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– ¿Quiere que las pase por el AFIS?

– Exacto. Es cuestión de intentarlo. Echar los dados, a lo mejor tenemos suerte y pillamos a un autostopista en la superautopista de la información. Ha ocurrido antes. Edgar y Burns de homicidios de Hollywood resolvieron un viejo caso esta semana con una búsqueda en el AFIS. Estuve hablando con Edgar y me dijo que uno de los tipos de aquí (creo que era Donovan) dijo que el ordenador tiene acceso a millones de huellas de todo el país.

Hirsch asintió sin entusiasmo.

– Y no son sólo huellas de delincuentes, ¿verdad? -preguntó Bosch-. Tienen a militares, policías, servicio civil, todo, ¿verdad?

– Sí, eso es. Pero, mire, detective Bosch, nosotros…

– Harry.

– De acuerdo, Harry. Es una gran herramienta que mejora constantemente. Tiene razón en eso, pero todavía hay aquí elementos humanos y de tiempo. Las huellas tienen que escanearse y codificarse y entonces hay que introducir esos códigos en el ordenador. Y ahora mismo tenemos un retraso de doce días.

Hirsch señaló la pared de encima del ordenador. Había un letrero con números que cambiaban. Como los letreros del sindicato de policías que decían X número de días desde la última muerte en acto de servicio.

SISTEMA AFIS

Las búsquedas se procesan en 12 días.

¡No hay excepciones!

– Así que, ya ve, no podemos colar a cualquiera que entra aquí y ponerlo encima del paquete, ¿entiende? Ahora bien, si quiere rellenar un formulario de búsqueda, puedo…

– Mira, sé que hay excepciones. Especialmente en casos de homicidios. Alguien hizo esa búsqueda para Burns y Edgar el otro día. No esperaron doce días. Las miraron de inmediato y resolvieron tres casos como si nada. -Bosch chascó los dedos.

Hirsch lo miró a él y luego de nuevo al ordenador.

– Sí, hay excepciones. Pero llegan de arriba. Si quiere hablar con la capitana LeValley, tal vez ella lo apruebe. Si…

– Burns y Edgar no hablaron con ella. Alguien simplemente les buscó las huellas.

– Bueno, entonces se hizo contra las normas. Debían de conocer a alguien que se las buscó.

– Bueno, yo te conozco a ti, Hirsch.

– ¿Por qué no rellena un formulario y yo veré qué…?

– Vamos, ¿cuánto tiempo vas a tardar? ¿Diez minutos?

– No, en su caso mucho más. Esta tarjeta es una reliquia. Está obsoleta. Tendría que pasarla por el Livescan, que entonces asignaría códigos a las huellas. Después tendría que introducir los códigos manualmente. Entonces en función de las restricciones en la búsqueda que quiera podría…

– No quiero ninguna restricción. Quiero que se comparen en todas las bases de datos.

– Entonces el tiempo del ordenador podría ser de treinta o cuarenta minutos.

Con un dedo Hirsch se subió las gafas en el puente de la nariz como para puntuar su resolución de no quebrantar las normas.

– Bueno, Brad -dijo Bosch-, el problema es que no sé de cuánto tiempo dispongo para este caso. Seguro que doce días no. De ninguna manera. Estoy trabajando en esto porque tengo tiempo, pero en cuanto reciba una llamada sobre un caso fresco se acabó. Así son las cosas en homicidios. Así que, ¿estás seguro de que no hay nada que podamos hacer ahora mismo?

Hirsch no se movió. Se limitó a mirar la pantalla azul. A Bosch le recordó el orfanato, donde los chicos literalmente se apagaban como un ordenador en reposo cuando los matones los hostigaban.

– ¿Qué estás haciendo ahora, Hirsch? Podemos hacerlo ahora mismo.

Hirsch lo miró un largo momento antes de hablar.

– Estoy ocupado. Y mire, Bosch, yo le conozco, ¿vale? Lo de resolver viejos casos es una historia interesante, pero sé que una mentira. Sé que está de baja por estrés. Las noticias vuelan. Y ni siquiera debería estar aquí y yo no debería estar hablando con usted. Así que por favor déjeme solo. No quiero meterme en líos. No quiero que la gente se forme ideas erróneas, ¿vale?

