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«Una vez acostumbrado — pensé —. puede resultar agradable.» En el ADAPT de la Luna no tenían nada semejante: los cuartos de baño eran corrientes. No sé por qué. Ahora la sangre circulaba mejor, me sentía maravillosamente, sólo que ignoraba con qué debía lavarme los dientes. Al fin renuncié. En la pared había una pequeña puerta con la inscripción:

«Albornoces». Miré en su interior. No se veía rastro de albornoces, sólo tres botellitas de metal. Pero como no estaba mojado, no necesitaba secarme.

Abrí el armario donde había echado la ropa y me sorprendí: estaba vacío. Era una suerte que hubiera dejado los calzoncillos encima del armario. Me los puse, volví a la habitación y empecé a buscar el teléfono para averiguar qué había ocurrido con mi ropa. Me parecía todo muy complicado. Por fin descubrí el teléfono junto a la ventana, como yo seguía llamando a la pantalla de televisión. Saltó de la pared cuando empecé a lanzar maldiciones; por lo visto reaccionaba a la voz. Era una manía idiota, ocultarlo todo en las paredes. Contestó la recepción. Pregunté por mi ropa:

— La ha enviado a la lavandería, señor — dijo una suave voz de barítono —. Le será devuelta dentro de cinco minutos.

«Menos mal», pensé. Me senté ante la mesa, cuya superficie se extendió solícitamente bajo mis codos en cuanto me apoyé sobre ella. ¿Cómo lo lograban? Uno no debe interesarse por cosas semejantes; la mayoría de personas utilizan la tecnología de su civilización sin comprenderla.

Me quedé sentado allí, desnudo, sólo en calzoncillos, reflexionando sobre diversas posibilidades. Podía acudir al ADAPT. Si sólo se tratara de aprender técnicas y costumbres, no lo pensaría dos veces. Pero ya había observado en la Luna que intentaban al mismo tiempo inculcar en todos una actitud determinada. Disponían de una escala de valores establecida, y cuando alguien no la aceptaba como propia, le tachaban — como siempre en general — de retrógrado, víctima de resistencias inconscientes y la rutina de hábitos antiguos. Yo no tenía la menor intención de renunciar a mis hábitos y resistencias mientras no estuviera convencido de que lo que me ofrecían era mejor. Las experiencias de la noche pasada no habían influido en esta decisión mía. No quería ninguna escuela, ninguna rehabilitación, y menos tan sumisa y repentinamente. Era interesante que no me hubieran impuesto esta «betrización». Tendría que descubrir el motivo.

Podía buscar a uno de ellos: Olaf. Esto ya sería una clara trasgresión de las recomendaciones del ADAPT. Porque no daban ninguna orden, sólo repetían continuamente que actuaban por mi bien y que yo podía hacer lo que quisiera: incluso saltar directamente de la Luna a la Tierra — esto lo dijo el agudo doctor Abs —, si tanta prisa tenía. A mí no me importaba el ADAPT, pero con ello podía molestar a Olaf. En cualquier caso, le escribiría.

Tenía su dirección. En cuanto al trabajo, ¿debía buscarme un empleo? ¿Como piloto? Y entonces qué…, ¿hacer vuelos regulares Marte-Tierra-Marte? Sabía hacerlo bien, pero…

De pronto se me ocurrió la idea de que tenía dinero. En realidad no era dinero, se llamaba de otro modo, pero yo no comprendía la diferencia, ya que a cambio se podía obtener todo.

Pedí comunicación con la ciudad; en el auricular vibraba una canción lejana. El teléfono no tenía números ni disco; ¿tal vez habría que mencionar el nombre del banco? Lo tenía anotado en un pedazo de papel, y éste se hallaba… en el traje. Miré hacia el cuarto de baño: el traje ya estaba en el armarito, recién limpio, y en los bolsillos encontré todos mis objetos personales, incluido el trozo de papel.

El banco no era un banco; se llamaba Omnilox. Pronuncié este nombre, y con tanta rapidez como si estuvieran esperando mi llamada, una voz profunda contestó:

— Omnilox al habla.

— Mi nombre es Bregg — dije —, Hal Bregg. Creo que tengo una cuenta en su casa… Me gustaría saber a cuánto asciende.

Un clic, y otra voz más aguda preguntó:

— ¿Hal Bregg?

— Sí.

— ¿Quién abrió esta cuenta?

