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El vaso de limonada se convirtió en cuatro vasos, los dos últimos aderezados con vodka. La bebida se ocupó de lo que quedaba del dolor de cabeza de Bosch y puso un bonito velo en todo. Entre el tercer y el cuarto vaso, ella le preguntó si le molestaba que fumara y Bosch encendió un cigarrillo para los dos. Y cuando el cielo se oscureció sobre los mangles, Harry finalmente consiguió que la conversación girara en torno a ella. Había percibido cierta soledad en Jasmine, un misterio. Detrás de la cara bonita había cicatrices. De las que no se ven.

Se llamaba Jasmine Corian, pero dijo que sus amigos la llamaban Jazz. Había crecido al sol de Florida y nunca había deseado irse. Se había casado en una ocasión, pero había sido hacía mucho tiempo. No había nadie en su vida en ese momento y estaba acostumbrada a ello. Dijo que concentraba la mayor parte de su vida en ella y su arte y, en cierto modo, Bosch entendía lo que quería decir. Su propio arte, aunque pocos lo llamarían así, también ocupaba la mayor parte de su vida.

– ¿Qué pintas?

– Sobre todo retratos.

– ¿De quién?

– De gente que conozco. Quizá algún día te pintaré a ti, Bosch. Algún día.

Bosch no sabía qué decir a eso, de modo que hizo una torpe transición a terreno más seguro.

– ¿Por qué no le das la casa a una inmobiliaria para que la venda? Así podrías quedarte pintando en Tampa.

– Porque me apetecía distraerme. Y tampoco quiero darle un cinco por ciento a una inmobiliaria. Es un complejo bonito. Estos apartamentos se venden muy bien sin inmobiliarias. Hay mucha inversión canadiense. Creo que lo venderé. Ésta ha sido la primera semana que ha salido el anuncio.

Bosch se limitó a asentir y lamentó haber desviado la conversación del tema de la pintura. El torpe cambio parecía haber embotado un poco la situación.

– Pensaba que a lo mejor te apetece ir a cenar.

Jasmine lo miró con solemnidad, como si la petición y su respuesta tuvieran mayores implicaciones. Probablemente las tenían. Al menos, Bosch pensaba que las tenían.

– ¿Adónde iríamos?

Era un punto de inflexión, pero Bosch siguió el juego.

– No lo sé, no es mi ciudad, ni mi estado. Puedes elegir tú el sitio. Por aquí o de camino a Tampa. No me importa. Pero me gusta tu compañía, Jazz. Si a ti te gusta.

– ¿Cuánto hace que no has estado con una mujer? Me refiero a una cita.

– ¿En una cita? No lo sé. Unos meses, supongo. Pero, mira, no soy un caso imposible. Simplemente estoy solo en la ciudad y pensaba que tú…

– Está bien, Harry. Vamos.

– ¿A cenar?

– Sí, a cenar. Conozco un sitio de camino a Tampa, está en cima de Longboat. Tendrás que seguirme.

Bosch sonrió y asintió con la cabeza.

Ella conducía un Volkswagen escarabajo descapotable de color azul pastel con parachoques rojo. No la habría perdido ni en medio de una granizada, y menos en las lentas autopistas de Florida.

Bosch contó dos puentes levadizos en los que tuvieron que detenerse antes de llegar a Longboat Key. Desde allí se dirigieron hacia el norte a lo largo de la isla, cruzaron un puente hasta la isla de Anna Maria y finalmente se detuvieron en un lugar llamado Sandbar. Atravesaron el local y se sentaron en una terraza con vistas al golfo. Era agradable y comieron cangrejos y ostras acompañadas de cerveza mexicana. A Bosch le encantó.

No hablaron mucho, pero no hacía falta. Siempre era en los silencios cuando Bosch se sentía más cómodo con las mujeres con las que había estado a lo largo de su vida. Sentía que el efecto del vodka y la cerveza lo acercaban a ella, limando cualquier aspereza de la tarde. Experimentaba un creciente deseo. McKittrick y el caso habían quedado apartados en la oscuridad del fondo de su mente.

– Esto está bien -dijo él cuando finalmente se estaba acercando a su capacidad máxima de comer y beber-. Es genial.

– Sí, lo hacen bien. ¿Puedo decirte algo, Bosch?

– Adelante.

