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– Eso era la otra cosa en la que estaba pensando. Podría quedarme otro día, irme mañana, si tú quieres. Quiero decir si me invitas. Me gustaría quedarme.

Jasmine se volvió y lo miró.

– Yo también quiero que te quedes.

Ambos se abrazaron y se besaron, pero ella enseguida se apartó.

– No es justo, tú te has lavado los dientes. Yo tengo un aliento horroroso.

– Sí, pero yo he usado tu cepillo de dientes, así que estamos empatados.

– Cochino. Ahora tendré que comprar otro.

– Sí.

Ambos rieron y ella le echó los brazos al cuello y lo abrazó. El incidente del estudio aparentemente estaba olvidado.

– Llama a la compañía aérea mientras yo me preparo. Ya sé adónde podemos ir.

Cuando ella se apartó, Bosch la retuvo. Quería volver a sacar el tema. No pudo evitado.

– Quiero preguntarte algo.

– ¿Qué?

– ¿Cómo es que esas pinturas no están firmadas?

– No están preparadas para que las firme.

– La de la casa de tu padre estaba firmada.

– Ésa era para él, por eso la firmé. Esas otras son para mí.

– La del puente… ¿La mujer va a saltar?

Ella lo miró largo tiempo antes de responder.

– No lo sé. A veces cuando la miro creo que sí. Creo que la idea está presente, pero nunca se sabe.

– Eso no puede ocurrir, Jazz.

– ¿Por qué no?

– Porque no.

– Voy a arreglarme.

Jasmine se apartó de Bosch y salió de la cocina.

Bosch fue al teléfono que había en la pared, junto a la nevera, y llamó a la compañía aérea. Mientras hacía los preparativos para volar el lunes por la mañana, decidió en un capricho preguntarle a la agente de la aerolínea si era posible redirigir su vuelo a Los Ángeles pasando por Las Vegas. Ella dijo que no sin una escala de tres horas y cuarenta y cinco minutos. Bosch aceptó. Tuvo que pagar cincuenta dólares, además de los setecientos que ya había desembolsado, para realizar los cambios necesarios. Recurrió a la tarjeta de crédito.

Pensó en Las Vegas en el momento de colgar. Claude Eno podía estar muerto, pero su mujer todavía cobraba los cheques. Podría merecer los cincuenta dólares adicionales.

– ¿Listo?

Era Jasmine que lo llamaba desde la sala de estar. Bosch salió de la cocina y la encontró esperándolo con tejanos cortados y un top debajo de una camisa que se dejó desabrochada y atada por encima de la cintura. Ya llevaba gafas de sol.

Jasmine lo llevó a un sitio donde vertían miel encima de los bollos y servían huevos con sémola de maíz y mantequilla. Bosch no había comido sémola de maíz desde la academia de Benning. El desayuno era delicioso. Ninguno de los dos habló mucho. No se mencionaron ni las pinturas ni la conversación que habían mantenido antes de dormirse la noche anterior. Parecía que lo que habían dicho era mejor dejarlo para las sombras de la noche, y tal vez los cuadros también.

Cuando terminaron de tomar café, ella insistió en pagar. Bosch puso la propina. Pasaron la tarde circulando en el Volkswagen con el techo abierto.

Jasmine lo llevó por toda la ciudad, desde Ybor City a St. Petersbourg Beach, consumiendo un depósito de gasolina y dos paquetes de cigarrillos. A última hora de la tarde estaban en un lugar llamado Indian Rock Beach, contemplando la puesta de sol en el golfo.

– He estado en muchos sitios -le dijo Jasmine-. Pero la luz que más me gusta es la de aquí.

– ¿Has estado alguna vez en California?

– No, todavía no.

– A veces la puesta de sol parece lava vertida sobre la ciudad.

– Tiene que ser hermoso.

– Te hace perdonar muchas cosas, olvidar muchas cosas… Es lo que tiene Los Ángeles. Hay muchas piezas rotas, pero las que todavía funcionan, funcionan de verdad.

– Creo que te entiendo.

– Tengo curiosidad por algo.

– Ya estamos otra vez. ¿Qué?

– Si no muestras tus pinturas a nadie, ¿de qué vives?

