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Las afirmaciones de Bosch venían seguidas por las advertencias de Irving de que la investigación aún estaba en pañales y que no se había llegado a conclusiones.

La parte que más le gustó a Bosch fueron las afirmaciones de algunos estadistas, incluidos varios del ayuntamiento, que expresaban su consternación tanto por las muertes de Mittel y de Conklin como por su implicación en asesinatos o en su encubrimiento. El artículo mencionaba también que la policía buscaba al empleado de Mittel, Jonathan Vaughn, como sospechoso de asesinato.

El relato era más tenue en relación a Pounds. No mencionaba que se sospechara o se supiera que Bosch había usado el nombre del teniente ni que ese uso hubiera conducido a la muerte de Pounds. El artículo simplemente citaba a Irving explicando que la conexión entre Pounds y el caso seguía investigándose, pero que al parecer Pounds podría haber dado con la misma pista que había seguido Bosch.

Irving se había contenido al hablar con Russell incluso después de haber amenazado a Bosch. Harry interpretó que el deseo del subdirector era que la ropa sucia del departamento se lavara en casa. La verdad dañaría a Bosch, pero también al departamento. Si Irving iba a actuar contra él, lo haría en privado, en el seno del departamento.

El Mustang alquilado de Bosch seguía en el aparcamiento de la residencia de La Brea. Había tenido suerte: las llaves estaban en la cerradura de la puerta, donde las había puesto un momento antes de ser agredido por Vaughn. Pagó al taxista y se metió en el Mustang.

Bosch decidió pasar por Mount Olympus antes de ir al Mark Twain. Enchufó el móvil al cargador del coche y se dirigió a Laurel Canyon Boulevard.

En Hércules Drive, frenó ante la verja de la nave espacial en tierra de Mittel. La puerta estaba cerrada y todavía había una cinta policial amarilla colgada de ella. Bosch no vio coches en el sendero de entrada; el lugar permanecía en silencio y en paz. Y enseguida supo que no tardarían en erigir un cartel de «En venta» y que el siguiente genio se mudaría allí y pensaría que era el dueño de todo lo que abarcaba su vista.

Bosch siguió conduciendo. En cualquier caso, la mansión de Mittel no era lo que quería ver.

Al cabo de quince minutos, Bosch tomó el familiar giro a Woodrow Wilson, pero se encontró con un panorama desconocido. Su casa ya no estaba, su desaparición era tan cegadora en el paisaje como un diente que falta en una sonrisa.

Junto a la acera había dos enormes contenedores de construcción llenos de maderas rotas, metal destrozado, cristales hechos añicos… Los escombros de su hogar. Asimismo habían puesto un contenedor móvil junto al bordillo y Bosch asumió -esperó- que contuviera las propiedades salvables antes de que la casa fuera arrasada.

Aparcó y caminó hasta el sendero de losas que antes conducía a la puerta principal de su casa. Miró hacia abajo, pero lo único que quedaba allí eran seis pilares que asomaban de la ladera como lápidas. Podía reconstruir la casa a partir de esos pilares si se lo proponía.

Un movimiento en las acacias que había cerca de los pilares captó su atención. Vio un relámpago de marrón y después la cabeza de un coyote que se movía con lentitud entre los arbustos. El animal no llegó a oír a Bosch ni miró hacia arriba. Enseguida se marchó y Harry lo perdió de vista en los arbustos.

Pasó otros diez minutos allí, fumando un cigarrillo y esperando, pero no vio nada más. Pronunció un adiós silencioso a la casa. Tenía la sensación de que no iba a volver.

El último coyote - pic_46.jpg

Cuando Bosch llegó al Mark Twain, la ciudad se estaba despertando. Desde su habitación oyó un camión de basura que se abría paso por el callejón, llevándose los desperdicios de una semana. Eso le hizo pensar otra vez en su casa, pulcramente metida en dos contenedores.

Por fortuna, lo distrajo el sonido de una sirena. La identificó como la de un coche patrulla y no la de un camión de bomberos. Sabía que oiría muchas sirenas con la comisaría al fondo de la calle. Paseó por sus dos habitaciones y se sintió inquieto y fuera de lugar, como si su vida pasara por delante mientras él estaba allí bloqueado. Preparó café en la cafetera que se había traído de casa, sin embargo, sólo le sirvió para ponerse más nervioso.

