Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Subió al salón de los investigadores en la segunda planta, con la esperanza de que hubiera allí no sólo alguien a quien conociera, sino también alguien con el que Bosch no se hubiera distanciado a lo largo de los años.

Abrió la puerta e inmediatamente lo recibió el aroma del café recién hecho. Sin embargo, la sala en sí era una mala noticia porque allí sólo estaba Larry Sakai, sentado a la mesa con los periódicos abiertos. Era un investigador del forense que nunca le había caído bien a Bosch y sabía que el sentimiento era mutuo.

– Harry Bosch -dijo Sakai después de levantar la mirada del periódico que tenía en las manos-. Hablando del rey de Roma, estaba leyendo un artículo que habla de ti. Dice que estás en el hospital.

– No, estoy bien, Sakai. ¿No me ves? ¿Están Hounchell o Lynch?

Hounchell y Lynch eran dos investigadores de los cuales Bosch sabía que le harían un favor sin pensárselo demasiado. Eran buena gente.

– No, están embolsando y etiquetando. Es una mañana atareada. La cosa vuelve a animarse.

Bosch había oído el rumor de que mientras se retiraban víctimas de uno de los edificios de apartamentos que se habían derrumbado tras el terremoto, Sakai había entrado con su propia cámara y había sacado fotos de personas muertas en sus camas, sobre las cuales se habían derrumbado los techos. Después vendió las fotos a los diarios sensacionalistas con nombre falso. Ése era el tipo de individuo que era Sakai.

– ¿Hay alguien más?

– No, Bosch, sólo yo. ¿Qué quieres?

– Nada.

Bosch volvió hacia la puerta, pero dudó. Necesitaba hacer las comparaciones de huellas y no quería esperar. Volvió a mirar a Sakai.

– Mira, Sakai, necesito un favor. Si quieres ayudarme te deberé una.

Sakai se inclinó en su silla. Bosch vio la punta de un palillo que asomaba entre sus labios.

– No lo sé, Bosch, que tú me debas una es como que una puta con sida me diga que me regala un polvo si le pago por el primero. -Sakai se rió de su comparación.

– Vale, muy bien.

Bosch se volvió y empujó la puerta, conteniendo la rabia.

Había dado dos pasos en el pasillo cuando oyó que Sakai lo llamaba de nuevo. Justo como había esperado. Respiró hondo y volvió al salón.

– Vamos, Bosch, no he dicho que no fuera a ayudarte. Mira, he leído tu historia en el periódico y lo siento por lo que estás pasando, ¿vale?

Sí, claro, pensó Bosch, pero no lo dijo.

– Vale -dijo.

– ¿Qué necesitas?

– Necesito conseguir un juego de huellas de uno de los clientes de la nevera.

– ¿Cuál?

– Mittel.

Sakai señaló con la cabeza el periódico, que había vuelto a dejar en la mesa.

– Ese Mittel, ¿eh?

– Sólo conozco uno.

Sakai se quedó en silencio mientras sopesaba la petición.

– Sabes que entregamos las huellas a los agentes asignados a los homicidios.

– Corta el rollo, Sakai. Sabes que lo sé y sabes si has leído el diario que yo no soy el agente investigador. Pero aun así necesito las huellas. ¿Vas a conseguirlas para mí o estoy perdiendo el tiempo contigo?

Sakai se levantó. Sabía que si se retiraba después de haber dado un primer paso, Bosch ganaría una posición superior en el inframundo de interacción masculina y en todos los tratos que siguieran.

Si Sakai seguía adelante y obtenía las huellas, entonces la ventaja sería obviamente para él.

– Cálmate, Bosch. Voy a ir a buscar las huellas. ¿Por qué no te sirves una taza de café y te sientas? Sólo pon una moneda de veinticinco en la caja.

Bosch detestaba la idea de estar en deuda con Sakai por nada, pero sabía que merecía la pena. Las huellas eran la única forma que conocía para cerrar el caso. O para abrirlo de nuevo.

Bosch se tomó una taza de café y en quince minutos el investigador del forense había vuelto. Todavía sacudía la tarjeta para que la tinta se secara. Se la pasó a Bosch y fue al mostrador a servirse otra taza de café.

– ¿Son de Gordon Mittel?