Bosch lo miró, pero los ojos de Hirsch hablan vuelto a centrarse en la pantalla.

– Vale, Hirsch, deja que te cuente una historia real. Una…

– De verdad que no quiero más historias, Bosch. ¿Por qué no se…?

– Vaya contarte esta historia y después me voy, ¿de acuerdo? Sólo esta historia.

– Vale, Bosch, como quiera. Cuente la historia.

Bosch lo miró en silencio y esperó a que Hirsch estableciera contacto visual, pero los ojos del técnico de huellas seguían en la pantalla del ordenador como si ésta fuera su refugio.

Bosch explicó la historia de todos modos.

– Fue hace mucho tiempo, yo tengo casi doce años y allí estoy nadando en esa piscina. Estoy debajo del agua, pero tengo los ojos abiertos y miro hacia arriba y veo el borde de la piscina. Veo esa figura oscura. Era difícil saber qué era, lo veía todo ondulado. Pero vi que era un hombre y se suponía que no tenía que haber ningún hombre allí. Así que subí a tomar aire y comprobé que no me había equivocado. Era un hombre. Llevaba un traje oscuro. Se agachó y me agarró por la muñeca. Yo era un alfeñique. No le costó nada levantar me y sacarme del agua. Me dio una toalla para que me la pusiera en los hombros, me llevó a una silla y me dijo… me dijo que mi madre había muerto. La habían asesinado. Dijeron que no sabían quién había sido, pero quien había sido había dejado sus huellas dactilares. Dijo: «No te preocupes, hijo, tenemos sus huellas y son tan buenas como el oro. Lo encontraremos.» Recuerdo exactamente estas palabras: «Lo encontraremos.» Pero nunca lo hicieron. Y ahora voy a hacerlo yo. Ésa es mi historia, Hirsch.

La mirada de Hirsch se posó en la tarjeta amarillenta del teclado.

– Mire, es un mal rollo, pero no puedo hacerla. Lo siento.

Bosch lo miro Un momento y se levantó lentamente.

– No olvide la tarjeta -dijo Hirsch.

La cogió y se la tendió a Bosch.

– La dejo aquí. Vas a hacer lo correcto, Hirsch. Lo sé.

– No. No puedo…

– ¡La dejo aquí!

El poder de su voz pareció impresionarle incluso a él mismo y al parecer asustó a Hirsch. El técnico de huellas volvió a dejar la tarjeta en el teclado. Al cabo de unos segundos de silencio, Bosch se inclinó y habló con voz tranquila.

– Todo el mundo quiere tener la oportunidad de hacer lo que debe, Hirsch. Les hace sentirse bien interiormente. Aunque hacerlo no encaje exactamente en las reglas, a veces tienes que confiar en la voz interior que te dice lo que has de hacer.

Bosch volvió a levantarse y sacó la billetera y un boli. Sacó una de sus tarjetas y anotó en ella algunos números. La puso sobre el teclado, junto a la tarjeta impresa.

– Son los números de mi móvil y de casa. No te molestes en llamar a comisaría, ya sabes que no estoy allí. Esperaré tus noticias, Hirsch.

Bosch salió lentamente del laboratorio.

El último coyote - pic_16.jpg

Mientras esperaba el ascensor, Bosch supuso que su esfuerzo para persuadir a Hirsch había caído en saco roto. Hirsch era el tipo de hombre cuyas cicatrices externas ocultaban otras internas más profundas. En el departamento había muchos como él. Hirsch había crecido intimidado por su propio rostro. Probablemente era la última persona que se atrevería a franquear los límites de su trabajo o a saltarse las normas. Un autómata departamental más. Para él, hacer lo correcto era no hacer caso a Bosch. O denunciarlo.,

Pulsó el botón del ascensor de nuevo y pensó en qué más podía hacer. La búsqueda en el AFIS era una posibilidad remota, pero todavía quería hacerla. Era un cabo suelto, y toda investigación que se precie debe investigar los cabos sueltos. Decidió que concedería un día a Hirsch y que luego volvería a intentarlo con él. Si eso no funcionaba lo intentaría con otro técnico. Probaría con todos ellos hasta que introdujeran en el ordenador las huellas del asesino.

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