El silencio volvió a llenar la habitación y Bosch esperó. Sentía que había algo más que Jasmine quería decir o que le preguntaran. Pero cuando ella habló Bosch no estuvo seguro de si estaba hablando de él o de ella misma.
– Dicen que cuando un gato es arisco y araña y bufa a todo el mundo, incluso a quien quiere reconfortarle y amarle, es porque no lo cuidaron lo suficiente cuando era un cachorro.
– Nunca había oído eso.
– Creo que es cierto.
Bosch se quedó en silencio un momento y levantó la mano para tocarle los pechos.
– ¿Ésa es tu historia? -preguntó él-. ¿No te cuidaron lo suficiente?
– Quién sabe.
– ¿Qué es lo peor que te has hecho a ti misma, Jasmine? Creo que quieres contármelo.
Sabía que quería que se lo preguntara. Era la hora de las confesiones y empezaba a pensar que ella había dirigido toda la noche para que llegaran a esa pregunta.
– Tú no intentaste aferrarte a alguien cuando deberías haberlo hecho -dijo ella-. Yo me aferré a quien no debía. Me aferré demasiado tiempo. La cuestión es que sabía adónde conducía, en lo profundo de mi ser lo sabía. Era como estar de pie en las vías y ver que el tren se te acerca, pero que estás demasiado hipnotizada por la luz brillante para moverte y salvarte.
Bosch tenía los ojos abiertos en la oscuridad. Apenas distinguía la forma del hombro y la mejilla de ella. Se le acercó, la besó en el cuello y le susurró al oído: «Pero saliste. Eso es lo importante.»
– Sí, salí -dijo ella con aire nostálgico-. Salí.
Ella se quedó un rato en silencio y después estiró el brazo bajo las sábanas y tocó la mano que Bosch tenía en torno a uno de sus pechos. Dejó su mano encima de la de él.
– Buenas noches, Harry.
Bosch esperó un poco, hasta que oyó la respiración acompasada de Jasmine y entonces fue capaz de dormirse él. Esta vez no hubo sueño, sólo calidez y oscuridad.
Por la mañana, Bosch se levantó el primero. Se duchó y usó el cepillo de dientes de Jasmine sin pedirle permiso. Después se puso la ropa del día anterior y fue a buscar la bolsa de viaje al coche. Una vez vestido con ropa limpia se aventuró hasta la cocina a preparar café, pero lo único que encontró fue una caja de bolsitas de té.
Renunciando a la idea, caminó por el apartamento; sus pisadas sonaban en el suelo de pino viejo. La sala de estar era tan austera como el dormitorio. Había un sofá con una colcha color hueso extendida por encima, una mesita de café y un viejo equipo de música sin reproductor de cedés. No había televisión. De nuevo las paredes estaban desnudas, salvo por la reveladora indicación de lo que había habido en ellas. Encontró dos clavos en la pared. No estaban oxidados ni pintados encima. No llevaban mucho tiempo así.
A través de unas puertas cristaleras, la sala de estar se abría a un porche cerrado con ventanas. Había muebles de ratán y varias plantas en macetas, incluido un naranjo enano con fruta. Todo el porche tenía una fragancia a algo. Bosch se acercó a las ventanas y al mirar al sur vio la bahía por el callejón de detrás de la propiedad. El sol de la mañana que se reflejaba en él era puro en su luz blanca.
Cruzó de nuevo la sala de estar hasta otra puerta que se hallaba en la pared opuesta a la puerta cristalera. En cuanto la abrió percibió el olor penetrante de óleo y trementina. Allí era donde ella pintaba. Bosch dudó un momento, pero entró.
La primera cosa en la que reparó fue que la sala tenía una ventana con una vista directa de la bahía más allá de los patios traseros y los garajes de tres o cuatro de las casas del callejón. Era hermoso y sabía por qué ella había elegido esa habitación para desarrollar su arte. En el centro de la estancia, en un trapo manchado con gotas de pintura, había un caballete, pero ninguna banqueta. Jasmine pintaba de pie. No vio ninguna lámpara ni otra fuente de luz artificial en la habitación. Pintaba sólo con luz natural.
