Se alisó profesionalmente el traje pantalón, se deslizó entre dos grupos de invitados, se acercó a Félix Zigman y le dio una palmada en el hombro. Apartándose con él le murmuró algo al oído. Las gruesas gafas de montura de concha de Zigman centellearon mientras éste asentía enérgicamente varias veces agitando el abundante copete entrecano. Sharon comprobó aliviada que Zigman había recibido el mensaje y se disponía a actuar. A veces, pensó, era demasiado áspero y desabrido, pero ella le apreciaba.
En el transcurso de los últimos años, tras haberse hecho cargo de sus asuntos profesionales y de su carrera, había conseguido librarla de todos los pelmazos y sanguijuelas que la habían agobiado durante tanto tiempo.
Su querido Félix consideraba que el tiempo era un recurso natural que no debía despilfarrarse.
Para él, con sus bruscos modales (si bien, de vez en cuando, resultaba ser un maravilloso judío de lo más sentimental), la distancia más corta entre dos puntos era la sinceridad.
Le vio levantar un brazo, mirarse el reloj de pulsera, murmurar algo y acercarse de nuevo al grupo.
– Es la hora de las brujas -dijo, logrando que su atronadora voz llegara hasta todos los rincones del salón-. No sabía que fuera tan tarde. Será mejor que le demos a Sharon la oportunidad de descansar un poco.
Fue como el timbre de una escuela que señalara el término de las clases y la hora de irse a casa.
El grupo al que Zigman se había dirigido empezó a disgregarse, y ello, a su vez, provocó una reacción en cadena que fragmentó a otros grupos, lo cual constituyó el final de la fiesta de despedida.
Sharon Fields sonrió levemente y rozó los brazos de dos de los hombres que le bloqueaban la salida.
– Veo que se está marchando todo el mundo -dijo-, será mejor que cumpla con mis deberes de anfitriona.
Los hombres se apartaron y Sharon se deslizó hacia el centro de la estancia.
Se detuvo bajo la araña de cristal sin querer producir la impresión de sacar a empellones a los que todavía no se habían levantado y permaneció allí esperando.
Empezó a pensar en su agotamiento. Estaba cansada. No se debía al sueño sino a la fatiga que le causaba la gente; no aquella gente en particular sino toda la gente en general.
A excepción de cinco personas que había en el salón -Nellie, su única amiga, Félix Zigman, uno de los pocos hombres en quienes tenía plena confianza, Terence Simms, su fiel peluquero negro y Pearl y Patrick O'Donnell, el matrimonio que vivía en su casa y que ya había empezado a recoger los vasos vacíos y los ceniceros llenos-y tal vez de una sexta, Nathaniel Chadburn, amigo de Zigman y digno presidente del Banco Nacional Sutter, a quien apenas conocía, a excepción de estas personas estaba harta de todos los componentes de su aburrido círculo de amistades.
Sus ojos verdes seguían sin traicionar ni el menor de sus sentimientos, y sólo revelaban amable interés al tiempo que observaban a los intérpretes de la comedia disponiéndose a hacer el mutis.
Su mirada se detenía brevemente en cada uno de ellos, su cerebro añadía una etiqueta y pasaba después a fotografiar y catalogar al siguiente.
Hank Lenhardt, el publicitario más afortunado de la ciudad, con sus aburridas y estúpidas anécdotas y sus interminables chismorreos y murmuraciones.
Justin Rhodes, el productor de su última película, un perfecto caballero del teatro, pero otro hipócrita que se proponía, no conseguirla a ella (era indudablemente un marica o un indiferente), sino lograr que dependiera de él de tal forma que pudiera utilizarla en calidad de peldaño en su ascenso al poder.
Tina Alpert, la famosa periodista cinematográfica, que sonreía y te clavaba el cuchillo, una bruja a la que no se podía volver la espalda, ni ignorar ni olvidar agasajar con costosos regalos de Navidad o cumpleaños.
Y todos los demás, el grupo de los famosos, los explotadores y los explotados, la compañía de actores ambulantes que actuaba en todas las fiestas de Beverly Hills, Holmby Hills, Brentwood y Bel Air y hasta a veces en algunas de Malibú y Tranca.
