Nellie se había puesto en contacto con todos los hospitales de la ciudad y el condado y con todas las clínicas de urgencia facilitando una descripción general de Sharon (para que no se descubriera su identidad ni la preocupación que la embargaba) con el pretexto de localizar a una pariente (facilitando para ello un nombre falso), pero su búsqueda había resultado infructuosa.
Tres.
Escapar impulsivamente con algún hombre.
Zigman había considerado tal posibilidad porque en su primera época Sharon había hecho una escapada de este tipo. Pero ahora tal cosa se le antojaba muy poco probable y Nellie se negaba firmemente a creerlo.
La madurez y los cambios que se habían operado en Sharon y su estado de ánimo de la víspera de la desaparición hacían que esta posibilidad fuera la menos probable de las tres. Además, en la elección de sus compañeros varones, cada vez se mostraba más exigente y, caso de haber existido algún hombre que le interesara, Nellie o Zigman hubieran sabido de su existencia y hubieran podido hacer averiguaciones acerca de su persona.
Nellie se mostraba más inclinada a pensar que Sharon se había largado por su cuenta a descansar un poco en algún sitio, pero eso también era improbable porque la nueva Sharon se hubiera mostrado demasiado sensible como para sumir en la angustia a sus allegados y a estas horas ya se hubiera puesto en contacto con ellos.
A estas horas.
Zigman reflexionó acerca de estas palabras. A estas horas. Santo cielo, ya habían transcurrido trece días desde la desaparición de Sharon.
Eso de que ya hubiera llegado el treceavo día, se le antojaba más siniestro si cabe.
Pero no cabía duda de que había desaparecido y se había disipado como el humo. Por mucho que intentara reflexionar racionalmente, todo ello se le antojaba absurdo.
Como hombre lógico que era, Zigman se enorgullecía de creer que siempre había una respuesta o explicación que pudiera aclarar todos los aparentes enigmas humanos.
Al fin y al cabo, el cerebro humano era la computadora más perfecta de la tierra y, cuando a la computadora se le facilitaban los correspondientes datos de información y las posibles alternativas, ésta no tenía más remedio que facilitar respuestas razonables.
Sin embargo, aquí se disponía de una cantidad conocida.
Sharon Fields.
Se disponía de innumerables informaciones y estadísticas acerca de su persona. Se facilitaba a la computadora todo lo que se sabía de su aspecto, de su comportamiento, de sus pensamientos, ambiciones, listas de amigos y enemigos, se le facilitaban a la computadora todos estos datos y esperabas la tarjeta.
Pero, cuando recibías la tarjeta, ésta aparecía en blanco.
Este fallo del supremo instrumento de la lógica era contrario a toda lógica.
Nellie le había dicho que el I Ching podría resultarles más útil que el cerebro.
Y aquí estaba él, experto en la ciencia de las respuestas, atascado por una vez, y a cada día que transcurría cada vez más perplejo a causa de la decepción y el temor.
La puerta del ascensor se abrió automáticamente y Zignman se quedó de pie ante el pasillo alfombrado de azul del quinto piso que conducía a su despacho de cinco habitaciones.
Con el corazón apenado, Zigman salió del ascensor y echó a andar en dirección a su despacho. A través de sus lecturas, sabía que había misterios que jamás llegaban a desentrañarse.
En 1809, el embajador británico en Viena, Benjamín Bathurst, abandonó una posada de Perleberg, Alemania, para dirigirse a su carruaje, rodeó a los caballos y desapareció para siempre en pleno día.
En 1913, el escritor Ambrose Bierce cruzó la frontera de México y desapareció de la faz de la tierra.
En 1930, el juez Joseph Crater subió a un taxi y jamás le volvieron a ver.
Y otros muchos que había habido, desde los colonos perdidos en la isla Roanoke a la tripulación del barco abandonado “Marie Celeste”.
Todos se habían esfumado en el aire. Ninguno de ellos fue hallado jamás. ¿Engrosaría acaso Sharon Fields esta lista? No, se dijo Zigman, eso no podía ocurrirle a la más popular, famosa y celebrada actriz joven del mundo.