Bosch caminó en torno al caballete y vio que el lienzo estaba inmaculado. En una de las paredes había un estante metálico con diversos tubos de pintura, paletas y latas de café con pinceles. Al extremo del estante había un lavadero.
Bosch vio más lienzos apoyados contra la pared, debajo del estante. Estaban de cara adentro y parecían sin usar, como el que permanecía en el caballete esperando la mano de la artista. Pero Bosch sospechaba que no era así después de ver los clavos expuestos en las paredes de las otras habitaciones del apartamento. Metió el brazo debajo del estante y extrajo algunos de los lienzos. Al hacerlo se sintió casi como si estuviera trabajando en un caso, resolviendo algún misterio.
Los tres retratos que sacó estaban pintados en tonos oscuros. Ninguno estaba firmado, pero era obvio que todos eran obra de una misma mano. Y esa mano era la de Jasmine. Bosch reconoció el estilo de la pintura que había visto en el apartamento del padre. Líneas firmes, colores oscuros. El primero que miró era el desnudo de una mujer con la cara apartada y sumida en las sombras. Bosch sintió que la oscuridad arrastraba a la mujer, no que ella se volvía a la oscuridad. La boca de la figura se hallaba completamente en sombra. Como si fuera muda. La mujer, Bosch lo sabía, era Jasmine.
La segunda pintura parecía parte del mismo estudio que la primera. Era el mismo desnudo en la sombra, aunque en esta ocasión de cara al espectador. Bosch se fijó en que en el retrato Jasmine se había pintado pechos más grandes de los que tenía en realidad y se preguntó si lo había hecho a propósito y tenía algún significado, o quizá era una mejora subliminal hecha por la artista. Se fijó en que debajo de la pátina de sombra gris había trazos rojos en la mujer. Bosch entendía poco de arte, pero sabía que era un retrato oscuro.
Bosch observó la tercera pintura que había sacado y descubrió que no tenía relación con las otras dos, salvo por el hecho de que de nuevo era un retrato desnudo de Jasmine. Sin embargo, esta obra la reconoció claramente como una reinterpretación de El grito de Edvard Munch, una obra que siempre había fascinado a Bosch, a pesar de que sólo la había visto en libros. En la imagen que tenía ante sí, la figura de la persona aterrorizada era Jasmine. El escenario se había cambiado del terrorífico y arremolinado paisaje onírico de Munch, al puente de Skyway. Bosch reconoció claramente los tubos amarillos del arco de soporte del puente.
– ¿Qué estás haciendo?
Bosch saltó como si le hubieran acuchillado por la espalda.
Era Jasmine, que estaba en el umbral del estudio. Llevaba una bata de seda que se cerraba con los brazos. Tenía los ojos hinchados. Acababa de levantarse.
– Estoy mirando tu trabajo, ¿te molesta?
– Esta puerta estaba cerrada.
– No.
Ella se estiró hacia el pomo de la puerta y lo giró como si desaprobara su alegato.
– No estaba cerrada, Jazz. Lo siento. No sabía que no querías que entrara.
– ¿Puedes dejarlos donde estaban, por favor?
– Claro. Pero ¿por qué los has quitado de las paredes?
– No lo he hecho.
– ¿Era porque eran desnudos o por lo que significan?
– No quiero hablar de esto. Vuelve a guardados.
Jasmine se apartó del umbral y Bosch volvió a poner las pinturas donde las había encontrado. Salió de la habitación y la encontró en la cocina, llenando la tetera con agua del grifo. Le estaba dando la espalda y Bosch se acercó y le puso suavemente una mano en el hombro. Aun así, ella reaccionó ligeramente ante el contacto.
– Jazz, mira, lo siento. Soy poli. Tengo curiosidad.
– Vale.
– ¿Estás segura?
– Sí, estoy segura. ¿Quieres un té?
Jasmine había cerrado el grifo, pero no había hecho ningún movimiento para poner el recipiente en el fuego.
– No, estaba pensando que tal vez podía invitarte a desayunar fuera.
– ¿A qué hora te vas? Pensaba que decías que el avión salía esta mañana.