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– ¿Keisha Russell? -preguntó.

No obtuvo respuesta. Irving se levantó y los demás lo siguieron. Sizemore conservó en la mano el expediente del caso. Iba a llevárselo. Brockman se metió en la cocina, cogió la bolsa de viaje y la llevó a la puerta.

– Harry, ¿por qué no viene con Earl y conmigo? -dijo Irving.

– ¿Y si nos reunimos allí?

– Viene conmigo.

Lo dijo con severidad, sin invitar a más discusión. Bosch levantó las manos, reconociendo que no tenía elección, y se acercó a la puerta.

Harry se sentó en la parte de atrás del LTD de Sizemore, justo detrás de Irving. Miró por la ventanilla mientras bajaban la colina. No logró evitar pensar en el rostro de la joven periodista. Su entusiasmo la había matado, pero Bosch no podía menos que compartir la culpa. Él había plantado la semilla del misterio en su cabeza y ésta había crecido hasta que la joven no pudo resistirse.

– ¿Dónde la encontraron? -preguntó Bosch.

Su pregunta fue recibida por el silencio. No entendía por qué no decían nada, sobre todo Irving. En el pasado el subdirector le había inducido a creer que había comprensión, cuando no simpatía, entre ambos.

– Le dije que no hiciera nada -explicó Bosch-. Le dije que esperara unos días.

Irving giró el cuello, de manera que podía ver parcialmente a Bosch detrás de él.

– Detective, no sé de qué ni de quién está hablando.

– De Keisha Russell.

– No la conozco.

Se volvió de nuevo. Bosch estaba desconcertado. Los nombres y rostros pasaron por su mente otra vez. Añadió el de Jasmine, pero enseguida la eliminó. Ella no sabía nada del caso.

– ¿McKittrick?

– Detective -dijo Irving, y de nuevo trató de volverse para mirar a Bosch-, estamos investigando el homicidio del teniente Harvey Pounds. Esos otros nombres no están relacionados. Si cree que es gente con la que deberíamos contactar, por favor, hágamelo saber.

Bosch estaba demasiado aturdido para responder. ¿Harvey Pounds? Eso no tenía sentido. No tenía nada que ver con el caso, ni siquiera estaba al corriente. Pounds nunca salía de su despacho, ¿cómo iba a haberse puesto en peligro? De repente sintió que una ola gélida le pasaba por encima. Lo entendió. Tenía sentido. Y en el momento en que lo vio, vio también su propia responsabilidad y el apuro en el que se encontraba.

– ¿Soy…?

No pudo terminar.

– Sí -dijo Irving-. Actualmente se le considera sospechoso. Ahora tal vez guarde silencio hasta que establezcamos una entrevista formal.

Bosch inclinó la cabeza contra el vidrio de la ventana y cerró los ojos.

– Ah, Dios…

Y en ese momento se dio cuenta de que no era mejor de lo que era Brockman por haber mandado a un hombre al armario. Porque, en la parte oscura de su corazón, Bosch supo que era responsable. No sabía cómo ni cuándo había ocurrido, pero lo sabía.

Había matado a Harvey Pounds. Y llevaba la placa del teniente en el bolsillo.

El último coyote - pic_32.jpg

Bosch estaba tan aturdido que apenas registró lo que ocurría a su alrededor. Después de que llegaron al Parker Center lo escoltaron al despacho de Irving en la sexta planta y lo sentaron en una silla en la sala de conferencias anexa. Estuvo allí solo durante media hora antes de que entraran Brockman y Toliver. Brockman se sentó enfrente de Bosch. Toliver a la derecha de Harry. Por el hecho de que estuvieran en la sala de conferencias de Irving en lugar de en una sala de interrogatorios de asuntos internos, resultaba obvio que Irving quería mantener un estrecho control. Si el caso resultaba ser el de un policía muerto a manos de otro policía, iba a necesitar el máximo control para contenerlo. Podía ser una debacle publicitaria que rivalizara con las de los días del caso Rodney King.

