Al final de la salida de pesca, el viejo policía ya le caía bien. Tal vez había visto algo de sí mismo en el hombre mayor. McKittrick estaba atormentado porque había dejado escapar el caso. No había hecho lo correcto. Y Bosch sabía que él era culpable de lo mismo por todos los años que había dado la espalda a un caso que sabía que estaba esperándole. Pero se estaba redimiendo, igual que había hecho McKittrick al hablar con él. No obstante, ambos sabían que tal vez estaban haciendo demasiado poco y demasiado tarde.
Bosch no estaba seguro de qué haría a continuación cuando llegara a Los Ángeles. Le daba la impresión de que su único movimiento posible era confrontar a Conklin. Se sentía reticente a hacerla porque sabía que acudiría a esa confrontación débil, sin pruebas, armado sólo con sus sospechas. Conklin tendría la mejor mano.
Le invadió una oleada de desesperación. No quería que el caso terminara así. Conklin no había parpadeado en casi treinta y cinco años y no lo haría delante de Bosch. Harry sabía que necesitaba algo más. Pero no tenía nada.
Bosch giró la llave de contacto. Puso el aire acondicionado a tope y añadió lo que McKittrick le había contado en el puchero de lo que ya tenía. Empezó a formular una teoría. Para Bosch, se trataba de uno de los componentes más importantes de una investigación de homicidios. Coger los hechos y agitarlos para formar hipótesis. La clave era no sentirse en deuda con ninguna teoría. Las teorías cambian y uno tiene que cambiar con ellas.
A partir de la información de McKittrick parecía claro que Fox tenía pillado a Conklin. ¿Cómo? Bueno, pensó Bosch, el negocio de Fox eran las mujeres. La teoría que emergía era que Fox había atrapado a Conklin a través de una mujer o mujeres. Los artículos de diario de entonces señalaban que Conklin era soltero. La moral de la época dictaba que como servidor público y pronto candidato a fiscal jefe, Conklin no necesariamente tenía que ser célibe, pero, al menos, no debía sucumbir en privado a los mismos vicios que atacaba públicamente. Si lo había hecho y salía a la luz, ya podía despedirse de su carrera política, y por supuesto también de su puesto de jefe de los comandos del fiscal del distrito. Así pues, concluyó Bosch, si ése era el punto débil de Conklin y si sus escarceos se establecían a través de Fox, entonces Fox tendría una mano casi imbatible en cuanto a tener poder sobre Conklin. Eso explicaría las circunstancias inusuales de la entrevista que McKittrick y Eno mantuvieron con Fox.
Bosch sabía que la misma teoría funcionaría todavía mejor si Conklin había hecho algo más que sucumbir al vicio del sexo y había ido más lejos: si había matado a una mujer que Fox le había enviado, Marjorie Lowe. Por un lado, eso explicaría por qué Conklin sabía a ciencia cierta que Fax era inocente, porque él mismo era el asesino. Por otro lado, explicaría por qué Fox consiguió que Conklin intercediera por él y por qué fue contratado más tarde como trabajador de campaña de Conklin. En resumen, si Conklin era el asesino, el anzuelo de Fax estaría aún más enganchado. Conklin habría sido como el wahoo al extremo del sedal, un pez precioso incapaz de escapar.
A no ser que el hombre que sostenía la caña desapareciera de algún modo. Bosch pensó en la muerte de Fox y vio cómo encajaba. Conklin dejó que transcurriera cierto tiempo entre una muerte y la otra. Actuó como un pez enganchado al anzuelo, accediendo incluso a la demanda de Fox de tener un puesto legal en la campaña, y entonces, cuando todo parecía claro, Fox fue arrollado por un coche en la calle. Tal vez el pago a un periodista mantuvo en secreto el historial de la víctima, si es que el periodista lo conocía, y unos meses después Conklin fue coronado fiscal del distrito.
Bosch consideró dónde encajaba Mittel en esta teoría. Sentía que era poco probable que toda la trama se hubiera gestado en el vacío. La apuesta de Bosch era que Mittel, como mano derecha y jefe de seguridad de Conklin, sabía lo que éste sabía.
A Bosch le gustaba su teoría, pero le molestaba porque no era más que eso, teoría. Sacudió la cabeza al darse cuenta de que estaba de nuevo en el punto de partida. Todo era blablá, no había pruebas de nada.
