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– ¿Cómo lo sabes?

– Yo también estuve allí.

– Bosch, ¿estuviste allí?

Bosch cerró los ojos, pero su mente no podía penetrar la mortaja con la que el departamento había cubierto el caso.

– Harry, teníamos un trato. Cuéntame la historia.

Se fijó en que era la primera vez que ella usaba su nombre de pila. Bosch siguió sin decir nada mientras trataba de averiguar lo que había ocurrido y sopesaba las consecuencias de hablar con la periodista.

– ¿Bosch?

Vuelta a la normalidad.

– Muy bien. ¿Tienes el lápiz? Voy a darte lo suficiente para que empieces. Tendrás que ir a Irving a conseguir el resto.

– Le he estado llamando. Ni siquiera se pone al teléfono.

– Lo hará cuando sepa que conoces la historia. Tendrá que hacerlo.

Cuando Bosch hubo terminado su relato estaba fatigado y volvía a dolerle la cabeza. Estaba listo para irse a dormir, si tuviera sueño. Quería olvidarlo todo y sólo dormir.

– Es una historia increíble, Bosch -dijo ella cuando él hubo terminado-. Eh, siento lo de tu madre.

– Gracias.

– ¿Y Pounds?

– ¿Qué pasa con Pounds?

– ¿Está relacionado? Irving estaba de mandamás de aquella investigación. Y ahora de ésta.

– Tendrás que preguntarle a él.

– Si consigo que se ponga al aparato.

– Cuando telefonees dile al secretario que llamas de parte de Marjorie Lowe. Volverá a llamarte cuando reciba el mensaje. Te lo garantizo.

– Vale, Bosch, la última cosa. No hablamos de esto al principio, cuando deberíamos haberlo hecho. ¿Puedo usar tu nombre como fuente?

Bosch pensó en ello, pero sólo unos segundos.

– Sí, puedes usarlo. No sé cuánto vale mi nombre, pero puedes usado.

– Gracias, ya nos veremos. Eres un colega.

– Sí, soy un colega.

Bosch colgó y cerró los ojos. Se adormiló y perdió la noción del tiempo. Lo interrumpió el teléfono. Era Irving y estaba furioso.

– ¿Qué ha hecho?

– ¿A qué se refiere?

– Acaba de llamarme una periodista. Dice que llama de parte de Marjorie Lowe. ¿Ha hablado con periodistas de esto?

– He hablado con una.

– ¿Qué le ha dicho?

– Le he dicho lo suficiente para que usted no pueda dinamitar este caso.

– Bosch…

No terminó. Hubo un largo silencio y después Bosch fue el primero en hablar.

– Iban a taparlo todo, ¿verdad? A echarlo todo en la basura como hicieron con ella. Después de todo lo que ha ocurrido, ella todavía no cuenta, ¿no?

– No sabe de qué está hablando.

Bosch se incorporó. Estaba furioso. Inmediatamente, le invadió una sensación de vértigo. Cerró los ojos hasta que se le pasó.

– Bueno, entonces, ¿por qué no me dice lo que yo no sé? ¿Vale, jefe? Usted es el que no sabe de qué está hablando. He oído lo que han hecho público. Que podría no haber conexión entre Conklin y Mittel. ¿Qué clase de…? ¿Cree que voy a quedarme aquí sentado? Y Vaughn. Ni siquiera lo menciona. Un puto mecánico con mono, lanza a Conklin por la ventana y está a punto de hacerme morder el polvo. Él mató a Pounds y ni siquiera merece una mención vuestra. Así que, jefe, ¿por qué no me cuenta qué coño es lo que no sé?

– Bosch, escúcheme. ¡Escúcheme! ¿Para quien trabajaba Mittel?

– Ni lo sé ni me importa.

– Lo empleaba gente muy poderosa. Algunos de los más poderosos de este estado, algunos de los más poderosos del país. Y…

– ¡Me importa una mierda!

– …una mayoría del ayuntamiento.

– ¿Y? ¿Qué me está diciendo? El ayuntamiento y el gobernador y los senadores y toda esa gente, ¿qué? ¿Ahora también están implicados? ¿También les está cubriendo el culo?

