Donde ella se encontrara, donde ella se encontrara: no estaba lejos de Arlington, en las cercanías había un lago y se trataba de una desolada zona montañosa.
En realidad, era más que suficiente para que pudieran encontrarla. ¿Pero cómo transmitir la valiosa y salvadora información, tan duramente ganada, antes de que fuera demasiado tarde? Una cosa era comunicarle a alguien del exterior que estaba en poder de unos secuestradores.
Haber conseguido tal cosa constituía todo un éxito pero no bastaba.
Otra cosa muy distinta era comunicarle a alguien del exterior “ dónde” te encontrabas prisionera y esta noche ello se le antojaba un obstáculo insuperable.
Sin un tercer acto, toda su representación podría considerarse un fracaso. Todo quedaría en agua de borrajas. Si el desenlace no resultaba adecuado, el éxito potencial se desvanecería como por ensalmo.
Procuró pensar, pero estaba demasiado adormilada y sus pensamientos vagaban confusamente y sin concierto. Evocó fugazmente el día en que el Soñador había regresado de ver una vieja película suya, su película, su reacción, la película, no había estado nada mal aquella película, había sido una buena película y su final había sido mejor que aquel que ahora la aguardaba.
Los finales de las películas siempre eran mejores. ¿Por qué no se producían en la vida los finales felices? Basta de películas.
La vida. La vida era lo que importaba. Pero en la vida no se daban los resultados felices, por lo menos para ella. Estaba muy cansada.
Bostezó, se volvió de lado, se subió un poco la manta y encogió las piernas. Lástima. Había conseguido llegar tan lejos. Le quedaba muy poco trecho que recorrer para alcanzar la libertad.
Pero había tropezado con un muro vacío. Y no había forma de rodearlo ni de superarlo.
Atascada. Perdida. Muerta.
Después, a través de los últimos retazos de consciencia, vislumbró una diminuta luz a lo lejos, muy lejos en el pasado, mostrándole el camino, iluminándole una vez más la lejana huida, la imposible posibilidad posible.
No lo olvides, Sharon, no lo olvides, por favor recuérdalo cuando despiertes. Acuérdate de recordarlo si no quieres morir, porque no quieres, ¿verdad? No quieres. Recuérdalo.
Tercer acto.
A las nueve en punto de la mañana, tal como solía hacer todas las mañanas de cinco de los siete días de la semana, Félix Zigman aparcó el sedán Cadillac en su plaza particular del garaje del sótano del lujoso edificio Blackman de la calle South Beverly de Beverly Hills. Recorrió en rápidas zancadas los treinta metros que le separaban del ascensor, entró en el elegante ascensor revestido de madera, pulsó el botón deseado y subió suave y lentamente hacia el quinto piso.
Presa del malhumor, tal como solía sucederle todos los lunes por la mañana -siempre le esperaban un montón de recados telefónicos porque sus clientes se habían pasado el fin de semana entregados a su paranoia y se habían dedicado a quejarse de las inversiones, reserva de pasajes, campañas, problemas hogareños-, Zigman pudo observar en el espejo del ascensor que éste reflejaba un rostro más torvo que de costumbre.
Por lo general, mientras subía, se examinaba por última vez para ver si estaba presente con vistas a la inevitable corriente de visitantes que iba a recibir, no fuera que algún cabello de su impecable peluquín gris no estuviera en su sitio, que hubiera alguna partícula de polvo adherida a sus gafas de montura de concha o un poco de barba mal afeitada en su ancho, bronceado y tenso rostro magistral.
Normalmente, aprovechaba aquellos momentos para quitarse cualquier hilo que pudiera haber en sus elegantes trajes tropicales confeccionados a la medida, para arreglarse el nudo de la corbata de tejido paisley y el pañuelo de seda de bolsillo con las iniciales bordadas y, para decidir si llamar o no al limpiabotas de abajo para que multiplicara el brillo de sus zapatos de charol Gucci.
