Bosch vio que la mente de Elizabeth trabajaba y los ojos de la mujer se congelaron por un segundo cuando su recuerdo se enganchó con algo.
– Hay algo, ¿verdad? -dijo él.
– No, creo que debería irse.
– Es una casa grande. ¿Tenía un despacho en casa?
– Claude dejó la policía hace treinta años. Se construyó su casa en medio de ninguna parte para estar alejado de eso.
– ¿Qué hizo cuando se trasladó aquí?
– Trabajó en la seguridad de un casino. Unos años en el Sands y después veinte en el Flamingo. Cobraba dos pensiones y cuidaba bien de Olive.
– Hablando de eso, ¿quién firma ahora el recibo de los cheques de la pensión?
Bosch miró a Olive Eno para recalcar su argumento. La otra mujer se quedó un buen rato en silencio antes de optar por la ofensiva.
– Mire, podría conseguir un poder del abogado. Mírela. No sería un problema. Yo cuido de ella, señor.
– Sí, le sirve su salsa de manzana.
– No tengo nada que ocultar.
– ¿Quiere que alguien se asegure o prefiere que termine aquí? En realidad, no me importa lo que usted haga, señora. Ni siquiera me importa si usted es de verdad su hermana. Si tuviera que apostar diría que no. Pero ahora mismo no me importa. Estoy ocupado. Sólo quiero mirar esos papeles de Eno.
Bosch se detuvo y dejó que la mujer lo pensara. Miró su reloj.
– Entonces no hay orden de registro, ¿verdad?
– No, no tengo ninguna orden. Tengo un taxi esperando. Si me hace conseguir esa orden no voy a ser un tipo tan amable.
La mujer miró a Bosch de arriba abajo, como para calibrar lo amable y no amable que podía ser.
– El despacho está por ahí.
Elizabeth Shivone pronunció las palabras como si éstas fueran virutas de madera arrancadas por un escoplo. Otra vez lo condujo con rapidez por el pasillo y después a la izquierda hasta un estudio. Había un viejo escritorio metálico como pieza central de la sala, un par de armarios de cuatro cajones, una silla adicional y poco más.
– Después de morir, Olive y yo pusimos todo en esos armarios y no hemos vuelto a mirarlos desde entonces.
– ¿Están llenos?
– Los ocho. Adelante.
Bosch metió la mano en el bolsillo y sacó otro billete de veinte. Lo partió y le dio una mitad a Shivone.
– Déle esto a la taxista. Dígale que voy a tardar un poco más de lo que pensaba.
La mujer exhaló de manera audible, agarró el medio billete y salió del despacho. En cuanto ella se hubo marchado, Bosch se acercó al escritorio y abrió cada uno de los cajones. Los dos primeros estaban vacíos. El siguiente contenía material de papelería y artículos de oficina. El cuarto cajón contenía un talonario de cheques que Bosch miró por encima y vio que correspondía a una cuenta para cubrir los gastos domésticos. También había un archivador con recibos recientes y otros documentos. El último cajón del escritorio estaba cerrado.
Empezó con los cajones de abajo del archivador y fue subiendo. En el primero no había nada que pareciera remotamente conectado con el caso en el que Bosch estaba trabajando. Había archivos con etiquetas con los nombres de diferentes casinos. Los archivos de otro cajón llevaban etiquetas con nombres de personas. Bosch miró por encima algunos de ellos y determinó que estaban relacionados con estafas a casinos. Eno había construido una biblioteca doméstica de inteligencia. Para entonces, Shivone había vuelto de su recado y se había sentado en la silla situada al otro lado del escritorio. Estaba observando a Bosch y éste le lanzó algunas preguntas al azar sobre lo que estaba viendo.
– ¿Qué hacía Claude para los casinos?
– Era el perro guardián.
– ¿Qué significa eso?
– Era algo un poco secreto. Circulaba por los casinos, jugaba con fichas de la casa y observaba a la gente. Era bueno descubriendo las trampas y cómo las hacían.
– Supongo que hay que ser un tramposo para descubrir a otro.
– ¿Qué se supone que quiere decir con eso? Él hacía un buen trabajo.
– Estoy seguro. ¿Así la conoció a usted?
– No voy a responder a sus preguntas.
– Por mí no hay problema.
A Bosch sólo le quedaban los dos cajones de arriba. Abrió uno y descubrió que no contenía ningún archivo, sólo una agenda de hojas giratorias vieja y cubierta de polvo y otros elementos que probablemente en algún momento habían estado encima de una mesa de escritorio. Había un cenicero, un reloj y un portabolígrafos hecho de madera labrada con el nombre de Eno grabado.
