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— Ya estábamos inquietos a su respecto — dijo una voz de mujer —, pero esta mañana hemos sabido que se encontraba en el Alearon…

Sabían dónde estaba. ¿Por qué no me habían podido encontrar en la estación? No podía ser de otro modo: me dejaron vagar intencionadamente para que comprendiera lo prematuro de mi «rebelión» en la Luna.

— Su servicio de información es fabuloso — dije con cortesía —. Ahora voy a dar un vistazo a la ciudad. Les llamaré más tarde.

Salí de la habitación; los pasillos, plateados y movibles, fluían conjuntamente con las paredes: una novedad para mí. Bajé en el ascensor; vi bares en todos los pisos, uno verde, como sumergido en agua. Cada piso tenía su propio color dominante, plata, oro. Pronto me resultó excesivo. ¡ Al cabo de un solo día! Era extraño que les gustase. Tenían preferencias cómicas. Pero entonces recordé la imagen nocturna de la terminal.

«Tengo que procurarme algo de ropa.» Salí a la calle con esta decisión. El día era nublado, cubría el cielo una ligera neblina y a menudo salía el sol. Por primera vez vi desde un bulevar — cuyo centro era ocupado por una doble hilera de palmeras gigantes, de hojas rosadas como lenguas — el panorama de la ciudad. Los edificios se elevaban aislados como islas, y sólo raramente hendía el cielo una construcción esbelta, como un rayo congelado de material líquido, de altura inverosímil. Seguramente estas estructuras alcanzaban un kilómetro de altitud.

Sabía — alguien me lo había dicho en la Luna — que ahora ya no se construían y que este desafió a la altura había perecido de muerte natural poco después de su aparición. Eran el monumento a una época de la arquitectura, pues aparte de sus' inmensas proporciones, sólo niveladas por la esbeltez, no ofrecían nada a la vista. Tenían el aspecto de tubos marrones y dorados, blancos y negros, plateados o a rayas transversales, que sostenían las nubes o pretendían abrazarlas. Y las superficies de aterrizaje que proyectaban hacia el cielo, sostenidas en el aire mediante soportes semejantes a tubos, parecían pequeñas estanterías de libros.

No podían compararse con las casas nuevas, sin ventanas pero mucho más bellas, porque ahora era posible adornar todas las paredes. La ciudad entera semejaba una inmensa exposición de arte, un festival de maestros del color y la forma. No puedo afirmar que me gustaran todos los adornos de aquellos edificios de veinte o treinta pisos de altura; pero a pesar de mis ciento cincuenta años, no era un tipo excesivamente anticuado. Lo que más me gustaba eran las casas divididas por jardines — tal vez eran palmares —, porque los edificios partidos así parecían flotar sobre cojines de aire, ya que las paredes de estos jardines colgantes eran de cristal; el efecto era de una gran ligereza, y al mismo tiempo la construcción exhibía unas rayas irregulares de un verde aterciopelado.

Sobre los bulevares, a lo largo de aquellas carnosas palmeras que tanto me desagradaban, se movían dos hileras de coches negros. Ya sabía que se llamaban gliders. Encima de las casas se veían también otras máquinas, éstas voladoras, que no eran ni helicópteros ni aviones y que parecían lápices afilados por los dos extremos.

En las aceras había poca gente, no tanta como cien años atrás. El tráfico había disminuido mucho, y sobre todo la cantidad de transeúntes, tal vez gracias a los múltiples planos: porque bajo la ciudad que ahora estaba viendo se elevaban pisos subterráneos con calles, plazas y tiendas; el infor de la esquina acababa de decirme que el piso Serean era el mejor para ir de compras. Debía de tratarse de un infor genial, o tal vez yo ya sabía hacerme comprender mejor; el caso es que me dio un librito de plástico con cuatro páginas desplegables: un plano para circular por la ciudad. Si quería ir a alguna parte, bastaba apretar el nombre impreso en plata — calle, piso, plaza — y en el plano se iluminaba inmediatamente toda la red de comunicaciones necesarias. También se podía ir con su glider. O con un raster. Finalmente, se podía ir a pie, por lo que había cuatro mapas. Pero ya me había dado cuenta de que las caminatas — incluso sobre aceras rodantes y en ascensores — podían requerir muchas horas.

