Esta noche se sentía satisfecha y a salvo. Para ella se trataba todavía de una sensación nueva, porque, hasta hacía poco tiempo, la cama había sido para ella el símbolo de aquello que más odiaba en la vida.
La cama había sido la triste arena desde la que había ascendido al éxito. Una vez alcanzado el éxito, la cama se había convertido en el símbolo público de su personalidad y de la atracción que ejercía en millones de personas.
Para todas éstas, no era un ser humano como ellas sino un objeto, una cosa, un objeto sexual -el más deseado del mundo-cuya sola presencia se asociaba inmediatamente con el más perfecto receptáculo sexual y cuyo sitio estaba en la cama y en ningún otro lugar.
Al principio había perseguido esta identificación, pero, tras haberla alcanzado, había tratado en vano de librarse de ella, de separarse de la imagen de la cama. Pero el público no estaba dispuesto a aceptarlo, los estudios no estaban dispuestos a aceptarlo y ni siquiera se lo permitía su propio agente de prensa Hank Lenhardt.
Al final había hallado el medio de convivir con esta imagen -la imagen de su persona tendida en la cama de todo el mundo-y lo había logrado descubriendo su propio yo, aprendiendo que era algo más que un objeto sexual, y al hacerlo así se había divorciado mentalmente de aquel odiado símbolo de la cama.
Es más, se las había apañado tan bien que hasta su propia cama se había convertido en un tranquilo y abrigado punto de reposo, huida y descanso.
Se enorgullecía de su éxito y de la fuerza de voluntad que el final le había permitido doblegar la vida a su antojo.
Había tardado mucho en conseguirlo pero al final era dueña de su ser y de su destino.
Se sentía a salvo por vez primera, segura por vez primera, libre por vez primera de los hombres y de sus exigencias sexuales y de la necesidad de moldear su personalidad y conducta de acuerdo con sus gustos.
Y, por vez primera, estaba en condiciones de hacer lo que le viniera en gana, cuando le viniera en gana y como le viniera en gana.
Era un alma independiente y, tanto si ello gustaba a los demás como si no, era igual a sus semejantes. E incluso superior.
Tras veintiocho años de servidumbre y esclavitud como la que suelen conocer la mayoría de muchachas y mujeres, su espíritu y su cuerpo -sí, su espíritu y su cuerpo-sólo le pertenecían a ella.
Y, sin embargo, tal vez le faltara algo. Tal vez no. En el momento actual no experimentaba sensación alguna de vacío.
Tal vez no le bastara el amor de sí misma para poder vivir una vez se hubiera desvanecido el brillo de la novedad.
Entonces quizá resultara más evidente la sensación de vacío.
Entonces tal vez necesitara a alguien, a alguien honrado, amable y cariñoso con quien compartir el prodigio de cada nuevo día.
Roger Clay había sido un hombre simpático, considerado, respetuoso y a menudo amable, a pesar de ser un actor y un egoísta.
En realidad, habían roto sus relaciones porque ella se había mostrado celosa de su independencia tan duramente ganada y Roger no había podido adaptarse.
Ahora, en mitad de la noche, empezó a reflexionar. Tal vez no fuera mala idea llegar a una solución de compromiso. Ceder parte del territorio conquistado a cambio de un aliado que le hiciera el regalo del amor.
Bueno, pasado mañana, no, ya estábamos a mañana muy pronto se reuniría con él en Londres y estaría en condiciones de saber más acerca de él y acerca de sí misma y acerca de la importancia de ambos, y mantendría abierta la puerta de las distintas alternativas.
Bostezó y dio la vuelta sobre la suave almohada de plumas.
Aquellos libros franceses que había leído últimamente. ¿En cuál de ellos lo había leído? Era en el de Valery, sí, Valery.
"Es necesario que transcurran muchos años antes de que las verdades que nos hayamos creado se conviertan en nuestra propia carne".
Muy bien. ¿A qué objeto darse prisa? La metamorfosis se producirá, se está produciendo, se producirá.
El último pensamiento antes de conciliar el sueño: mañana sería un día maravilloso. Y se durmió.
