAPT?

— No puedo afirmarlo. Usted… escuche, ¡yo me acuerdo de usted!

— ¿Cómo es posible? Usted aún no…

— Ya lo sé. Pero oí hablar de usted a mi padre. Yo tenía entonces doce años.

— Ah, ya habían pasado muchos años desde nuestra salida — contesté —, ¿y aun así seguían pensando en nosotros? Es extraño.

— Yo no lo creo. Lo extraño es que les olvidaran. Usted ya sabía cómo sería el regreso, pero, naturalmente, no podía imaginárselo.

— Lo sabía.

— ¿Quién le ha enviado a verme?

— Nadie. Es decir…, el infor del hotel. ¿Por qué?

— Es gracioso — repuso —. En realidad, no soy médico, ¿sabe?

— Entonces, ¿cómo es que…?

— No practico desde hace cuarenta años. Me ocupo de la historia de la medicina espacial.

Porque ya es historia, Bregg, y aparte del ADAPT ya no hay trabajo para los especialistas.

— Perdone, yo no sabia…

— Bobadas. Al contrario, tendría que estarle agradecido. Usted es una prueba viviente contra las tesis de la escuela de Millman sobre la influencia perjudicial de la gravitación acentuada en el organismo. Ni siquiera tiene un agrandamiento del ventrículo izquierdo, ni hay un solo indicio de dilatación pulmonar… y su corazón es magnífico. Pero esto ya lo sabe, ¿verdad?

— Sí, ya lo sé.

— Como médico, no tengo nada más que decirle, Bregg, pero como… — titubeó.

— ¿Sí?

— ¿Cómo se orienta usted en… nuestra vida actual?

— Nebulosamente.

— Tiene canas, Bregg.

— ¿Acaso esto es importante?

— Sí. Las canas significan edad. Ahora no encanece nadie antes de los ochenta años, Bregg, e incluso entonces es poco frecuente.

Comprendí que tenía razón; casi no había visto personas ancianas.

— ¿Y cómo es eso? — pregunté.

— Hay preparados especiales, medicamentos, que retardan las canas. También es posible recuperar el color original del cabello, aunque esto es un poco más difícil.

— Ya — dije —, pero ¿por qué me habla de este tema?

Observé que estaba indeciso.

— Las mujeres, Bregg — repuso entonces, brevemente.

Me estremecí.

— ¿Quiere decir que tengo el aspecto de un… anciano?

— De un anciano, no. más bien de un atleta…, pero al fin y al cabo, no se pasea desnudo. En especial cuando está sentado, su aspecto es…, bueno, una persona corriente le tomará por un anciano rejuvenecido. Rejuvenecido por una operación hormonal o algo similar.

— ¡Qué se le va a hacer! — concluí.

Ignoraba por qué me sentía tan fatal bajo su mirada serena. Se quitó las gafas y las" dejó sobre el escritorio. Tenía los ojos azules y un poco llorosos.

— Hay muchas cosas que no comprende, Bregg. Si tuviera que continuar siendo un asceta hasta el fin de su vida, tal vez su «¡qué se le va a hacer!» vendría a cuento, pero… esta sociedad a la que ha regresado no siente ningún entusiasmo hacia aquello por lo que usted ha sacrificado algo más que su vida.

— No hable así, doctor.

— Digo lo que pienso. Sacrificar la propia vida… ¿qué más da? La gente lo ha hecho durante siglos…, pero renunciar a todos los amigos, a los padres, parientes, conocidos, y a las mujeres… ¡Porque usted ha renunciado a ellas, Bregg!

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