– Sólo estaba bromeando en lo que he dicho antes de los polis de Los Ángeles. Pero he conocido a otros polis antes… y tú pareces diferente. No sé por qué, pero es como si hubieras conservado mucho de lo que tú eres, ¿sabes?

– Supongo. Gracias. Creo.

Los dos se echaron a reír y en un movimiento tentativo ella se inclinó y lo besó fugazmente en los labios. Fue bonito y Bosch sonrió. Sabía a ajo.

– Suerte que te ha quemado el sol porque te habrías puesto colorado otra vez.

– No. O sea has dicho una cosa bonita.

– ¿Quieres venir a mi casa, Bosch?

Esta vez vaciló. No porque tuviera que pensar su respuesta, sino porque quería darle a ella la oportunidad de retirarse en caso de que hubiera hablado demasiado deprisa. Después de un momento de silencio, Bosch sonrió y asintió con la cabeza.

– Sí, me gustaría.

Salieron del restaurante y se dirigieron tierra adentro hacia la autopista. Siguiendo al Volkswagen, Bosch se preguntó si ella se lo pensaría mejor mientras conducía sola. En el puente de Skyway obtuvo su respuesta. Cuando se detuvo en la caseta del peaje con su dólar en la mano, el empleado negó con la cabeza y rechazó el dinero.

– No, la señora del escarabajo ya lo ha pagado.

– ¿Sí?

– Sí. ¿La conoce?

– Todavía no.

– Pues creo que va a hacerlo. Buena suerte.

– Gracias.

El último coyote - pic_27.jpg

Ahora Bosch no la habría perdido ni en una ventisca. Cuanto más conducía, mayor era la euforia adolescente de la anticipación. Estaba cautivado por la franqueza de aquella mujer y se preguntaba cómo se traduciría eso cuando hicieran el amor.

Jasmine lo condujo en dirección norte hasta Tampa y después a una zona llamada Hyde Park. El barrio, con vistas a la bahía, consistía en viejas casas victorianas y de estilo Craftsman con amplios porches. Ella vivía en un apartamento encima de un garaje de tres plazas, detrás de una casa victoriana gris con molduras verdes.

Cuando llegaron a lo alto de la escalera y Jasmine estaba metiendo la llave en la cerradura, Bosch pensó en algo y no supo qué hacer. Ella abrió la puerta y lo miró. Le adivinó el pensamiento.

– ¿Qué pasa?

– Nada. Pero estaba pensando que debería ir un momento a un drugstore.

– No te preocupes. Tengo lo que necesitas. Pero ¿puedes esperar aquí un minuto? He de recoger un poco la casa y limpiar un par de cosas.

Bosch la miró.

– A mí no me importa.

– Por favor.

Vale, tómate tu tiempo.

Bosch esperó durante unos tres minutos hasta que ella apareció en el umbral y lo invitó a entrar. Si había limpiado, lo había hecho a oscuras. La única luz procedía de lo que Bosch supuso que era la cocina. Jasmine lo tomó de la mano y lo condujo en dirección contraria a la luz, a lo largo de un pasillo a oscuras que llevaba al dormitorio. Allí ella encendió la luz, revelando una habitación escasamente amueblada en cuyo centro había una cama de hierro forjado con dosel. Había una mesita de noche de madera sin barnizar y un escritorio también sin barnizar y la mesa de una vieja máquina de coser Singer con un jarrón azul con flores muertas. No había nada colgado de las paredes, aunque Bosch vio un clavo que asomaba del yeso encima del jarrón. Jasmine se fijó en las flores y enseguida cogió el jarrón de la mesa y salió de la habitación.

– Voy a tirar esto. No he estado aquí en una semana y olvidé cambiarlas.

Al llevarse las flores se levantó en la habitación un olor ligeramente acre. Cuando ella salió, Bosch volvió a mirar el clavo y creyó distinguir la forma de un rectángulo en la pared. Allí había habido algo colgado. Jasmine no había entrado a limpiar, si lo hubiera hecho habría tirado las flores. Había entrado para descolgar un cuadro.

Jasmine regresó a la habitación y volvió a poner el jarrón vacío en la mesa.

– ¿Te apetece otra cerveza? También tengo vino.

Bosch se acercó a ella, cada vez más intrigado por sus misterios.

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