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En este punto Eglofstein le interrumpió con una pregunta. Inmediatamente el teniente se calmó y volvió al objeto de su relato.

Al caer la tarde de su segundo día de viaje había alcanzado, en compañía de su asistente, los bosques de Bascara. Mientras se abrían paso a través del espeso monte bajo -los caballos, en terreno tan difícil, eran más obstáculo que ventaja-, oyeron tiros de fusil y el alboroto del combate que no lejos de ellos, en el camino real, estábamos manteniendo nosotros y los guerrilleros. De inmediato, Rohn alteró su ruta y se dirigió, ladera arriba, hacia lo más espeso del bosque, donde esperaba hallarse a resguardo. Pocos minutos después, una bala perdida lo alcanzó en la espalda. Cayó al suelo y perdió la conciencia por un breve lapso de tiempo.

Cuando volvió en sí se encontró sobre el lomo de su montura, a la que su asistente lo había atado con unas correas. Pese a que les faltaba poco para alcanzar la cima de la colina, el ruido de la lucha se oía desde mucho más cerca; ahora le era posible distinguir voces aisladas y captaba breves órdenes, maldiciones y el griterío de los heridos.

En un claro situado en lo alto de la colina se hallaba la ermita de San Roque, medio destruida por el fuego. Allí se detuvo el asistente con los caballos, pues el teniente había perdido mucha sangre y parecía ir a morírsele entre las manos. Después de explicarle que si seguían así acabarían cayendo ambos infaliblemente en manos de los españoles, sacó al teniente de encima del caballo y lo introdujo en la ermita. Rohn, que sentía intensos dolores y estaba debilitado por la pérdida de sangre, no se opuso a ello. El asistente lo subió a cuestas por la escalera, lo dejó en el suelo de la ermita, lo envolvió en su capote y lo cubrió con haces de paja. Luego le puso en las manos la cantimplora y dejó a su lado cubriéndolas también con paja dos pistolas cargadas, de manera que al teniente le bastara alargar la mano derecha para alcanzarlas. Hecho esto se alejó con los dos caballos, después de suplicar al teniente que se quedase tranquilo allí tumbado y que no se moviese, que le prometía que permanecería siempre cerca y no lo dejaría en la estacada, pasase lo que pasase.

Entretanto se había hecho oscuro y el tiroteo y el alboroto habían enmudecido. Por un lapso de tiempo todo permaneció tranquilo, y el teniente, creyendo que el peligro había pasado, se disponía a asomar la cabeza por el tragaluz para llamar a su asistente, cuando de repente oyó voces y vio un resplandor de hachones y antorchas que se aproximaban a la ermita.

De inmediato advirtió que eran guerrilleros, y en un abrir y cerrar de ojos volvió a ocultarse debajo de los haces de paja. A través de los agujeros y rendijas del entablado sobre el que yacía vio cómo los españoles introducían en la ermita a sus heridos. Uno de ellos subió la escalera y arrojó haces de paja a los otros; el teniente contuvo el aliento, pues temía ser descubierto y abatido en el acto.

Pero el español no advirtió la presencia del teniente y bajó por la escalera con su linterna, para ir a vendar a los heridos. Iba del uno al otro con sus instrumentos, pero el teniente jamás había visto médico de campaña que ejerciese su oficio con más mal humor y desgana que aquel cirujano español.

– ¿Qué haces ahí sentado como el judío Job en su montón de estiércol? -le espetó a uno de los heridos. A otro, que entre gemidos afirmaba presentir que pronto estaría en la gloria, le dijo con sarcasmo-: La gloria no está tan al alcance de la mano como tú te piensas, patán. Tú te has creído que para ir al cielo basta con tener un agujero en la barriga.

– ¿Qué tienes para mí en tu botiquín? -oyó el teniente que preguntaba otro herido-. ¿Grasa de mono? ¿Manteca de oso? ¿Heces de cuervo?

– Para ti tengo un padrenuestro y punto -gruñó el médico-. ¡Tienes demasiados agujeros! -Y mientras se inclinaba sobre el siguiente, refunfuñó-: La muerte es una pagana, no respeta los días de guardar. Siempre he dicho que cuando hay una guerra, a los cementerios les salen jorobas.

