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Bosch asintió, pero era la clase de detalle que él no habría dejado abierto si la investigación hubiera sido suya. Era un detalle demasiado curioso. ¿Quién llama a una sala de póquer a esas horas? ¿Qué clase de llamada habría hecho que Fox abandonara la partida?

– ¿Y las huellas?

– Las comprobé de todos modos y no coincidían con las del cinturón. Estaba limpio. El capullo estaba limpio.

A Bosch se le ocurrió algo.

– Comprobaron que las huellas del cinturón no eran las de la víctima, ¿verdad?

– Oye, Bosch. Ya sé que vosotros sois unos pomposos que os creéis más listos que nadie, pero entonces no nos chupábamos el dedo.

– Lo siento.

– Había algunas huellas en la hebilla que eran de la víctima. Nada más. El resto eran indudablemente del asesino por su localización. Teníamos varias buenas directas y parciales en otros dos lugares y estaba claro que habían cogido el cinturón con toda la mano. No coges el cinturón así para ir a ponértelo. Lo coges así cuando vas a estrangular a alguien.

Después de eso ambos se quedaron en silencio. Bosch no podía imaginar lo que McKittrick le estaba diciendo. Se sentía desinflado. Había pensado que si lograba que McKittrick se sincerara, el viejo policía habría señalado a Fox o Conklin o a alguien. Pero no estaba haciendo nada de eso. En realidad no le estaba ofreciendo nada a Bosch.

– ¿Cómo es que recuerdas tantos detalles, Jake? Han pasado muchos años.

– He tenido mucho tiempo para pensar en eso. Cuando te retires, Bosch, verás que siempre hay un caso que te atrapa. Éste es el que yo no he olvidado.

– Entonces ¿cuál es tu percepción final de él?

– ¿Mi opinión final? Bueno, nunca superé esa reunión en el despacho de Conklin. Supongo que tenías que estar allí, pero… parecía que el que estaba a cargo de esa reunión era Fox. Él manejaba el cotarro.

Bosch asintió. Vio que McKittrick estaba pugnando por explicar sus sentimientos.

– ¿Alguna vez has interrogado a un sospechoso con su abogado interrumpiendo constantemente la conversación? -preguntó McKittrick-. Ya sabes: «No conteste esto, no conteste lo otro.» Mierdas así.

– Constantemente.

– Bueno, era algo por el estilo. Era como si Conklin, por el amor de Dios, el próximo fiscal del distrito, fuera el abogado de ese mierda, objetando constantemente nuestras preguntas. La cuestión es que si no hubiéramos sabido quién era ni dónde estábamos, habríamos jurado que trabajaba para Fox. Los dos. Mittel también. Así que estoy convencido de que Fox tenía pillado a Arno de alguna manera. Y tenía razón. Todo se confirmó después.

– ¿Te refieres a cuando murió Fox?

– Sí. Lo mataron en un atropello cuando trabajaba en la campaña de Conklin. Recuerdo que el artículo del diario no decía nada de sus antecedentes de macarra, de matón de Hollywood Boulevard. No, habían atropellado a Joe el Inocente. Te aseguro que ese artículo debió de costarle sus buenos dólares a Arno y algún periodista se hizo un poco más rico.

Bosch sabía que había algo más, por eso no dijo nada.

– Yo estaba en Wilshire -continuó McKittrick-, pero cuando lo oí me entró la curiosidad. Así que llamé a Hollywood y pregunté quién se ocupaba del caso. Era Eno. Menuda sorpresa. Y nunca imputó a nadie. Eso también me ratificó en la opinión que tenía de él.

McKittrick miró hacia el lugar donde el sol empezaba a bajar en el cielo. Arrojó al cubo su cerveza vacía. Falló y la lata rebotó y cayó al agua..

– Mierda -dijo-. Creo que tendríamos que empezar a volver.

Comenzó a enrollar hilo.

– ¿Qué crees que obtuvo Eno de todo esto?

– No lo sé exactamente. Puede que sólo estuviera intercambiando favores. No digo que se hiciera rico, pero creo que sacó algo del trato. No lo habría hecho por nada. Pero no sé lo que es.

McKittrick empezó a sacar las cañas de los agujeros y a guardadas en unos ganchos a tal fin que había a lo largo de la popa.

– En mil novecientos setenta y dos sacaste de los archivos el expediente del caso, ¿cómo es eso?

McKittrick lo miró con curiosidad.

