– Has olvidado -una cosa -dijo Brunner poniéndose vacilantemente en pie-. Has olvidado decir que ibas a prepararme ahora mismo un trago auténticamente fuerte.
Todo eso, desde la primera noche del bar de la bolera hasta la escena del mediodía del día anterior, Adam lo fue recordando en el transcurso de la mañana del día siguiente, mientras Abandonaba por última vez el puesto de observación de la cumbre de la colina de Bel Air en compañía de Shively.
Y lo que no recordó por la mañana de aquel martes lo recordó, reuniéndolo cronológicamente, tendido más tarde en el sofá imaginándose a Sharon con su calor y su tacto y su amor.
Y ahora, este mismo martes por la noche, en vísperas de la realización del sueño, celebrándolo con sus amigos, Malone iba recordando una vez más todo el desarrollo del proyecto sentado en el sillón de cuero, fumándose un cigarrillo de hierba, dando intensas chupadas y escuchando la música sensual procedente del aparato estereofónico y los murmullos distantes de las voces de sus tres amigos.
Malone sabía que estaba bajo los efectos de la droga. Era el tercer cigarrillo que se fumaba. Pero daba igual. Lo importante era que se hallaban presentes Shively, Yost y Brunner, y que todos habían brindado por el éxito de la empresa y se habían aturdido tanto como él.
Sí, sí, estaban tan aturdidos, borrachos y atolondrados como él, porque estaban en vísperas de la gran aventura y habían decidido seguir adelante. Iban a llevar a cabo el experimento.
Malone fue vagamente consciente de cierto rumor de pasos, pudo distinguir a Brunner recogiendo su sombrero y un periódico y comprendió que, en su calidad de anfitrión, tenía que cumplir con sus obligaciones.
Haciendo un supremo esfuerzo, se levantó del sillón, se puso vacilantemente en pie y buscó y halló la botella de whisky medio vacía.
– Oye, Shiv -murmuró-, otro trago para el superchico, otro para el camino.
Shively cubrió el vaso con la mano.
– No -dijo con voz ronca-, tengo que irme. Tengo que dormir un poco porque mañana me levantaré muy temprano.
Yost y Brunner ya se estaban dirigiendo hacia la puerta haciendo eses.
Malone les siguió dando traspiés y agitando la botella.
– Otro para el camino.
Ambos rehusaron y Yost dijo alegremente:
– Ya tenemos bastante para el camino.
Chicos, será mejor que no me olvide. Mañana temprano vendré aquí a teñirme el pelo.
– No importa -dijo Malone-, no te olvidarás.
Bueno, chicos, ¿lo habéis entendido bien? Kyle subirá a Bel Air a las cinco de la madrugada y desconectará el motor de la verja.
¿De acuerdo? Después regresará a casa, cambiará su coche por la camioneta y vendrá aquí a las seis de la madrugada para recogernos.
– Yo vendré antes para teñirme el pelo -dijo Yost eructando.
– Pues claro -dijo Malone-.
Lo único que nos queda es la cita con Sharon Fields.
– Ya lo creo -dijo Yost riéndose-, mañana por la noche a esta hora casi no puedo creerlo una cita con la mujer que todo hombre desea y no puede alcanzar sólo la tendremos nosotros disfrutaremos de la mejor experiencia de la tierra.
– Puedes estar seguro -dijo Shively desde la puerta abierta sonriendo con perversidad-.
Espero que esta noche descanse y duerma bien, porque después ya no va a poder dormir mucho, ¿no es cierto, muchachos?
Todavía era martes por la noche. Casi medianoche. La mañana del miércoles estaba al llegar.
La gran mansión de estilo colonial español, con sus dos pisos y sus veinte habitaciones, irguiéndose sobre una elevación de terreno en medio de la vasta extensión que cerraba el Camino Levico, centelleaba como un ascua de luz rodeada de oscuridad.
Dentro, al fondo del espacioso salón rectangular, más allá de los alegres grupos de invitados de todas las edades elegantemente ataviados, frente a la gran repisa de madera de roble grabada de la chimenea y el óleo de Magritte colgado más arriba, Sharon Fields seguía presidiendo la fiesta muy a pesar suyo.
