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Usando su tarjeta AT amp;T marcó el número de información de Sacramento y después el de las oficinas estatales y preguntó por el registro mercantil. En tres minutos averiguó que McCage Inc. no era una empresa de California y nunca lo había sido, al menos según los registros que se remontaban a 1971. Colgó y siguió de nuevo el mismo proceso, esta vez llamando a las oficinas estatales de Nevada en Carson City.

La administrativa que le atendió le dijo que la empresa McCage Inc. había cerrado y le preguntó si aun así le interesaba la información de que disponía el estado. Bosch respondió que sí animadamente y la administrativa le dijo que tenía que pasar a microficha y que tardaría unos minutos. Mientras esperaba, Bosch sacó una libreta y se preparó para tomar notas. Vio que la puerta de embarque había abierto y que la gente empezaba a subir al avión. No le importó, si era necesario lo perdería. Estaba demasiado excitado para hacer otra cosa que no fuera esperar al teléfono.

Bosch examinó las filas de tragaperras del centro de la terminal. Estaban llenas de gente que apuraba su última oportunidad con la fortuna ames de irse o la primera después de haber bajado de aviones procedentes de todo el país y de todo el mundo. A Bosch nunca le había atraído jugar contra las máquinas. No lo entendía.

Observando a los que se hallaban ante las tragaperras le resultaba fácil descubrir quiénes estaban ganando y quiénes no. No hacía falta ser detective para interpretar las caras. Una mujer con un oso de peluche bajo el brazo estaba jugando en dos máquinas al mismo tiempo, y Bosch vio que lo único que estaba logrando era doblar sus pérdidas. A su izquierda había un hombre con un sombrero vaquero negro que estaba llenando la máquina con monedas y tirando de la palanca lo más rápido que podía. Bosch se fijó en que estaba jugando en una máquina de monedas de un dólar y que iba al máximo de cinco dólares en cada jugada. Calculó que, en los pocos minutos que lo había observado, el hombre había gastado sesenta dólares sin obtener nada a cambio. Al menos no llevaba ningún animal de peluche.

Bosch volvió a fijarse en la puerta. La cola de gente que quería embarcar había quedado reducida a unos pocos rezagados. Harry sabía que iba a perderlo. Pero no le importaba. Esperó y permaneció calmado.

De repente se escuchó un grito y Bosch miró y vio al hombre del sombrero vaquero agitando éste mientras la máquina entregaba el bote. La mujer del animal de peluche se retiró de las máquinas y observó solemnemente el pago. Cada clinc metálico de los dólares que caían en la bandeja debía de sonarle como un martillazo en el cráneo. Un recordatorio constante de que ella estaba perdiendo.

– ¡Mírame ahora, pequeña! -gritó el vaquero.

No parecía que la exclamación estuviera dirigida a nadie en particular. El tipo se agachó y empezó a guardarse las monedas en el sombrero. La mujer del oso de peluche volvió a lo suyo en la tragaperras.

Justo cuando estaban cerrando la puerta, la administrativa volvió a ponerse al teléfono. Le dijo a Bosch que los registros inmediatamente disponibles mostraban que McCage se había constituido en noviembre de 1962 y fue disuelta por el estado veintiocho años después, cuando pasó un año sin que pagaran las tarifas de renovación y las tasas para mantener la empresa abierta. Bosch sabía que eso había ocurrido porque Eno había muerto.

– ¿Quiere los cargos? -preguntó la empleada.

– Sí.

– Bien, presidente y CEO es Claude Eno. Es E-N-O. El vicepresidente es Gordon Mittel, con dos tes y el tesorero es Arno Conklin. El nombre se escribe…

– Ya lo tengo. Gracias.

Bosch colgó el teléfono, cogió su bolso de viaje y la bolsa de lona y corrió a la puerta.

– Justo a tiempo -dijo la azafata con tono de enfado-. No puede pasar sin esos bandidos de un solo brazo, ¿eh?

– No -dijo Bosch, sin preocuparse..

