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Y al considerar esa pregunta, Bosch se dio cuenta de que el esfuerzo de su madre por salvarle, en última instancia, la había conducido a la muerte.

– ¿Está usted bien, señor Bosch?

La enfermera entró rápidamente en la habitación y dejó la bandeja en la mesa ruidosamente. Bosch no le respondió. Apenas se fijó en ella. La enfermera cogió la servilleta de la bandeja y le limpió con ella las lágrimas de las mejillas.

– No pasa nada -le calmó-. No pasa nada.

– ¿No?

– Es por la herida. No hay nada por lo que avergonzarse. Las heridas en la cabeza hacen que se mezclen las emociones. En un momento estás llorando y al siguiente estás riendo. Deje que corra esas cortinas. Tal vez eso lo anime.

– Lo único que quiero es estar solo.

La enfermera no le hizo caso y abrió las cortinas. Bosch vio otro edificio a veinte metros. Pero no lo animó. La vista era tan deprimente que le hizo reír. También le recordó que estaba en el Cedars. Reconoció la otra torre del hospital.

La enfermera cerró entonces el maletín para así poder acercar la mesa con ruedas a la cabecera de la cama. En la bandeja había una fuente que contenía un bistec Salisbury, zanahorias y patatas. Había un panecillo que parecía tan duro como una bola del ocho que había encontrado en el bolsillo la noche interior y algún tipo de postre rojo envuelto en plástico. La fuente y su olor le provocaron una náusea.

– No voy a comerme eso. ¿Hay copos de cereales?

– Tiene que tomar un almuerzo completo.

– Acabo de levantarme. Me han mantenido toda la noche en vela. No puedo comerme esto. Me da ganas de vomitar.

La enfermera recogió rápidamente la bandeja y se dirigió a la puerta.

– Veré qué puedo hacer con los cereales. -Se volvió hacia él y sonrió antes de salir por la puerta-. Anímese.

– Sí, ésa es la receta.

Bosch no sabía qué hacer salvo dejar pasar el tiempo. Empezó a pensar en su encuentro con Mittel, en lo que se había dicho y en lo que significaba. Había algo que le molestaba.

Le interrumpió el sonido de un bip procedente del panel lateral de la cama. Miró hacia abajo y vio que era el teléfono.

– ¿Hola?

– ¿Harry?

– Sí.

– Soy Jazz. ¿Estás bien?

Hubo un largo silencio. Bosch no sabía si estaba preparado para hablar con ella, pero de pronto era inevitable.

– ¿Harry?

– Estoy bien. ¿Cómo me has encontrado?

– El hombre que me llamó ayer. Irving no sé cuantos. Él…

– El jefe Irving.

– Sí. Llamó y me dijo que estabas herido. Me dio el número.

Eso molestó a Bosch, pero trató de no revelarlo.

– Bueno, estoy bien, pero no puedo hablar.

– ¿Qué ocurrió?

– Es una larga historia. No quiero explicarla ahora.

Esta vez ella se quedó en silencio. Era uno de esos momentos en que ambos interlocutores tratan de interpretar el silencio, de entender lo que el otro quiere decir en lo que no se está diciendo.

– ¿Lo sabes?

– ¿Por qué no me lo dijiste, Jasmine?

– Yo…

Más silencio.

– ¿Quieres que te lo cuente ahora?

– No lo sé…

– ¿Qué te dijo?

– ¿Quién?

– Irving.

– No fue él. Él no lo sabe. Fue otra persona, alguien que quería herirme.

– Fue hace mucho tiempo, Harry. Quiero explicarte lo que pasó…, pero no por teléfono.

Bosch cerró los ojos y pensó un momento. Sólo oír la voz de Jasmine había renovado su sensación de conexión con ella, pero tenía que plantearse si quería meterse en eso.

– No lo sé, Jazz. Tengo que pensar en…

– Mira, ¿qué se supone que tenía que hacer? ¿Llevar una señal para advertirte desde el principio? Dime, ¿cuándo era el momento oportuno para que te lo contara? ¿Después de aquella primera limonada? Debería haberte dicho: «Ah, por cierto, hace seis años maté al hombre que estaba viviendo conmigo cuando trató de violarme por segunda vez en la misma noche.» ¿Eso habría sido apropiado?

