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– Harry, ¿alguna vez has tenido que usar tu pistola?

Bosch levantó la cabeza. La pregunta parecía fuera de lugar, pero a través de la oscuridad Bosch vio los ojos de Jasmine fijos en él, observando y aguardando una respuesta.

– Sí.

– Has matado a alguien. -No era una pregunta.

– Sí.

Ella no dijo nada más.

– ¿Qué ocurre, Jazz?

– Nada, sólo me preguntaba cómo sería eso. Como seguirías adelante.

– Bueno, lo único que puedo decir es que duele. Incluso cuando no hay alternativa, duele. Simplemente hay que seguir adelante.

Jasmine se quedó en silencio. Bosch esperaba que hubiera obtenido lo que fuera que quería escuchar de él. Estaba confundido. No sabía por qué le había hecho estas preguntas y se planteó si de algún modo lo estaba poniendo a prueba. Volvió a apoyarse en la almohada y esperó que le llegara el sueño, pero la confusión no le dejaba pegar ojo. Al cabo de un rato ella se volvió en la cama y le pasó un brazo por encima.

– Creo que eres un buen hombre -le susurró al oído.

– ¿Lo soy? -respondió él en otro susurro.

– Y vas a volver, ¿verdad?

– Sí, voy a volver.

El último coyote - pic_29.jpg

Bosch pasó por todos los mostradores de alquiler de coches del aeropuerto internacional McCarran de Las Vegas, pero en ninguno quedaban vehículos disponibles. Se reprendió en silencio por no haber hecho una reserva y salió de la terminal para coger un taxi. Cuando le dio la dirección de Lone Mountain Drive a la taxista, pudo ver claramente su decepción en el espejo retrovisor. El destino no era un hotel, de manera que ella no podría conseguir de inmediato una carrera de regreso.

– No se preocupe -dijo Bosch, comprendiendo su problema-. Si me espera puede llevarme de vuelta al aeropuerto.

– ¿Cuánto tiempo va a estar? Me refiero a que Lone Mountain está bastante lejos, en los pozos de arena.

– Podría estar cinco minutos o quizá menos. Puede que media hora. No creo que más.

– ¿Espera con el taxímetro?

– Como usted quiera.

Ella pensó un momento y puso en marcha el coche.

– De todos modos -dijo Bosch-, ¿dónde están todos los coches de alquiler?

– Hay una gran convención en la ciudad. De electrónica, creo.

El trayecto hasta el desierto, al noroeste del Strip, era de treinta minutos. Los edificios de neón y vidrio se batieron en retirada y el taxi atravesó barrios residenciales hasta que éstos también se hicieron más escasos. La tierra era de un marrón desigual y estaba salpicada de matorrales dispares. Bosch sabía que las raíces de cada arbusto se extendían mucho y absorbían la escasa humedad de la tierra, haciendo que el terreno pareciera muerto y desolado.

Las casas eran asimismo escasas y se hallaban separadas unas de otras, como si cada una fuera un puesto de avanzada en tierra de nadie. Las calles habían sido diseñadas y pavimentadas tiempo atrás, pero el boom de Las Vegas aún no había llegado hasta allí, aunque estaba en camino. La ciudad iba extendiéndose como una mancha de algas en el mar.

La carretera empezó a empinarse hacia una montaña color chocolate. El coche se sacudió cuando a su lado pasó rugiendo una procesión de camiones de dieciocho ruedas cargados de arena de los pozos de excavación que había mencionado la taxista. Y enseguida el camino pavimentado dejó paso a la gravilla y el taxi levantó una estela de polvo a su paso. Bosch empezó a pensar que la dirección que la supervisora insoportable del ayuntamiento le había dado era falsa. Pero entonces llegaron.

La dirección a la que se enviaban los cheques mensuales correspondientes a la pensión de Claude Eno era una casa extendida estilo rancho, de estuco rosa y con un tejado de color blanco polvoriento. Si miraba más allá, Bosch distinguía dónde terminaba incluso el camino de grava. Era el final del trayecto. Nadie vivía más apartado que Claude Eno.

– No sé -dijo la taxista-. ¿Quiere que le espere? Esto parece la luna.

