Algunos días costaba no creerlo. No obstante, Bosch trataba de conservar la fe. Alguien tenía que hacerlo. El diario decía que había más gente que se marchaba que gente que venía. Claro que a Bosch eso no le importaba. Él iba a quedarse.
Cortó hacia Ventura y se detuvo en una oficina de correo privada. No había más que facturas y propaganda en su buzón. Entró en una charcutería que había en la casa de al lado y pidió el especial para llevar: sándwich de pan integral de pavo con aguacate y brotes de soja.
Después continuó por Ventura hasta que ésta se convertía en Cahuenga, giró por Woodrow Wilson Drive y subió la colina hasta su casa. En la primera curva tuvo que reducir en la estrecha carretera para cruzarse con un coche patrulla del Departamento de Policía de Los Ángeles. Saludó, pero sabía que ellos no lo conocerían. Serían de la División de North Hollywood. No le devolvieron el saludo.
Siguió su práctica habitual de aparcar a media manzana de casa y volver caminando. Optó por dejar la bolsa de lona en el maletero porque tal vez necesitaría los archivos en el centro y se encaminó hacia su casa con la bolsa de viaje en una mano y la del sándwich en la otra.
Al llegar a la cochera, vio que un coche patrulla subía por la carretera. Lo observó y se dio cuenta de que eran los mismos dos agentes que acababa de cruzarse. Habían dado la vuelta por alguna razón. Esperó en el bordillo de la acera para ver si se detenían a preguntarle alguna dirección o a pedirle alguna explicación de su saludo, y porque no quería que lo vieran entrar en la casa condenada. Sin embargo, el coche pasó a su lado sin que ninguno de los agentes lo mirara siquiera. El conductor tenía la mirada fija en la carretera y el pasajero estaba hablando en el micrófono de la radio. Debía de ser un aviso, pensó Bosch. Aguardó hasta que el coche hubo pasado la siguiente curva y se dirigió a la cochera.
Después de abrir la puerta de la cocina, Bosch entró e inmediatamente sintió que algo no estaba en orden. Dio dos pasos antes de darse cuenta de qué era. Había un olor extraño en la casa, o al menos en la cocina. Era el aroma de un perfume. No, era colonia. Un hombre con colonia había estado en la casa recientemente o todavía seguía allí.
Dejó silenciosamente la bolsa de viaje y la del sándwich en el suelo de la cocina y buscó en su cintura. Los hábitos cuestan de olvidar. Todavía no tenía pistola y sabía que su arma de repuesto se hallaba en el estante del armario, cerca de la puerta de la calle. Durante un momento pensó en salir corriendo a la calle con la esperanza de alcanzar al coche patrulla, pero sabía que se había alejado hacía rato.
En lugar de eso, abrió un cajón, y sin hacer ruido, sacó un cuchillo de cocina pequeño. Tenía otros de hoja más grande, pero el pequeño resultaría más fácil de manejar. Avanzó hacia el arco que conducía de la cocina a la entrada principal de la ca sa. Se detuvo en el umbral, todavía oculto de quienquiera que pudiera estar allí, inclinó la cabeza y escuchó. Podía oír el zumbido amortiguado de la autovía debajo de la colina, detrás de la casa, pero nada procedente del interior. Pasó casi un minuto de silencio. Estaba a punto de salir de la cocina cuando oyó un sonido. Era el leve susurro de la ropa al moverse. Tal vez un cruzar o descruzar de piernas. Había alguien en el salón. Y sabía que ellos sabían que lo sabía.
– Detective Bosch -dijo una voz desde el silencio de la casa-. No hay peligro. Puede salir.
Bosch conocía la voz, pero estaba funcionando a un nivel de intensidad tan agudo que no pudo computarla y localizarla de inmediato. Lo único que sabía era que la había oído antes.
– Soy el subdirector Irving, detective Bosch -dijo la voz-. ¿Puede salir, por favor? Así nadie sufrirá ningún daño.
Sí, ésa era la voz. Bosch se relajó, puso el cuchillo en la encimera, la bolsa del sándwich en la nevera y salió de la cocina. Irving estaba allí, sentado en la silla del salón. En el sofá había dos hombres de traje a los que Bosch no reconoció. Al mirar alrededor, Bosch vio en la mesita de café su caja de cartas y tarjetas que guardaba en el armario. Vio que el expediente de asesinato que había dejado en la mesa del comedor estaba en el regazo de uno de los desconocidos. Habían estado registrando su casa y sus cosas.