– ¿No vienes aquí? -gritó un herido desde un rincón.

– ¡Tú te esperas hasta que te toque el turno! -exclamó airado el médico-. Ya te conozco yo a ti. Cada vez que te pica un mosquito quisieras que te pusieran un emplasto. ¡Ojalá la bala hubiera ido a parar al infierno, así no estarías aquí cabreándome!

Entretanto, afuera, delante de la ermita, los guerrilleros habían encendido una hoguera. En dirección al bosque se habían apostado varios centinelas a los que un oficial de ronda iba pidiendo el parte de uno en uno. Los insurgentes, en número de ciento cincuenta o más, estaban tumbados alrededor de la hoguera; muchos de ellos dormían, y algunos fumaban cigarrillos. Llevaban ropas y armas arrebatadas a los franceses. Uno lucía polainas de infantería, otro un largo sable de coracero, el tercero unas pesadas botas de montar alemanas. Cerca de la ermita se alzaba un alcornoque a cuyo tronco había sido fijada una estampa de la Virgen con el Niño; frente a ella había dos españoles arrodillados, rezando. Un oficial inglés, capitán de los fusileros de Northumberland, estaba de pie, apoyado en su sable, mirando al fuego; con su capote escarlata y el blanco penacho de plumas de su morrión causaba entre los andrajosos guerrilleros el efecto de un ducado de oro rodeado de ochavos de cobre. (De acuerdo con la descripción de Rohn, sólo podía tratarse del capitán William O'Callaghan, el cual, según nos constaba, había recibido del general Blake el encargo de poner orden y disciplina entre las bandas de guerrilleros de aquella región.)

Entretanto, el médico de campaña había concluido su tarea dentro de la ermita; salió de ella cojeando y se acercó a la hoguera. Era un hombre bajo y sumamente gordo, vestido con una chupa parda, calzones cortos y medias azules hechas jirones; en el cuello de la chupa, sin embargo, llevaba galones de coronel. Cuando el resplandor del fuego iluminó su rostro, el teniente descubrió que aquel hombre que, dentro de la ermita, había estado vendando a los heridos, y, con la malignidad de una hiena, les había dado tan mezquino consuelo espiritual, no era otro que el Tonel en persona. Llevaba en la cabeza un gorro de terciopelo con bordados de oro; el teniente lo reconoció al instante como el gorro de dormir del mariscal Lefebre, célebre en todo el ejército debido a que por su causa -al caer, junto con parte del equipaje del mariscal, en manos de los insurgentes- habían sido arrestados los ayudantes del enfurecido mariscal, así como todos los oficiales de la escolta.

El Tonel tenía las manos extendidas sobre el fuego para calentárselas. Durante un rato todo permaneció tranquilo; sólo se oían los gemidos de los heridos, las maldiciones de uno de los que dormían y el murmullo de los dos españoles que rezaban arrodillados delante de la imagen.

Contaba el teniente Rohn que en este punto tuvo que luchar contra un gran cansancio, y que, a pesar de la sed que sentía, se habría quedado dormido allí, tan cerca de sus enemigos, si las resonantes voces de los centinelas no lo hubieran despejado de repente. Echó una mirada por el tragaluz y vio entonces al marqués de Bolibar, que en aquel momento pasaba de la oscuridad del bosque al resplandor del fuego.

El teniente Rohn lo describió como un anciano de alta estatura con el pelo y la barba totalmente blancos. La nariz era ligeramente aguileña y sus rasgos tenían algo de fiero y sobrecogedor cuyo origen el teniente Rohn no consiguió esclarecer pese a todos sus esfuerzos.

– ¡Ahí está! -exclamó el Tonel, retirando las manos del fuego-. El señor marqués de Bolibar -añadió, dirigiéndose al oficial inglés-. Os pido mil perdones, señor marqués -dijo, haciendo una desmañada reverencia hasta el suelo-, por haber estorbado vuestro descanso nocturno, pero mañana seguramente ya no me habríais encontrado en estos parajes, y debo poneros al corriente de ciertas noticias de extrema importancia referentes a vuestra familia.

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