Cuatro de sus invitados -un productor británico, un "playboy" sudamericano, un millonario de Long Island y un modisto francés-habían formado un semicírculo a su alrededor y la tenían acorralada contra la chimenea.
Puesto que tenía previsto salir hacia Londres pasado mañana, le habían estado hablando de apartados restaurantes que no tenía que perderse.
Y dado que la conversación iba dirigida a ella y era en su provecho, se había visto obligada a mostrarse insólitamente atenta.
Pero ahora ya se había hartado, se estaba cansando y sólo deseaba poder librarse de ellos cuanto antes y que la dejaran en paz.
Con mucho optimismo y hasta con entusiasmo, Sharon Fields había organizado a última hora aquella fiesta de despedida para tener la oportunidad de ver a algunos antiguos amigos y personas del ambiente cinematográfico, para poder corresponder a ciertas deudas sociales que tenía contraídas, y para poder manifestar su agradecimiento a sus colaboradores en la película sobre Mesalina.
Había estado deseando que empezara la fiesta y ahora estaba deseando que terminara.
Mientras se esforzaba por escuchar y responder a las interminables idioteces superficiales de aquellos estúpidos, a propósito de las especialidades del Caballo Hambriento de la calle Fulham, del Keats de Downshire Hill y del Sheekey's justo a la salida de la calle St. Martin's, advirtió que se estaba marchitando.
Se preguntó si se notaría por fuera. Pero sabía por experiencia que jamás se notaba. Lo que tenía dentro jamás lo reflejaba exteriormente.
La máscara teatral que tanto tiempo llevaba luciendo se había convertido en una especie de segunda piel que no permitía que se filtrara nada y que jamás la traicionaba.
Estaba segura de que su aspecto era idéntico al que había ofrecido al recibir cinco horas antes a los primeros invitados.
Se había vestido con sencillez para esta velada: una fina blusa blanca de profundo escote sin sujetador debajo, una falda corta de gasa con suave estampado, cinturón ancho, pantimedias color piel que realzaban sus largas y bien torneadas piernas y ningún adorno en las manos o la blusa, simplemente el pequeño brillante de un cuarto de millón colgándole de una fina cadena de oro y hundiéndose en la profunda hendidura del busto.
No se había tomado la molestia de recogerse el cabello y éste le caía suavemente por los hombros. Apenas se había maquillado los almendrados ojos, al objeto de que destacaran más el felino verdor de los mismos. Llevaba los carnosos y húmedos labios más pintados que de costumbre.
Antes de que comenzara la fiesta, se había admirado en el espejo de metro ochenta de altura que tenía en el piso de arriba para comprobar cuán alto y firme se mantenía su busto increíble sin la ayuda del sujetador.
Claro, que parte del mérito se debía al incesante régimen espartano de ejercicios que seguía. Por consiguiente, al recibir a sus primeros invitados, se había sabido impecable y atractiva. Pero ahora, tras largas horas de tragos, de cena y de conversación, le dolían los hombros, le dolían las pantorrillas y los pies, le zumbaban los oídos y se sentía aturdida. Pero se tranquilizó pensando que su aspecto debía ser tan lozano y deslumbrante como había sido a las siete y cuarto de la tarde. Estaba deseando saber la hora que era y, sí ya era tan tarde como suponía, podría dar por terminada la fiesta y verse libre de aquella pesadilla.
Súbitamente Sharon se percató de que los cuatro hombres no se estaban dirigiendo a ella, sino que se habían enzarzado en una ligera discusión acerca de algo de Centry.
Aquella distracción y aquel intervalo de libertad fueron suficientes. Se puso de puntillas para poder ver qué hora marcaba el reloj antiguo. Faltaban diez minutos para las doce. Menos mal. Ahora podría hacerlo.
Se apartó a un lado, buscó a su secretaria y amiga Nellie Wright, levantó levemente la mano para llamar la atención de Nellie y le hizo la señal. Nellie asintió.