Se aburrió de pensar en eso
y decidió aparcar las reflexiones durante un rato. Apagó el aire acondicionado porque el frío le molestaba en la piel quemada por el sol y arrancó el coche. Mientras circulaba a escasa velocidad por Pelican Cove hacia el puesto del vigilante, su cabeza vagó a la mujer que estaba tratando de vender el condominio de su padre. Había firmado el autorretrato con el nombre de Jazz. Eso le gustaba.
Giró en redondo y condujo hasta su edificio. Todavía era de día y no había luces encendidas tras las ventanas del apartamento cuando llegó. No podía saber si ella estaba allí o no. Bosch aparcó al lado y observó durante unos minutos, debatiendo qué debería hacer, si es que tenía que hacer algo.
Al cabo de quince minutos, cuando parecía que la indecisión lo había paralizado, ella salió por la puerta. Bosch había aparcado a unos veinte metros, entre otros dos coches. Su aflicción paralizante se alivió lo suficiente para que pudiera resbalar en el asiento para evitar ser visto. La mujer camino hasta el aparcamiento y se metió detrás de la fila de coches entre lo que estaba el vehículo alquilado de Bosch. Este no se movió ni giró la cabeza para seguir el movimiento de ella. Escuchó. Esperó el sonido de un coche que se ponía en marcha. Entonces qué, se preguntó. ¿Iba a seguirla? ¿Qué estaba haciendo?
Se levantó de golpe cuando alguien golpeó la ventana del conductor. Era ella. Bosch estaba avergonzado, pero logró girar la llave de contacto para bajar la ventanilla.
– ¿Sí?
– Señor Bosch, ¿qué está haciendo?
– ¿A qué se refiere?
– Ha estado sentado aquí fuera, le he visto.
– Yo… -Estaba demasiado humillado para continuar. -No sabía si debía llamar a seguridad o qué.
– No, no lo haga. Yo, eh, yo sólo… Iba a llamar a su puerta. Para disculparme.
– ¿Disculparse? ¿Disculparse por qué?
– Por lo de hoy. Antes, cuando he estado en su casa. Yo… Tenía razón, no estaba buscando para comprar nada.
– Entonces ¿qué estaba haciendo?
Bosch abrió la puerta del coche y salió. Se sentía en desventaja con ella mirándolo desde arriba.
– Soy policía -dijo-. Necesitaba entrar en la urbanización para ver a alguien. La utilicé y lo siento. Lo siento de veras. No sabía lo de su padre ni nada de eso.
Ella sonrió y negó con la cabeza.
– Es la historia más ridícula que he oído nunca. ¿Y lo de Los Ángeles era parte de la historia?
– No, soy de Los Ángeles, soy policía allí.
– Yo no sé si lo admitiría en su caso. Tienen algunos problemillas de relaciones públicas.
– Sí, ya lo sé. Bueno… -Sintió que se animaba. Se dijo a sí mismo que su avión salía por la mañana y que no importaba lo que ocurriera porque no iba a volver a verla a ella ni a aquel estado-. Antes ha dicho algo de una limonada, pero no me ha invitado. Estaba pensando que tal vez podría contarle la historia, disculparme y tomar un poco de limonada. -Miró hacia la puerta de la casa.
– Los polis de Los Ángeles sois unos prepotentes -dijo ella, pero estaba sonriendo-. Un vaso. Y será mejor que sea una buena historia. Después nos vamos los dos. Yo he de ir en coche a Tampa esta noche.
Empezaron a caminar hacia la puerta y Bosch cayó en la cuenta de que estaba sonriendo.
– ¿Qué hay en Tampa?
– Vivo allí, y lo hecho de menos. Llevo aquí desde que puse este condominio a la venta. Quiero pasar el domingo en casa, en mi estudio.
– ¿Eres pintora?
– Lo intento.
Ella le abrió la puerta y dejó que Bosch pasara primero.
– Bueno, no hay problema. Tengo que ir a Tampa esta noche, mi vuelo sale por la mañana.
Mientras sostenía un vaso alto de limonada, Bosch explicó su estratagema de usarla para acceder al complejo y ver a otro residente, y ella no pareció enfadada. De hecho, se dio cuenta de que la mujer admiraba la ingeniosidad del truco. Bosch no le explicó cómo le había rebotado cuando McKittrick lo apuntó con una pistola. Le explicó por encima el caso, sin mencionar su conexión personal, y ella pareció intrigada por la idea de resolver un asesinato cometido treinta y tres años antes.