Y, sin embargo, ahí estaba el hecho que no podía pasarse por alto, había llegado la mañana del treceavo día de la desaparición de Sharon.
Félix Zigman leyó su nombre ostentosamente escrito en letras negras sobre la puerta de madera de roble de su despacho, se avergonzó de la leyenda “Representación Personal” que figuraba debajo y entró rápidamente.
Cruzó rápidamente el vestíbulo de recepción y el despacho de su secretaria sin apenas saludar a las dos mujeres y entró en el espacioso despacho elegantemente amueblado evitando mirar la pared de la que colgaban las enmarcadas fotografías autografiadas de sus célebres clientes, con la más llamativa de todas ellas, la fotografía de Sharon con la dedicatoria: "Tu amiga para siempre, con estima y afecto, Sharon Fields".
Se dirigió a su gran escritorio de roble cubierto ahora por los numerosos recados telefónicos y el acostumbrado y gigantesco hormiguero de correspondencia del lunes por la mañana, se acomodó en el sillón giratorio de alto respaldo e hizo la última concesión al sentimentalismo antes de iniciar su jornada laboral.
Tal como había venido haciendo por espacio de diez de los trece días, descolgó el teléfono particular, el que disponía de clavija de desconexión, y marcó el número de Sharon Fields de Bel Air que no figuraba en la guía.
Respondieron a la llamada al primer timbrazo. Estos días no tardaban nada en contestar a las llamadas.
– ¿Nellie? Soy Félix.
– ¿Sabes algo?
– Ni una palabra ¿Y tú?
– Nada, nada. Félix, no sé si podré soportar un día más esta tensión. Estoy francamente asustada.
Intentó tranquilizarla, procuró reprimir su habitual aspereza e impaciencia, habló vagamente de algo que ocurriría muy pronto y prometió ponerse en contacto con ella más tarde.
Tras colgar, sus ojos repasaron los recados telefónicos en la esperanza de descubrir el nombre de Sharon o el de algún desconocido que pudiera haber telefoneado para facilitar información acerca del paradero de ésta, pero no lo descubrió y todos los demás nombres pertenecían a sus clientes o a agentes de inversiones y de cambio y bolsa o a expertos en relaciones públicas.
Apartó los recados a un lado y empezó a dedicar su atención al montón de correspondencia. Mientras examinaba el correo con todos los sobres perfectamente abiertos por su eficiente secretaria Juanita Washington, su cerebro empezó a fotografiar los remites, se imaginó el contenido de cada uno de los sobres y empezó a dictar automáticamente las rápidas, oportunas y claras respuestas.
Siguió examinando los sobres y, de pronto, sus dedos tropezaron con uno de tacto distinto.
Estaba sin abrir lo cual significaba que la por regla general infalible Juanita Washington había olvidado abrirlo o bien había observado que figuraba en él la palabra "Personal" o "Confidencial".
En el sobre, con grandes letras mayúsculas escritas en tinta negra, figuraban las palabras Personal e Importante.
Zigman tomó el sobre, apartó los demás a un lado y lo examinó.
No había remite. El matasellos era de Beverly Hills. Se trataba de un sobre de baja calidad de los que se adquieren en las tiendas de mala muerte. Su nombre y dirección aparecían escritos muy toscamente en tinta.
Rasgó el sobre para abrirlo y, al sacar las páginas que contenía, tuvo una rápida premonición. Desdobló rápidamente la carta y la alisó sobre el papel secante del escritorio.
Reconoció inmediatamente la inclinada caligrafía, los diminutos círculos sobre las íes, los rabos sin cerrar de las y griegas.
Pasó la página y sus ojos se detuvieron en la parte inferior de la segunda. Allí estaba: Sharon L. Fields.
!Al final! Regresó de nuevo a la primera página, al principio de la misma, y empezó a leer apresuradamente: Al señor Félix Zigman, Confidencial Querido Félix: Sé que habrás estado preocupado por mí. Esta breve nota te lo explicará todo.