Volvió a intentar leer el periódico, pero no había nada que le interesara salvo el artículo que ya había leído en la primera página. Hojeó de todos modos la fina sección metropolitana y vio un artículo que contaba que las dependencias oficiales del condado estarían equipadas con cartapacios a prueba de balas que los empleados podrían levantar como escudo en el caso de que un maníaco entrara disparando. Tiró a un lado la sección metropolitana y volvió a coger la principal.

Bosch releyó el artículo acerca de su investigación y no pudo evitar una creciente sensación de que algo fallaba, de que faltaba algo o había algo incompleto. La narración de Keisha Russell era buena. Ése no era el problema. El problema estaba en ver la historia en palabras, impresa. No le pareció tan convincente como cuando la había recontado para ella o para Irving o incluso para sí mismo.

Dejó el periódico a un lado, se recostó en la cama y cerró los ojos. Rememoró la secuencia de acontecimientos una vez más y al hacerlo finalmente se dio cuenta de que el problema que le carcomía no estaba en el periódico, sino en lo que Mittel le había dicho. Bosch trató de recordar las palabras intercambiadas entre ellos en el césped pulcramente cuidado de detrás de la casa del millonario. ¿Qué se había dicho allí? ¿Qué había admitido Mittel?

Bosch sabía que en aquel momento Mittel se hallaba en una posición de aparente invulnerabilidad. Tenía a Bosch capturado, herido y condenado ante él. Su perro de presa, Vaughn, estaba preparado con un arma a la espalda de Bosch. En esa situación, Bosch creía que no había ninguna razón para que un hombre con el ego de Mittel se reservara. Y, de hecho, no se había reservado. Se había vanagloriado de su plan de controlar a Conklin y a otros. Había admitido libremente que, aunque de manera indirecta, había causado las muertes de Conklin y Pounds. Pero a pesar de esas confesiones, no había hecho lo mismo respecto al asesinato de Marjorie Lowe.

A través de las imágenes fragmentadas de esa noche, Bosch trató sin lograrlo de recordar las palabras exactas que se habían dicho. Su memoria visual era buena. Tenía a Mittel delante de él, ante el manto de luces. Pero las palabras se le escapaban. Mittel movía los labios, pero Bosch no podía desentrañar las palabras. Finalmente, después de intentarlo durante un rato, lo recordó. Oportunidad. Mittel había calificado la muerte de su madre de oportunidad. ¿Era eso un reconocimiento de culpabilidad? ¿Estaba diciendo que la había matado o que había ordenado su eliminación? ¿O simplemente estaba admitiendo que su muerte representó para él una oportunidad de la cual sacar partido?

Bosch no lo sabía, y el hecho de no saberlo era como una losa en su pecho. Trató de apartarlo de la cabeza y finalmente empezó a adormilarse. Los sonidos de la ciudad, incluso las sirenas, eran reconfortantes. Estaba en el umbral de la inconsciencia, casi dormido, cuando de repente abrió los ojos.

– Las huellas -dijo en voz alta.

Treinta minutos más tarde, afeitado, duchado y vestido con ropa limpia, Bosch se dirigía al centro de la ciudad. Llevaba puestas las gafas de sol y se miró en el espejo. Sus ojos maltrechos estaban ocultos. Se chupó los dedos y se aplastó el pelo rizado para cubrir mejor el lugar afeitado y los puntos en su cuero cabelludo.

En el Centro Médico del Condado y de la Universidad del Sur de California recorrió el aparcamiento de la parte posterior en busca de un lugar cercano a la oficina del forense del condado de Los Ángeles.

Entró por la puerta del garaje y saludó con la mano al vigilante de seguridad, al que conocía de vista. Éste le devolvió el saludo. Se suponía que los investigadores no entraban por la parte de atrás, pero Bosch llevaba años haciéndolo y no iba a cambiar hasta que alguien convirtiera eso en un caso federal. El vigilante que cobraba un sueldo mínimo era un candidato improbable para denunciarlo.

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