Segundo acto.
La camioneta de reparto Chevrolet de tres cuartos de tonelada, con su carrocería modelo 1964 y sus neumáticos nuevos de alto rendimiento, lucía la misma leyenda en ambos laterales recién pintados.
La leyenda decía: "Desinfección y Desratización, Sociedad Anónima, Control de Plagas desde 1938, Los Ángeles Oeste".
Mientras la camioneta de reparto ascendía por la calle Stone Canyon de Bel Air nada había en su aspecto que pudiera inducir a sospechar que no se dirigía a cumplir uno de sus habituales servicios.
A aquella hora grisácea de un miércoles por la mañana de mediados de junio -faltaban cinco minutos para las siete-, no había por la zona ningún otro vehículo y tampoco ninguna persona que pudiera observarla.
Sentado al volante, Adam Malone se iba acercando progresivamente a su punto de destino.
A pesar de que sólo había dormido muy poco en el transcurso de la agitada noche, Malone estaba ahora completamente despierto y ojo avizor. Pero se sentía extrañamente aislado del papel que estaba interpretando.
Era como si se encontrara oculto detrás de un cristal de una sola dirección, observando a alguien parecido a sí mismo que guiara a un grupo de cuatro personas desde el mundo de sus sueños, deseos y engaños en el que vivían, hacia una auténtica tierra de nadie tridimensional, en la que el peligro y el riesgo acecharan tras cada siniestro árbol y arbusto.
A su lado, repantigado en el otro asiento de delante, se encontraba Kyle Shively, aparentemente tranquilo y sereno pero con los músculos del rostro en tensión y con los tendones del cuello muy rígidos, señal inequívoca de ansiedad.
Se hallaba sentado con el mapa de Bel Air abierto sobre las rodillas y contemplando los distintos rótulos blancos y azules de las travesías que iban pasando y perdiéndose de vista.
Detrás de ellos, agachados sobre la alfombra de pelo, de segunda mano, se encontraban Howard Yost, con su atuendo de pescar color caqui, y Leo Brunner, vestido con chaqueta deportiva y pantalones oscuros.
No habían abierto la boca desde que habían abandonado el paseo Sunset, pero ahora Shively se incorporó en su asiento y rompió el silencio.
– Allí está -le dijo a Malone señalando hacia la izquierda-. ¿Lo ves? El Camino Levico.
– Ya lo veo -dijo Malone en voz baja-. ¿Qué qué hora es?
Shively se miró el reloj de pulsera.
– Las siete menos dos minutos -repuso.
Malone giró el volante a la izquierda y la camioneta Chevrolet entró y empezó a ascender por el Camino Levico.
Se escuchó desde atrás una voz asustada.
– Escuchad -suplicó Brunner-, aún estamos a tiempo de dar la vuelta, Temo que…
– Maldita sea, cállate -gruñó Shively.
Ya habían recorrido todo el trecho y se estaban acercando al final del callejón sin salida.
Tenían delante la formidable verja de hierro forjado que protegía la propiedad de Sharon Fields.
– ¿Estás seguro de que la verja se abrirá? -preguntó Malone hablando con dificultad.
– Ya te he dicho que me he encargado de eso -repuso Shively con aspereza, y empezó a ponerse los guantes de trabajo. Ya estaban casi junto a la verja cuando Shively ordenó-:
– Muy bien, para aquí y deja el motor en marcha.
Malone detuvo el vehículo sin apartar el pie del freno. Sin más palabras Shively abrió la portezuela y descendió. Miró rápidamente hacia atrás. Satisfecho, avanzó hacia la verja.
Desde su asiento, Malone observó preocupado a Shively mientras éste asía uno de los barrotes de hierro de la verja con una mano enguantada y otro barrote de la otra hoja con la otra mano y empujaba hacia adentro.
Las dos hojas de la verja se abrieron con aparente facilidad y quedó visible el camino de asfalto, a cuya izquierda se observaban altos arbustos y a cuya derecha se veían recios chopos y grandes olmos, antes de torcer y perderse de vista entre los árboles que también ocultaban la mansión del fondo.