Por lo general, Félix Zigman solía mostrarse muy puntilloso en relación con su aspecto exterior, pero esta mañana, al igual que otras mañanas recientes, su aspecto le preocupaba mucho menos.
El misterio de la desaparición de Sharon Fields le abrumaba terriblemente.
De entre todos los famosos clientes que integraban su impresionante establo, Sharon era la preferida. La adoraba, disfrutaba de su compañía, la entendía.
Era soltero de toda la vida y el único pesar que le inspiraba la circunstancia de no haber estado casado jamás se debía al hecho de no tener una hija. Sharon era la que más contribuía a llenar este vacío.
Plenamente consciente de su caprichoso comportamiento y de su volubilidad y carácter impulsivo -a pesar de que llevaba dos años más tranquila-, en el transcurso de las primeras cuarenta y ocho horas de su desaparición no se había preocupado demasiado.
Nellie Wright, en cambio, de temperamento mucho más emotivo, se había preocupado ya desde un principio. Pero al irse alargando la desaparición de Sharon de dos a tres y a cuatro días, Zigman empezó a compartir los temores de Nellie.
Sabedor de la inutilidad de presentar una denuncia ante el departamento de Personas Extraviadas de la policía de Los Angeles sin que existiera la menor prueba de que Sharon hubiera sido asaltada o secuestrada, Zigman se limitó a efectuar una visita oficiosa a un oficial del departamento amigo suyo.
Por desgracia, la noticia de dicha visita había trascendido -al parecer, en la época actual todo estaba intervenido y no era posible guardar ningún secreto-y sólo gracias a un oportuno y enérgico mentís logró Zigman evitar que la historia se convirtiera en algo que posteriormente pudiera constituir motivo de cuchufletas públicas.
Pero esta mañana su preocupación por la suerte de Sharon empezó a mezclarse con el temor, auténtico temor de que hubiera sucedido algo grave y Sharon pudiera hallarse en dificultades sin posibilidad de establecer contacto ni con él ni con Nellie.
Había considerado fugazmente la posibilidad de que hubiera sido asaltada o secuestrada. El paso del tiempo sin que se recibiera ninguna petición de rescate le había impedido pensar seriamente en tal posibilidad.
Repasando la lista de desventuras que podían ocurrirle a una persona, Zigman se detuvo especialmente en tres de ellas.
Una. La amnesia.
Desde luego que este fallo de la memoria, con la subsiguiente pérdida de la propia identidad, no es que fuera muy frecuente. Sin embargo, sabía que podía ocurrir. La desaparición de Sharon tal vez se debiera a un estado de amnesia que le impidiera recordar quién era y de dónde procedía, y ello como consecuencia de alguna causa desconocida o bien de una lesión cerebral.
Es más, hacía dos días que Zigman había consultado a un médico forense sobre dicha afección. No obstante, a Zigman se le antojaba una posibilidad muy poco probable porque, aunque Sharon no supiera quién era, habría innumerables personas que la reconocerían y lo comunicarían a las autoridades.
Dos.
Un coma debido a una lesión física accidental.
En el transcurso de su paseo matinal, tal vez hubiera abierto la verja (habían descubierto que faltaba el candado de la caja del motor) y hubiera echado a andar por alguna calleja de las cercanías de la calle Stone Canyon siendo alcanzada por algún conductor que se hubiera dado a la fuga o bien por algún árbol que hubiera caído.
Sin embargo, tanto él como Nellie y los O’Donnell habían rastreado la zona numerosas veces en el transcurso de la pasada semana sin encontrar huella alguna de Sharon.
Como es natural, cabía la posibilidad de que algún peatón o automovilista hubiera tropezado con su cuerpo, demasiado desfigurado como consecuencia de las gravísimas heridas, y, al no llevar ella encima documentación alguna, hubiera sido trasladada a toda prisa por el Buen Samaritano a alguna pequeña clínica municipal u hospital poco conocido. Y era muy posible que en aquellos momentos allí estuviera ella, sumida en un estado de profundo coma, bajo el nombre de Jane Doe.