Bosch comprendió de repente lo que había ocurrido fuera.
– He visto a vuestro vigilante. ¿Alguien quiere decirme qué está pasando?
– ¿Dónde ha estado, Bosch? -preguntó uno de los hombres de traje.
Bosch lo miró. No lo conocía de nada.
– ¿Quién coño lo pregunta?
Se dobló y recogió la caja de postales y cartas de la mesita de café que estaba enfrente del tipo.
– Detective -dijo Irving-, éste es el teniente Angel Brockman, y él es Earl Sizemore.
Bosch asintió. Reconoció uno de los nombres.
– He oído hablar de usted -dijo, mirando a Brockman-. Usted fue el que mandó a Bill Connors al armario. Eso le habrá servido para ser el hombre del mes en asuntos internos. Menudo honor.
El sarcasmo en la voz de Bosch era inequívoco, tal y como pretendía. El armario era el sitio donde la mayoría de los polis guardaban las pistolas cuando estaban fuera de servicio; en el argot del departamento, «ir al armario» era la forma de referirse al suicidio de un policía. Connors era un viejo poli de ronda en la División de Hollywood que se había suicidado el año anterior mientras estaba siendo investigado por asuntos internos por dar bolsitas de heroína a cambio de sexo a chicas fugadas. Después de que murió, las chicas admitieron que habían presentado su denuncia porque Connors siempre estaba encima de ellas para que se fueran del lugar donde él hacía la ronda. Había sido un buen hombre, pero vio que todo se amontonaba en su contra y decidió ir al armario.
– Fue su elección, Bosch. Y ahora usted tiene la suya. ¿Quiere decimos dónde ha estado las últimas veinticuatro horas?
– ¿Quiere decirme de qué va todo esto?
Oyó un sonido metálico procedente del dormitorio.
– ¿Qué coño…? -Se acercó a la puerta y vio a otro hombre de traje en su dormitorio, de pie junto al cajón abierto de la mesita de noche-. Eh, capullo, sal de ahí. ¡Sal ahora!
Bosch entró y cerró el cajón de una patada. El hombre retrocedió, levantó las manos como un prisionero y se metió en la sala.
– Y él es Jerry Toliver -agregó Irving-. Trabaja con el teniente Brockman en asuntos internos. El detective Sizemore se nos ha unido desde robos y homicidios.
– Fantástico -dijo Bosch-. Así que ya nos conocemos todos. ¿Qué está pasando?
Miró a Irving al decir esto, creyendo que si alguien podía darle una respuesta sincera ése era Irving. Cuando trataba con Bosch, Irving solía ir de frente.
– Detec… Harry, hemos de hacerle unas preguntas -dijo Irving-. Será mejor si dejamos las explicaciones para después.
Bosch se dio cuenta de que la cosa era grave.
– ¿Tienen una orden de registro para estar aquí?
– Se la enseñaremos luego -dijo Brockman-. Vamos.
– ¿Adónde vamos?
– Al centro.
Bosch había tenido los suficientes encuentros con asuntos internos para saber que las cosas se estaban llevando de otro modo en esa ocasión. El simple hecho de que Irving, el segundo hombre en el escalafón del departamento, estuviera con ellos era indicativo de la gravedad de su situación. Supuso que se trataba de algo más que del descubrimiento de su investigación privada. Si sólo se hubiera tratado de eso, Irving no estaría allí. Había algo que estaba terriblemente mal.
– Muy bien -dijo Bosch-. ¿Quién ha muerto?
Los cuatro lo miraron con caras impertérritas, confirmando que de hecho alguien había muerto. Bosch sintió que el pecho se le cerraba y por primera vez se empezó a asustar. Por su mente pasaron los nombres y las caras de la gente a la que había involucrado. Meredith Roman, Jake McKittrick, Keisha Russell, las dos mujeres de Las Vegas. ¿Quién más? ¿Jazz? ¿Podía haberla puesto en algún peligro? Entonces lo entendió. Keisha Russell. Probablemente la periodista había hecho lo que él le había advertido que no hiciera. Había acudido a Conklin o a Mittel y les había hecho preguntas sobre el viejo artículo que había sacado para Bosch. Había entrado a ciegas y estaba muerta a causa de su error.