La azafata le abrió la puerta y Bosch recorrió el pasillo y se metió en el avión. Sólo iba medio lleno. No hizo caso de su número de asiento y buscó una fila vacía. Mientras ponía su equipaje en el compartimiento superior, pensó en algo. Una vez sentado sacó la libreta y la abrió por la página donde acababa de tomar notas de su conversación telefónica. Miró las anotaciones abreviadas.

Pres. CEO-CE

VP-GM

Tesor.-AC

A continuación escribió sólo las iniciales en una línea.

CE GM AC

Miró un momento la línea y sonrió. Vio el anagrama y lo escribió en la siguiente línea.

MC CAGE

Bosch sintió que la sangre le fluía a borbotones por las venas. Era la sensación de saber que estaba cerca. Sentía que estaba en racha de una manera en que la gente que jugaba en las tragaperras y en todos los casinos del desierto nunca entendería. Era un subidón que ellos no sentirían nunca, no importaba cuántos sietes salieran en los dados o cuántos black jacks consiguieran. Bosch se estaba acercando a un asesino y eso le hacía sentirse más eufórico que ningún ganador de lotería del planeta.

El último coyote - pic_31.jpg

Al salir del aeropuerto LAX en el Mustang una hora más tarde, Bosch bajó las ventanillas para sentir en la cara el aire fresco y seco. El sonido de la brisa a través de los eucaliptos en la puerta del aeropuerto era como una bienvenida a casa. Por un motivo u otro, le resultaba reconfortante cuando volvía de sus viajes. Era una de las cosas que amaba de la ciudad y le gustaba que siempre estuviera allí para recibirlo.

En Sepulveda pilló el semáforo en rojo y aprovechó para cambiar la hora en su reloj. Pasaban cinco minutos de las dos. Tenía el tiempo justo para llegar a casa, cambiarse de ropa y coger algo de comer antes de dirigirse al Parker Center ya su cita con Carmen Hinojos.

Aceleró bajo el paso elevado de la 405 y después tomó la rampa en curva que llevaba a la atestada autovía. Al girar el volante en el viraje, se dio cuenta de que le dolían los bíceps, y no sabía si la causa era su contienda del sábadó con el pez o la forma en que Jasmine le había agarrado los brazos mientras hacían el amor. Pensó en ella durante unos minutos más y decidió que la llamaría desde casa antes de dirigirse al centro de la ciudad. Su separación de esa mañana ya le parecía muy lejana en el tiempo. Se habían hecho promesas de volverse a ver lo antes posible y Bosch deseaba que se cumplieran. Ella era un misterio para Harry, un misterio del cual sabía que ni siquiera había empezado a arañar la superficie.

La 10 no iba a reabrirse al tráfico hasta el día siguiente, de manera que Bosch pasó de largo la salida y permaneció en la 405 cuando ésta se elevaba hacia las montañas de Santa Mónica y después descendía al valle de San Fernando. Tomó por el camino más largo porque confiaba en que éste sería más rápido, y porque tenía un apartado de correos en Studio City que había estado usando desde que el servicio postal se negó a llevar correo a una edificación con la etiqueta roja.

Pasó a la 101 y enseguida se encontró con un muro de tráfico de seis carriles que avanzaba a paso de tortuga. Se quedó allí hasta que le venció la impaciencia. Salió en Coldwater Canyon Boulevard y empezó a circular por las calles. En Moorpark Road pasó varios edificios de apartamentos que todavía no habían sido demolidos ni reparados y cuyas etiquetas rojas y cintas amarillas estaban ya casi blancas después de meses al sol. Muchos de los edificios condenados todavía conservaban letreros como «Múdate por 500 dólares» o «Recién remodelados». En un inmueble con la etiqueta roja y las reveladoras líneas de fractura que recorrían toda su longitud, alguien había escrito con pintura un eslogan que muchos tomaban como el epitafio de la ciudad en los meses posteriores al terremoto.

EL CISNE HA CANTADO

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