– Yo firmé el mismo recibo hace unos días -explicó Bosch-. Tu nombre seguía allí.

McKittrick asintió con la cabeza.

– Sí, eso fue justo después de presentar mis papeles. Me iba, estaba revisando mis archivos y mis cosas. Me había quedado las huellas que sacamos del cinturón. Me quedé con la tarjeta. Y con el cinturón.

– ¿Por qué?

– Ya sabes por qué. No creía que fuera a estar seguro en ese archivo ni en la sala de pruebas. No con Conklin como fiscal del distrito ni con Ella haciéndole favores. Así que me quedé el material. Después pasaron unos años y todo seguía allí cuando estaba recogiendo para irme a Florida. Así que justo antes de irme volví a poner la tarjeta de huellas en el expediente del caso y bajé a devolver el cinturón a la caja de pruebas. Eno ya se había retirado y estaba en Las Vegas. Conklin estaba quemado y alejado de la política. El caso se había olvidado hacía mucho. Devolví las cosas. Supuse, o tal vez fue sólo un deseo, que alguien lo investigaría algún día.

– ¿Y tú? ¿Miraste el expediente cuando devolviste la tarjeta?

– Sí, y vi que había hecho lo correcto. Alguien lo había revisado. Sacaron la entrevista de Fax. Probablemente fue Eno.

– Como segundo hombre del caso, tenías que llevar el papeleo, ¿no?

– Sí. La burocracia era cosa mía. En su mayor parte.

– ¿Qué escribiste del interrogatorio de Fox para que Eno quisiera eliminarlo?

– No recuerdo nada específico, sólo que pensaba que el tipo estaba mintiendo y que Conklin estaba fuera de lugar. Algo por el estilo.

– ¿Recuerdas si faltaba algo más?

– No, nada importante, sólo eso. Creo que Eno sólo quería eliminar del archivo el nombre de Conklin.

– Sí, bueno, se le pasó algo. Tú habías anotado su primera llamada en el informe cronológico. Por eso lo supe.

– ¿Sí? Vaya, bien por mí. Y aquí estás.

– Sí.

– Bueno, vamos de vuelta. Lástima que no hayan picado mucho hoy.

– Yo no me quejo. Yo tuve mI pez.

McKittrick se situó detrás del timón y estaba a punto de poner en marcha el motor cuando pensó en algo.

– Ah, ¿sabes qué? -Fue a la nevera y la abrió-. No quiero decepcionar a Mary.

Sacó las bolsas de plástico que contenían los sándwiches que había preparado su mujer.

– ¿Tienes hambre?

– La verdad es que no.

– Yo tampoco.

Abrió las bolsas y echó los sándwiches por la borda. Bosch lo observó.

– Jake, cuando has sacado esa pistola, ¿quién creías que era?

McKittrick no dijo nada mientras doblaba cuidadosamente las bolsas de plástico y volvía a meterlas en la nevera. Cuando se enderezó, miró a Bosch.

– No lo sé. Lo único que sé es que pensé que tal vez tendría que traerte aquí y lanzarte como esos sándwiches. Parece que haya estado escondiéndome aquí toda mi vida, esperando que mandaran a alguien.

– ¿Crees que iban a llegar tan lejos en tiempo y distancia?

– No tengo ni idea. Cuanto más tiempo pasa, más lo dudo. Pero los viejos hábitos son difíciles de superar. Siempre tengo un arma cerca. No importa que muchas veces ni siquiera recuerde por qué.

Volvieron del golfo con el motor rugiendo y con la suave salpicadura del agua en sus rostros. No hablaron. Ya habían dicho todo lo que tenían que decir. Ocasionalmente, Bosch miraba a McKittrick. Su viejo rostro estaba bajo la sombra de la visera de su gorra. Pero Bosch veía sus ojos desde allí, mirando a algo que había ocurrido mucho tiempo atrás y que ya no podía cambiarse.

El último coyote - pic_26.jpg

Después del paseo en barco, Bosch sentía la aparición de un dolor de cabeza por la combinación de un exceso de sol y un exceso de cerveza. Rechazó una invitación a cenar de McKittrick argumentando que estaba cansado. Una vez en su coche, se tomó dos pastillas de paracetamol que tenía en la bolsa de viaje y las tragó sin acompañarlas de ningún líquido y con la esperanza de que le hicieran efecto. Sacó su libreta y revisó algunas de las cosas que había anotado de la versión de Mc Kittrick.

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