– Sí, eso ponía en la etiqueta del dedo gordo del pie. Y, tío, se pegó una buena caída.

– Me alegro de oírlo.

– ¿Sabes? Me suena que esa historia del diario no es tan sólida como los tipos del departamento aseguráis si estás colándote aquí a buscar las huellas de ese tipo.

– Es sólida, Sakai, no te preocupes por eso. Y será mejor que no me llame ningún periodista preguntándome si he ido a buscar huellas. O volveré.

– No te canses, Bosch. Coge las huellas y lárgate. Nunca he conocido a nadie que se empeñe tanto en que la persona que acaba de hacerle un favor se sienta mal.

Bosch tiró su taza de café en una papelera y empezó a salir.

Se detuvo en la puerta.

– Gracias.

La palabra le quemó en la boca. El tipo era un capullo.

– Sólo recuerda que me debes una, Bosch.

Bosch miró de nuevo a Sakai, que estaba revolviendo la nata en la taza. Bosch volvió a entrar y metió la mano en el bolsillo. Cuando llegó a la mesa sacó una moneda de veinticinco centavos y la echó por la ranura en la caja de latón que era el fondo para el café.

– Te invito al café -dijo Bosch-. Ahora estamos en paz.

Salió y en el pasillo oyó que Sakai lo llamaba gilipollas.

Para Bosch era una señal de que todo podía ir bien en el mundo. Al menos en el suyo.

Cuando Bosch llegó al Parker Center al cabo de quince minutos, se dio cuenta de que tenía un problema. Irving no le había devuelto su tarjeta de identificación porque ésta formaba parte de las pruebas recuperadas de la chaqueta de Mittel en el jacuzzi. Así que Bosch deambuló ante la fachada del edificio hasta que vio a un grupo de detectives y administrativos caminando hacia la puerta del anexo al edificio del ayuntamiento. Cuando el grupo entró y rodeó el mostrador de entrada, Bosch se acercó a ellos y pasó inadvertido junto al agente de guardia.

Bosch encontró a Hirsch ante su ordenador en la unidad de huellas y le preguntó si todavía tenía las sacadas de la hebilla del cinturón.

– Sí, he estado esperando que pasara a recogerlas.

– Bueno, antes tengo unas huellas que quiero que compares con ellas.

Hirsch lo miró, pero vaciló sólo un segundo.

– Vamos a verlas.

Bosch sacó del maletín la tarjeta con las huellas que Sakai le había dado y se la pasó. Hirsch la miró un momento, girando la tarjeta para que reflejara mejor la luz cenital.

– Éstas son muy claras. No le hace falta la máquina, ¿no? Sólo quiere comparadas con las huellas que trajo antes.

– Eso es.

– Vale, puedo mirarlas ahora mismo si quiere esperar.

– Quiero esperar.

Hirsch sacó del escritorio la tarjeta con las huellas del cinturón y se llevó ésa y la tarjeta del forense a la mesa de trabajo, donde las miró a través de una lámpara lupa. Bosch vio que sus ojos iban de un lado a otro como si estuviera mirando un partido de tenis.

Se dio cuenta mientras observaba el trabajo de Hirsch que más que nada en el mundo quería que el técnico lo mirara y le dijera que las huellas de las dos tarjetas correspondían a la misma persona. Quería que todo terminara. Quería dejarlo a un lado.

Al cabo de cinco minutos de silencio, el partido de tenis terminó y Hirsch lo miró y le notificó el resultado.

El último coyote - pic_47.jpg

Cuando Carmen Hinojos abrió la puerta de la sala de espera, pareció gratamente sorprendida de ver a Bosch sentado en el sofá.

– ¡Harry! ¿Está bien? No esperaba verle aquí hoy.

– ¿Por qué no? Es mi hora, ¿no?

– Sí, pero he leído en el periódico que estaba en el Cedars.

– Me he dado de alta.

– ¿Está seguro de que debería haber hecho eso? Tiene un aspecto…

– ¿Horrible?

– No quería decir eso. Pase.

Le mostró el camino y después cada uno ocupó su lugar habitual.

– En realidad teniendo en cuenta cómo me siento tengo un aspecto magnífico.

– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

– Porque todo fue por nada.

83
{"b":"109205","o":1}