La mujer había aparcado en el sendero, detrás de un Olds Cutlass modelo finales de los setenta. Había otro vehículo en una cochera, cubierto por una lona que era azul en la parte del fondo de la cochera, pero que parecía casi blanca en las superficies sacrificadas al sol.

Bosch sacó su fajo de billetes y pagó a la taxista treinta y cinco dólares por el viaje de ida. Después sacó dos billetes de veinte, los partió por la mitad y le dio la mitad de cada billete.

– Si espera, le doy la otra mitad.

– Más la tarifa de vuelta al aeropuerto.

– Más la tarifa.

Bosch salió, dándose cuenta de que si nadie le abría la puerta los suyos podían ser los cuarenta pavos perdidos más deprisa en todo Las Vegas. Pero estaba de suerte. Una mujer con aspecto de tener casi setenta años le abrió la puerta antes de que llamara. «¿Y por qué no? -pensó-. En esta casa puedes ver llegar a las visitas desde más de un kilómetro.»

Bosch sintió la ráfaga del aire acondicionado que escapaba a través de la puerta abierta.

– ¿Señora Eno?

– No.

Bosch sacó la libreta y comprobó la dirección con los números negros clavados en la pared, al lado de la puerta. Coincidían.

– ¿Olive Eno no vive aquí?

– No ha preguntado eso. Yo no soy la señora Eno.

– ¿Podría hablar con la señora Eno, por favor? -Molesto con la meticulosidad de la señora, Bosch mostró la placa que McKittrick le había devuelto después del paseo en barco-. Es un asunto policial.

– Bueno, puede intentarlo. No ha hablado con nadie en tres años, al menos no ha hablado con nadie que esté fuera de su imaginación.

Invitó a Bosch a pasar y éste se adentró en la fría casa.

– Yo soy su hermana. Cuido de ella. Olive está en la cocina. Estábamos comiendo cuando vi la nube de polvo que subía por la carretera y después lo oí llegar.

Bosch la siguió por un pasillo de baldosas hasta la cocina. La casa olía a viejo, como a polvo, moho y orina. En la cocina había una mujer con aspecto de gnomo y el pelo blanco. Estaba sentada en una silla de ruedas, ocupando apenas un tercio del espacio que ofrecía el asiento. Las manos nudosas y blancas de la mujer estaban entrelazadas encima de una bandeja deslizante situada delante de la silla. La anciana tenía cataratas de color azul lechoso en ambos ojos y éstos parecían muertos para el mundo exterior. Bosch reparó en un bol de salsa de manzana en la mesa de al lado. Sólo tardó unos segundos en sopesar la situación.

– Cumplirá noventa en agosto -dijo la hermana-. Si llega.

– ¿Cuánto tiempo lleva así?

– Mucho. Yo hace tres años que la cuido. -Se dobló hacia la cara de gnomo y añadió en voz alta-: ¿Verdad, Olive?

El volumen de la pregunta pareció disparar un interruptor y la mandíbula de Olive Eno empezó a moverse, aunque no emitió ningún sonido inteligible. Detuvo el esfuerzo después de un rato y la hermana se enderezó.

– No te preocupes, Olive. Ya sé que me quieres.

Esta frase no la dijo en voz tan alta. Quizá temía que Olive lograra negarlo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Bosch.

– Elizabeth Shivone. ¿De qué se trata? He visto que esa placa suya es de Los Ángeles, no de Las Vegas. ¿No se ha alejado un poco?

– La verdad es que no. Se trata de uno de los viejos casos de su cuñado.

– Hace cinco años que murió Claude.

– ¿Cómo murió?

– Simplemente murió. Le reventó el corazón. Se derrumbó ahí mismo donde está usted ahora.

Ambos miraron al suelo como si el cadáver continuara allí.

– He venido a mirar sus cosas -dijo Bosch.

– ¿Qué cosas?

– No lo sé. Pensaba que tal vez guardaba archivos de su época en la policía.

– Será mejor que me diga qué está haciendo aquí. No me suena correcto.

– Estoy investigando un caso en el que trabajó en mil novecientos sesenta y uno. Sigue abierto. Faltan partes del archivo. Pensé que tal vez se las había llevado él. Pensaba que tal vez se quedó con algo importante. No sé qué. Cualquier cosa. Creí que merecía la pena intentado..

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