El Serean era el tercer piso. Y una vez más me sorprendió la vista de la ciudad: en lugar de salir bajo tierra, desemboqué en la calle por un túnel. Bajo el cielo, a plena luz del sol, crecían grandes niños en medio de una plaza, en la lejanía se dibujaban algunos rascacielos azules, y en el lado opuesto, tras un pequeño estanque en el que chapoteaban unos niños, que navegaban en bicicletas multicolores, había un rascacielos blanco, sombreado por las Franjas verdes de las plantas que tenía un singular remate, refulgente como el cristal. Lamenté que no hubiera nadie a quien pedir una explicación de este enigma. De repente me acordé — o, mejor dicho, me lo recordó el estómago — de que aún no había desayunado. Había olvidado por completo que iban a dármelo en el hotel. Quizá también le pasó por alto al robot de la recepción.

Así pues, al infor: ahora ya no daría un solo paso sin averiguar exactamente el cómo y el porqué de las cosas. Además, el infor podía encargarme también un glider, aunque de momento no me atrevía a pedirlo porque ignoraba cómo subir a él. No importaba, ya rne enteraría más adelante. Tenía tiempo.

En el restaurante eché un vistazo a la carta y vi que para mí era como un texto chino. Pedí con gran decisión el desayuno…, un desayuno completamente normal.

— ¿Ozot, kress o herma?

Si el camarero hubiera sido un ser humano, le habría dicho que me trajera lo que más le gustase a él. Pero era un robot, y todo le daba igual.

— ¿No hay café? — pregunté, alarmado.

— Claro. ¿Kress, ozot o herma?

— Café y… bueno…, lo que mejor le va al café es este… he…

— Ozot — dijo y se alejó.

Menos mal.

Debía de tenerlo todo dispuesto, pues volvió inmediatamente con una bandeja, tan cargada que temí una tomadura de pelo. Pero al mismo tiempo pensé que, aparte de los bons que comiera la víspera, y el vaso del famoso brit, no me había llevado nada a la boca desde mi llegada.

Lo único que me recordaba algo conocido era el café, que sabía a pez bien hervida. La nata tenía diminutos puntos azules y decididamente no procedía de una vaca. Lamenté no poder ver a nadie comiéndose todo aquello, pero la hora del desayuno había pasado hacía mucho rato y me encontraba completamente solo. Había platitos en forma de hoz que contenían una masa humeante de la cual sobresalía algo que recordaba las cerillas, y el relleno se parecía a una manzana asada, aunque, naturalmente, no se trataba de manzanas ni de cerillas. Y lo que tomé por copos de avena empezó a hincharse en cuanto lo toqué con la cuchara. Lo comí todo, pues estaba terriblemente hambriento. El deseo de comer algo de panadería — de la que no había ni rastro — me acometió de nuevo cuando el robot apareció y se quedó esperando a cierta distancia.

— ¿Qué le debo? — pregunté.

— Nada, gracias — repuso. Se parecía más a un mueble que a un muñeco. Tenía un único ojo redondo, de cristal. Algo se movía en su interior y no pude evitar mirarle el vientre. Ni siquiera había que dar propina. Dudé de si me comprendería si le preguntaba por un periódico. Tal vez ya no existían, por lo que me fui con la idea de hacer algunas compras. Lo primero que vi fue una agencia de viajes; sentí una inspiración y entré.

La gran sala plateada con consolas de color esmeralda — empezaba a estar harto de estos colores — estaba casi vacía. Cristales esmerilados, enormes fotos en color del Cañón del Colorado, el Cráter de Arquímedes, las rocas de Deimos, Palm Beach, Florida: todo estaba hecho de modo que parecía verse el fondo, incluso las olas se movían, como si no fueran fotos sino ventanas abiertas a un espacio real.

Me dirigí a la ventanilla con la leyenda: TIERRA.

Allí, naturalmente, había un robot. Esta vez, dorado. O mejor dicho, bañado en oro.

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