Sy Yaeger, el nuevo director cinematográfico, que modificaba los guiones durante el rodaje y tenía la osadía de rendir culto a los cursilones pordioseros del pasado, tales como Busby Berkeley, Preston Sturges y Raoul Walsh.
Sky Hubbard, el comentarista de radio y televisión, un tipo con chillona voz de sirena y cara de anuncio de camisa, a quien el muy idiota de Lenhardt había insistido en que invitara en calidad de inversión de buena voluntad.
Nadine Robertson, cuya única fama consistía en el hecho de haber actuado una vez en calidad de oponente de Charles Chaplin (lo cual no era un escaso mérito), y que ahora había pasado a convertirse en un personaje de la alta sociedad, que organizaba bailes benéficos, en toda una gran señora que había conseguido escapar al internamiento en el Museo de Cera Cinematográfico.
Y otros.
El doctor Sol Hertzel, el más reciente psicoanalista a punto de ser elevado a la categoría de "guru" por parte de las más jóvenes componentes del ambiente cinematográfico gracias a su nueva Terapia Dinámica, que consistía en escucharte y después acostarse contigo.
En resumen, un Rasputín de vía estrecha con un título.
Joan Dewer, la nueva actriz, la Duse de la contracultura, una muchacha pecosa de veintidós años que había tenido tres hijos fuera del matrimonio y que hablaba incesantemente de ellos con la prensa, y había estado en Argelia y Pekín, y era tan pesada que te daban ganas de echarte a gritar.
Scani Burton, con su apostura de cirugía estética, el soltero profesional y abogado preferido del mundo cinematográfico, que llevaba tanto tiempo dedicado a los asuntos legales cinematográficos que probablemente pensaba que un agravio era un nuevo bar mexicano.
Y los demás -ahora ya estaban desenfocados-, todos ellos copias xerografiadas de algún original, todos iguales, todos con la misma brillantez y el mismo conocimiento del ambiente; los ingeniosos, con sus modales recalentados a lo Wilson Mizner; los entendidos, con sus conversaciones centradas en Luis Buñuel, Sergei Eisenstein y Satyajit Ray: los atacantes y los defensores, los elegantes sin querer parecerlo, en los periódicos, todos tan finos, tan previsibles, tan pesados, tan absolutamente irreales y tan nada.
Cuerpos arracimándose. Cuerpos alejándose. Y pensar, reflexionó Sharon, que hacía tiempo, allí en Virginia Occidental, y los primeros meses transcurridos en Nueva York y los primeros años transcurridos en Hollywood, su única ambición había sido la de llegar a ser tan famosa como para poder ingresar en el club y codearse con aquellos seres legendarios.
Ahora que formaba parte de dicho club, y que probablemente ocupaba su centro, deseaba dimitir.
Pero no podía. Tenías que pertenecer a él de por vida, a no ser que perdieras la fama o el dinero, o bien acabaras hecha un cascajo en el Asilo de Ancianos de los actores. Ahora comprobó que estaban empezando a desfilar en serio.
Sharon se movió y cruzó rápidamente el salón -mientras el mar Rojo se abría a su paso-para ocupar su puesto de anfitriona y despedir a los invitados, junto a la escultura de Henry Moore y frente a la enorme y sombría pintura al óleo de Giacometti. Se estaban yendo, yendo, y pronto se habrían largado todos.
Extendió con firmeza la mano, fue estrechando sus manos una tras otra, se inclinó en caso necesario hacia adelante para ofrecer la mejilla y para escuchar las muestras de dudosa sinceridad y agradecimiento -"has estado simplemente deslumbrante esta noche, Sharon", "una fiesta estupenda, cariño", "tendré que pasarme un mes haciendo régimen para librarme de todo lo que me he comido en tu mesa, encanto", "buen viaje, Sharon, nena", "sé que tu película va a ser allí un éxito tan grande como el de aquí, cielo", "que nos envíes una postal de Soho, encanto", "estás preciosa, niña", "si te hace falta un poco de hierba, tengo a montones, niña prodigio", "que vuelvas pronto, cariño"; cariño, cariño, cariño.