— El Vekom, Vuelo Espacial, por orden del Instituto Planetológico y la Comisión de Vuelos Espaciales de la ONU. Pero ya hace de ello ciento veintisiete años…

— ¿Tiene usted algún comprobante?

— No, sólo un papel del ADAPT de la Luna, del director Oswanim…

— En regla. La cuenta asciende a veintiséis mil cuatrocientos siete iten.

— ¿Iten?

— Sí. ¿Desea algo más?

— Me gustaría disponer de algo de di…; es decir, de cierta cantidad de iten.

— ¿En qué forma? ¿Desea tal vez un kalster?

— ¿Qué es esto? ¿Un talonario?

— No. Podrá pagar inmediatamente en metálico.

— ¿Ah, sí? Está bien.

— ¿Por qué cantidad quiere abrir el kalster?

— ¿Qué sé yo? Cinco mil…

— Cinco mil. Muy bien. ¿Se lo mandamos al hotel?

— Sí. Un momento…; he olvidado el nombre de este hotel.

— ¿Nos llama usted desde allí?

— Sí.

— Se llama Alearon. En seguida le enviamos el kalster. Sólo una pregunta más: ¿no le ha cambiado la mano derecha?

— No. ¿Por qué?

— Por nada. En caso contrario, habríamos tenido que cambiar el kalster.

— Gracias — dije, y colgué. Veintiséis mil…, ¿cuánto sería? No tenía la menor idea. Algo empezó a zumbar. ¿Una radio? Era el teléfono. Descolgué el auricular.

— ¿Bregg?

— Sí, soy yo — repuse. El corazón empezó a latirme más de prisa. Había reconocido su voz —.

¿Cómo has sabido dónde estoy? — pregunté, ya que ella guardaba silencio.

— Por el infor. Bregg…, Hal…, quería explicarte…

— No hay nada que explicar, Nais.

— Estás enfadado, y lo comprendo…

— No estoy enfadado.

— De verdad, Hal. Ven a mi casa. ¿Vendrás hoy?

— No. Por favor, Nais, ¿cuánto es veinte mil y pico de iten?

— ¿Qué quieres decir, cuánto es? Hal, debes venir.

— Dime…, ¿cuánto tiempo se puede vivir con esa cantidad?

— El tiempo que quieras, la vida no cuesta nada. Pero dejemos eso. Hal, si quisieras…

— Un momento. ¿Cuántos iten gastas al mes?

— Depende. 'A veces veinte, a veces cinco, muchas veces nada.

— Aja. Muchas gracias.

— ¡Hal! Escúchame.

— Te escucho.

— No debemos acabar así…

— No acabamos nada — contesté —, ya que nada ha empezado. Muchas gracias por todo, Nais.

Colgué el auricular. ¿Conque la vida no costaba nada? Esto era lo que de momento me interesaba más. ¿Significaba acaso que algunos servicios eran gratis?

Nuevamente el teléfono.

— Bregg al habla.

— Aquí recepción. Señor Bregg, Omnilox le envía el kalster. Se lo hago llevar a la habitación.

— Gracias. ¡Oiga!

— ¿Dígame?

— ¿Se cobra la habitación?

— No, señor.

— ¿Absolutamente nada?

— Absolutamente nada, señor.

— Y… ¿hay un restaurante en el hotel?

— Sí, cuatro. ¿Desea que le suban el desayuno?

— Sí, por favor, y… ¿hay que pagar por la comida?

— No, señor. Ya tiene arriba el kalster. Dentro de un momento llegará el desayuno.

El robot cortó la comunicación y no tuve tiempo de preguntarle dónde debía buscar el dichoso kalster. No tenía la menor idea de su aspecto. Al levantarme del escritorio, éste, abandonado, se empequeñeció y arrugó instantáneamente, y entonces observé que una especie de pulpito surgía de la pared cercana a la puerta; sobre él, cubierto por una materia transparente, un objeto plano que parecía una pitillera pequeña. En un lado había una hilera de minúsculas perforaciones marcadas con la cifra. Debajo, dos botones diminutos: uno y cero. Lo contemplé, sorprendido, y finalmente comprendí que la cantidad de. se descontaba según el sistema dual. Apreté el uno, y en la mano me cayó un minúsculo triángulo de plástico con el número perforado. De modo que aquello era una pequeña impresora o perforadora de dinero; el número superior disminuyó en una unidad.

Ya estaba vestido y a punto de irme cuando me acordé del ADAPT. Llamé y expliqué que no había podido encontrar a su hombre en la terminal.

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