– Jazz, no…

– ¿No qué? Mira, los polis no me creyeron aquí, ¿qué debería esperar de ti?

Bosch se dio cuenta de que ella estaba llorando, no porque pudiera oírla, sino porque se percibía en su voz, cargada de soledad y dolor.

– Me dijiste cosas -dijo ella-. Pensaba que…

– Jazz, pasamos un fin de semana Juntos. Estás dando demasiada…

– ¡No te atrevas! No me digas que no significó nada.

– Tienes razón. Lo siento… Mira, no es el momento adecuado. Me juego demasiado. Te llamaré yo.

Ella no dijo nada.

– ¿De acuerdo?

– De acuerdo, Harry, llámame.

– Vale, adiós, Jazz.

Colgó y se quedó unos segundos con los ojos cerrados. Sentía el entumecimiento de la decepción que acompaña a las esperanzas rotas y se preguntó si volvería a hablar con ella otra vez. Al analizar sus pensamientos se dio cuenta de que todos parecían el mismo. Y por tanto su miedo no tenía que ver con lo que ella había hecho, fueran cuales fuesen los detalles. Su temor era que de hecho la llamaría y que podría quedar entrelazado con alguien con más carga emocional que él mismo.

Abrió los ojos y trató de apartar sus pensamientos. Pero volvió a pensar en Jasmine. Se descubrió a sí mismo maravillándose por la aleatoriedad de su encuentro. Un anuncio de periódico. Bien podría haber puesto: «Asesina blanca soltera busca alma gemela.» Se rió en voz alta, pero no tenía ninguna gracia.

Encendió la televisión para distraerse. El presentador del programa de entrevistas estaba entrevistando a mujeres que le habían robado el novio a su mejor amiga. Las mejores amigas también estaban en el plató y cada pregunta se convertía en una pelea de gatos verbal. Bosch bajó el volumen y observó diez minutos en silencio, examinando las contorsiones de los rostros furiosos de las mujeres.

Al cabo de un rato apagó la tele y llamó a la sala de enfermeras por el interfono para pedir sus cereales. La enfermera con la que habló no sabía nada de su petición de desayuno a la hora del almuerzo. Llamó de nuevo al número de Meredith Roman, pero colgó cuando le saltó el contestador.

Justo cuando Bosch estaba empezando a tener hambre suficiente para sentirse tentado de volver a pedir el bistec Salisbury, una enfermera entró finalmente con otra bandeja de comida. Ésta contenía un plátano, un vaso pequeño de zumo de naranja, un bol de plástico con una caja pequeña de Frosted Flakes y un brik de leche. Bosch le dio las gracias y empezó a comer los cereales directamente de la caja. No quería nada más.

Cogió el teléfono, marcó el número principal del Parker Center y preguntó por el despacho del subdirector Irving. El secretario que respondió al fin dijo que Irving estaba en una conferencia con el jefe de policía y que no podía molestarle. Bosch dejó su número.

A continuación llamó al número de Keisha Russell en el periódico.

– Soy Bosch.

– Bosch, ¿dónde te has metido? ¿Has apagado el teléfono?

Bosch buscó en su maletín y sacó el teléfono. Comprobó la batería..

– Lo siento, está muerto.

– Genial. Eso no me ayuda mucho, ¿sabes? Los dos nombres más importantes de ese recorte que te di murieron anoche y ni siquiera me llamas. Menudo trato hicimos.

– Eh, estoy llamando, ¿vale?

– ¿Qué tienes para mí?

– ¿Qué tienes tú ya? ¿Qué están diciendo?

– No están diciendo nada. Estaba esperándote, tío.

– Pero ¿qué están diciendo?

– Lo que te digo, nada. Están diciendo que ambas muertes están siendo investigadas y que no existe una conexión clara. Están haciéndolo pasar por una gran coincidencia.

– ¿Y el otro hombre? ¿Han encontrado a Vaughn?

– ¿Quién es Vaughn?

Bosch no podía entender qué estaba ocurriendo, por qué lo encubrían. Sabía que debía esperar a tener noticias de Irving, pero le costaba contener la rabia.

– ¿Bosch? ¿Estás ahí? ¿Qué otro hombre?

– ¿Qué están diciendo de mí?

– ¿De ti? No están diciendo nada.

– El nombre del otro hombre es Jonathan Vaughn. También estaba allí, en casa de Mittel, anoche.

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