– Bosch, ¿puede calmarse y entrar en razón? Escúchese. Por supuesto que no estoy diciendo eso. Lo que estoy tratando de explicarle es que si mancha a Mittel con esto, entonces salpica a mucha gente poderosa que está asociada con él o que ha usado sus servicios. Eso podría volverse contra este departamento, así como contra usted o contra mí, con consecuencias incalculables.

Bosch comprendió que eso era todo. Irving el pragmático había tomado la decisión, probablemente junto con el jefe de policía, de poner al departamento y a ellos mismos por encima de la verdad. El asunto apestaba como la col podrida. Bosch sintió que el cansancio le pasaba por encima como una ola. Se estaba ahogando en ella. Ya tenía bastante.

– Y al lavarles la cara, les está ayudando de manera incalculable, ¿no? Y estoy seguro de que usted y el jefe han estado toda la mañana al teléfono dejando que aquella gente poderosa lo supiera. Todos están en deuda con usted, todos le deben una buena al departamento. Es genial, jefe. Es un gran trato. Supongo que no importa que no tenga nada que ver con la verdad.

– Bosch, quiero que vuelva a llamarla. Llame a esa periodista y dígale que ha recibido ese golpe en la cabeza y que…

– ¡No! No voy a llamar a nadie. Es demasiado tarde. He contado la historia.

– Pero no toda. La historia completa es igualmente dañina para usted, ¿verdad?

Allí estaba. Irving lo sabía. O bien lo sabía o había supuesto con acierto que Bosch había usado el nombre de Pounds y que en última instancia era responsable de su muerte. Ese conocimiento era su arma contra Bosch.

– Si no puedo contener esto -agregó Irving-, podría tener que tomar medidas contra usted.

– No me importa -dijo Bosch con calma-. Puede hacerme lo que quiera, pero la historia se va a conocer, jefe. La verdad.

– Pero ¿es la verdad? ¿Toda la verdad? Lo dudo, y en lo más profundo usted también lo duda. Nunca sabremos toda la verdad.

Siguió un silencio. Bosch aguardó a que Irving dijera algo más y cuando sólo hubo más silencio, colgó. Después desconectó el teléfono y finalmente se puso a dormir.

El último coyote - pic_45.jpg

Bosch se despertó a las seis a la mañana siguiente y con vagos recuerdos de su sueño, que había sido interrumpido por una cena horrible y las visitas de enfermeras por la noche. Sentía la cabeza espesa. Se tocó con suavidad la herida y descubrió que ya no estaba tan tierna como el día anterior. Se levantó y caminó un poco por la habitación. Parecía haber recuperado el equilibrio.

En el espejo del baño sus ojos eran todavía un batiburrillo de colores, pero la dilatación de las pupilas se había reducido. Sabía que era el momento de irse. Se vistió y salió de la habitación con el maletín en la mano y la americana manchada echada sobre el brazo.

En la sala de enfermeras pulsó el botón del ascensor y esperó. Se fijó en que una de las auxiliares médicas de detrás del mostrador lo miraba. Aparentemente no lo había reconocido, especialmente vestido de calle.

– Disculpe, ¿puedo ayudarle?

– No, estoy bien.

– ¿Es usted un paciente?

– Lo era. Me voy. Habitación cuatrocientos diecinueve. Bosch.

– Espere un momento, señor, ¿qué está haciendo?

– Me marcho. Me voy a casa.

– ¿Qué?

– Envíeme la factura.

Las puertas del ascensor se abrieron y Bosch entró.

– No puede hacer eso -lo llamó la enfermera-. Deje que vaya a buscar al médico.

Bosch levantó la mano y le dijo adiós.

– ¡Espere!

Las puertas se cerraron.

Bosch compró un periódico en el vestíbulo y cogió un taxi. Le dijo al conductor que lo llevara a Park La Brea. Por el camino, leyó el artículo de Keisha Russell. Estaba en la primera página y era un relato abreviado de lo que él le había contado el día anterior. Todo iba acompañado de la advertencia de que el caso seguía bajo investigación, pero fue grato leerlo.

Se mencionaba a Bosch como fuente y como protagonista del caso. A Irving también se lo mencionaba como fuente. Bosch supuso que al final el sub director había decidido jugársela con la verdad o con una aproximación a ella, una vez que Bosch ya la había hecho correr. Era la opción más pragmática. De este modo daba la sensación de que mantenía el control de la situación. Irving era la voz de la razón conservadora en el relato.

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