Bosch sacó la agenda giratoria y la puso encima del armario. Le quitó el polvo y empezó a pasar las hojas hasta que llegó a la C. Miró las tarjetas, pero no vio ninguna de Arno Conklin. Se encontró con un fracaso similar cuando trató de descubrir una tarjeta de Gordon Mittel.
– No pensará mirarla toda, ¿verdad? -preguntó Shivone, exasperada.
– No, simplemente voy a llevármela.
– Ni hablar. No puede entrar aquí y…
– Me la llevo. Si quiere presentar una denuncia, adelante. Yo presentaré una denuncia contra usted.
La mujer se calló después del último ataque. Bosch pasó al siguiente cajón y descubrió que contenía unos doce expedientes de viejos casos del Departamento de Policía de Los Ángeles de la década de 1950 y principios de la de 1960. Tampoco tenía tiempo para estudiarlos, pero se fijó en las etiquetas y no había ninguna con el nombre de Marjorie Lowe. Al sacar al azar algunos de los expedientes le quedó claro que Eno había hecho copias de archivos de varios casos para llevárselos cuando dejara el departamento. De los que miró, todo eran asesinatos, incluidos los de dos prostitutas. Sólo uno de los casos estaba cerrado.
– Vaya a buscarme una caja o una bolsa para estas carpetas -dijo Bosch por encima del hombro. Cuando sintió que la mujer no se había movido, bramó-: ¡Hágalo!
Elizabeth se levantó y salió. Bosch se quedó de pie mirando los expedientes y pensando. No tenía idea de si eran importantes o no, sólo sabía que tenía que llevárselos por si resultaba que sí lo eran. Pero lo que le inquietaba, más que los expedientes que había en el cajón, era la sensación de que ciertamente faltaba algo. La idea se basaba en su fe en McKittrick. El detective retirado estaba seguro de que su antiguo compañero, Eno, tenía algún tipo de control sobre Conklin, o al menos, algún tipo de trato con él. Pero allí no había nada al respecto. Y a Bosch le pareció que si Eno tenía alguna carta para sobornar a Conklin seguiría allí. Si guardaba viejos archivos del departamento, entonces guardaba algo sobre Conklin. De hecho, lo habría guardado en lugar seguro. ¿Dónde?
La mujer volvió y dejó una caja de cartón en el suelo. Bosch puso en ella una pila de carpetas de un palmo de grosor junto con la agenda giratoria.
– ¿Quiere un recibo? -preguntó.
– No, no quiero nada de usted.
– Bueno, todavía hay algo que necesito.
– Esto es el cuento de nunca acabar.
– Espero que acabe.
– ¿Qué quiere?
– Cuando Eno murió, ayudó a la vieja señora (eh, a su hermana), la ayudó a vaciar el depósito de la caja fuerte.
– ¿Cómo sa…?
La mujer se detuvo, pero ya había dicho suficiente.
– ¿Cómo lo sé? Porque es obvio. Lo que estoy buscando lo habría guardado en un lugar seguro. ¿Qué hizo con ello?
– Lo tiramos todo. No tenía ningún sentido. Sólo eran viejos archivos y extractos bancarios. No sabía lo que hacía. Él también era viejo.
Bosch miró su reloj. Se le estaba acabando el tiempo si no quería perder el avión.
– Déme la llave del cajón del escritorio.
La mujer no se movió.
– Dese prisa. No tengo mucho tiempo. O lo abre usted o lo abriré yo. Pero si lo hago yo, ese cajón no le va a servir más. Ella buscó en el bolsillo de su bata y sacó las llaves de la casa. Se inclinó, abrió el cajón del escritorio y se apartó.
– No sabíamos qué era todo eso ni qué significaba.
– No importa.
Bosch se acercó al cajón y miró en su interior. Había allí dos carpetas finas y dos paquetes de sobres unidos con gomas elásticas. La primera contenía el certificado de nacimiento de Eno, su pasaporte, licencia matrimonial y otros documentos personales. La siguiente contenía formularios del Departamento de Policía de Los Ángeles y Bosch no tardó en reconocer los informes que habían sido extraídos del expediente de la investigación del asesinato de Marjorie Lowe. Sabía que no tenía tiempo de leerlos en ese momento y puso la carpeta en la caja junto con los otros archivos.