A través de su aturdimiento y del mazazo de que Pounds estuviera muerto, un pensamiento presionó para captar la atención de Bosch: él mismo se hallaba en una grave situación. Se dijo que no podía retraerse en una coraza. Debía mantenerse alerta. Al hombre que estaba sentado enfrente de él nada le gustaría más que colgarle a Bosch un crimen y estaba dispuesto a llegar a cualquier sitio para hacerlo. No bastaba con que Bosch supiera que, al menos físicamente, él no había matado a Pounds. Tenía que defenderse. Así que resolvió que no le mostraría nada a Brockman. Iba a ser tan duro como el resto de los que estaban en la sala. Se aclaró la garganta y empezó antes de que Brockman tuviera ocasión de hacerlo.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Soy yo quien nace las preguntas.

– Puedo ahorrarle tiempo, Brockman. Dígame cuándo ocurrió y le diré dónde estaba. Acabemos con esto. Entiendo por qué soy sospechoso. No se lo tendré en cuenta, pero está perdiendo el tiempo.

– Bosch, ¿no siente nada en absoluto? Un hombre ha muerto. Usted trabajaba con él.

– Lo que yo sienta no importa. Nadie merece ser asesinado, pero no voy a echarle de menos, y desde luego no voy a echar de menos trabajar con él.

– Dios. -Brockman sacudió la cabeza-. El hombre estaba casado, tenía un hijo en el instituto.

– Puede que ellos tampoco lo echen de menos, nunca se sabe. El tío era un capullo en el trabajo. No hay motivo para esperar que fuera distinto en casa. ¿Qué piensa su mujer de usted, Brockman?

– Ahórreselo, Bosch. No voy a caer en ninguna de sus…

– ¿Cree en Dios, Brockman?

– No se trata de mí ni de lo que yo crea, Bosch. Estamos hablando de usted.

– Es verdad, estamos hablando de mí. Así que le diré lo que pienso. No estoy seguro de lo que pienso. He gastado más de la mitad de mi vida y todavía no me he hecho una idea. Pero la teoría hacia la que me encamino es que todo el mundo en este planeta tiene alguna clase de energía que le hace ser lo que es. Todo es cuestión de energía. Y cuando mueres la energía simplemente se va a otra parte. ¿Y Pounds? Tenía mala energía, y ahora esa energía se ha ido a otra parte. Así que, respondiendo a su pregunta, no me siento muy mal porque haya muerto. Lo que me gustaría saber es adónde ha ido esa mala energía. Espero que no reciba usted una parte, Brockman. Ya tiene bastante.

Guiñó un ojo a Brockman y vio la momentánea confusión en el rostro del detective de asuntos internos mientras trataba de interpretar el significado de la pulla. Pareció sacudírsela y continuar.

– Ya basta de gracias. ¿Por qué se enfrentó al teniente Pounds en su despacho el jueves? Sabe que no puede ir a comisaría cuando está de baja.

– Bueno, es una situación paradójica. No podía ir allí, pero Pounds, mi superior, me llamó y me dijo que tenía que devolver el coche. ¿Lo ve?, era esa energía negativa en acción. Yo ya estaba de baja involuntaria, pero él no estaba satisfecho. También tenía que retirarme el coche. Así que le llevé las llaves. Era mi supervisor y me había dado una orden. De manera que ir allí rompía una de las normas, pero no ir también habría roto otra.

– ¿Por qué lo amenazó?

– No lo hice.

– Él presentó una adenda a la denuncia por agresión de dos semanas antes.

– No me importa lo que presentara. No hubo ninguna amenaza. El tipo era un cobarde. Probablemente se sintió amenazado. Pero no hubo amenaza. Es diferente.

Bosch miró al otro detective, Toliver. Parecía que iba a quedarse todo el tiempo en silencio. Era su papel. Se limitaba a mirar a Bosch corno si éste fuera una pantalla de televisión.

Bosch observó el resto de la sala y por primera vez se fijó en el teléfono que estaba en el banco de la izquierda de la mesa. La luz verde mostraba que se estaba celebrando una llamada de conferencia. La entrevista se estaba trasmitiendo fuera de la sala. Probablemente a una grabadora, seguramente a la oficina de Irving en la puerta de al lado.

– Hay un testigo -dijo Brockman.

– ¿De qué?

– De la amenaza.

– Mire, teniente, ¿por qué no me dice exactamente cuál fue la amenaza para que yo sepa de qué estamos hablando? Al fin y al cabo, si cree que la hice, ¿qué hay de malo en que sepa qué fue lo que dije?

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