La pregunta estaba fuera de lugar, pero Bosch había estado pensando en eso todo el día.

– Tengo dinero de mi padre. Incluso de mucho antes de que muriera. No es mucho, pero no necesito gran cosa. Es suficiente. Si no tengo la necesidad de vender mis obras cuando están acabadas no me siento comprometida mientras las hago. Serán puras.

A Bosch le sonó a forma conveniente de explicar el temor a exponerse, pero lo dejó estar. Ella no.

– ¿Siempre eres poli? ¿Siempre estás haciendo preguntas?

– No, sólo cuando me preocupo por alguien.

Después de parar en casa de ella para cambiarse, cenaron en un steak house de Tampa, donde la lista de vinos era un libro tan grueso que venía con su propio pedestal. El restaurante en sí parecía obra de algún decorador italiano un poco delirante: una mezcla de rococó dorado, terciopelo rojo chillón y pinturas y esculturas clásicas. Era el tipo de sitio que esperaba que ella le propusiera. Mencionó que el dueño de ese palacio de comedores de carne era vegetariano.

– Será alguien de California.

Jasmine sonrió y se quedó un rato en silencio después del comentario. La mente de Bosch vagó al caso. Había pasado todo el día sin pensar en él. De pronto, sintió una punzada de culpa. Era casi como si estuviera cambiando de vía, alejándose de su madre para perseguir el placer egoísta de la compañía de Jasmine. Jasmine pareció leerle el pensamiento y supo que estaba debatiéndose por algo.

– ¿Puedes quedarte otro día, Harry?

Bosch sonrió, pero negó con la cabeza.

– No puedo. Tengo que irme. Pero volveré lo antes posible.

Bosch pagó la cena con una tarjeta de crédito que supuso que estaba llegando a su límite y ambos se dirigieron al apartamento. Sabiendo que se les acababa el tiempo de estar juntos, fueron derechos a la cama e hicieron el amor.

A Bosch la sensación del cuerpo de ella, su sabor y su aroma le parecieron perfectos. No quería que el momento terminara. Había sentido atracciones inmediatas por mujeres con anterioridad e incluso las había llevado a cabo. Pero ninguna experiencia había sido tan seductora y completa. Supuso que era por todo lo que no conocía de ella. Ése era el anzuelo. Jasmine era un misterio.

Físicamente, no podría sentirse más cerca de ella de lo que estaba en esos momentos, sin embargo, había mucho de ella oculto, inexplorado. Hicieron el amor a ritmo lento y se besaron profundamente al final.

Después, Bosch se tumbó al lado de Jasmine, con el brazo encima del abdomen plano de ella. Una de sus manos trazó círculos en su pelo. Empezó la hora de las confesiones.

– Harry, ¿sabes?, no he estado con muchos hombres en mi vida.

Bosch no respondió porque no sabía cuál podía ser la respuesta apropiada. Había superado lo de preocuparse por el historial sexual de una mujer por otras razones que no fueran de salud.

– ¿Y tú? -preguntó ella.

Bosch no pudo resistirse.

– Yo tampoco he estado con muchos hombres. De hecho, que yo sepa no he estado con ninguno.

Ella le pellizcó en el hombro.

– Ya sabes a qué me refiero.

– La respuesta es que no. No he estado con muchas mujeres en mi vida. Al menos, no las suficientes.

– No sé. La mayoría de los hombres con los que he estado… Es como si quisieran algo de mí que no les daba. No sé lo que era, pero simplemente no lo tenía para darlo. Entonces o me iba demasiado pronto o me quedaba demasiado.

Bosch se incorporó sobre un codo y la miró.

– A veces creo que conozco a los desconocidos mejor que a nadie, mejor que a mí mismo. Aprendo mucho de la gente en mi trabajo. A veces pienso que ni siquiera tengo vida. Sólo tengo la vida de los demás… No sé de qué estoy hablando.

– Creo que sí. Te entiendo. Tal vez todo el mundo es así.

– No lo sé. No lo creo.

Se quedaron en silencio. Bosch se inclinó y le besó los pechos, sosteniendo un pezón entre los labios durante un buen rato. Ella levantó las manos y le sostuvo la cabeza en su pecho. Bosch podía oler a jazmín.

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