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– «Orden del 11 de septiembre. Coronel: Como es voluntad de su majestad el Emperador que las tropas acantonadas no reciban peor trato que las tropas en campamento, ha dispuesto que cada hombre reciba diariamente dieciséis onzas de carne, veinticuatro onzas de pan, seis onzas de pan seco para sopas…»

– ¡Los cabrones del regimiento de Hessen! -gritó Günther, incorporándose en el lecho como un caballo encabritado-. ¡Viven liados de una manera que hasta el verdugo se compadecería!

– ¡La siguiente carta! -ordenó rápidamente Eglofstein-. Esa no es la que buscamos.

– «Carta del 14 de diciembre. Entregada por el subteniente Durette, del comando de la división. El mariscal Soult desea que redacte usted, mi coronel, una memoria sobre la fortaleza de La Bisbal tan pronto como la haya ocupado. ¿Cuántos cañones serían necesarios para completar…?»

– ¡Bienvenida, amada mía, bienvenida! -empezó de nuevo Günther con su voz enronquecida. Asustado, me detuve y Eglofstein me susurró:

– ¡Más alto, demonios! ¡Por amor de Dios, más alto!

– «…para completar su armamento?» -casi grité; las palabras bailaban ante mis ojos una loca zarabanda en el papel-. «¿Hay allí agua, avenidas anchas, edificios de buen tamaño? ¿Es posible instalar depósitos, hornos, almacenes…»

– Más claro, Jochberg, no entiendo ni una palabra -exclamó Eglofstein.

– «…hornos, almacenes para víveres -grité con desesperación-, un arsenal para municiones y, finalmente, locales para albergar la impedimenta de un cuerpo de ejército? Procure averiguar, coronel, si la ciudad, en lo que se refiere a los puntos mencionados…»

– La escritura de las líneas siguientes está borrosa, mi capitán.

– Deje esa carta y tome la siguiente.

Desplegué la carta, pero se me cayó al suelo. Y mientras me agachaba para recogerla, oí de nuevo la voz de Günther, que sonaba llena de reproche:

– Tanto como te supliqué, querida, que vinieras temprano. ¿Es que no te dejaba salir de casa? Desde luego, le obedeces en todo…

¡Era ella! ¡Era Françoise-Marie! Un estremecimiento recorrió el rostro del coronel, y Eglofstein se puso pálido como la cera. Recogí la carta del suelo y leí con tanta vehemencia, con tanto ardor, con tanta desesperación, que Donop, que entraba en aquel momento en la habitación, se quedó parado, con la boca abierta, sin saber qué significaba aquello.

– «Coronel: El regimiento de cazadores número 25, que pertenece a mi división, cuenta en su depósito de caballería con ciento cincuenta hombres sin caballos. A usted, en esa región, le resultaría fácil adquirir caballos a precios módicos para dotar de monturas a esos hombres. El regimiento no posee más que quinientos caballos. Ocúpese usted de conseguir un centenar más, para que por fin…»

– Eso ya se hizo -exclamó Donop desde la puerta-. Yo mismo…

– ¡Cállese! -exclamó enfurecido Eglofstein-. ¡Jochberg! Continúe. La siguiente.

– «Carta del 18 de diciembre. Firmada personalmente por el mariscal Soult. Coronel: Los informes que me llegan de Vizcaya me impiden retirar de allí ni un solo hombre. El enemigo tiene la intención manifiesta de…»

Me interrumpí un instante para tomar aliento. Y en ese mismo instante oí a Günther pronunciar mi nombre.

– ¡Óyeme! -masculló-. ¿Ha sido Jochberg quien te ha enseñado esa novedad tan deliciosa? ¿O ha sido Donop? Contesta.

– «…la intención manifiesta -grité- de poner sitio a la ciudad; desde hace dos meses está instalando grandes almacenes de aprovisionamiento en los alrededores y los aumenta incesantemente.

»Carta del jefe del estado mayor del 22 de diciembre. Coronel: Comprendo tan bien como el que más hasta qué punto sería beneficioso para la gloria y los intereses del Emperador luchar contra Lord Wellington en lugar de hacerlo contra los bandidos. Con todo, no puedo recomendar al mariscal la puesta en práctica de sus propuestas. Pues ignoro…»

– ¿Qué es lo que escribe el coronel Desnuettes? -me interrumpió el coronel con repentina atención-. ¿Escribe «no puedo recomendar»?

– «No puedo recomendar al mariscal la puesta en práctica de sus propuestas» -repetí-. Eso es lo que pone. Y continúa: «Pues ignoro qué se está tramando este invierno en Asturias contra nosotros. Además no dispongo de suficientes efectivos de infantería bien preparados para poder aprobar que usted…».

– ¡Alto! -bramó indignado el coronel-. ¿Qué acaba de leer usted? ¿«Para poder aprobar»? ¿Qué se ha creído ese Desnuettes? ¿A él quién le manda que apruebe ni que recomiende nada? El y yo tenemos la misma graduación. ¡Eglofstein! ¿Ha sido contestada ya esta carta insolente?

– Todavía no, mi coronel.

– Tome usted la pluma. Escriba lo que voy a dictarle y despache la carta en la primera oportunidad. ¿Qué se habrá creído ese Desnuettes?

Empezó a andar furioso de un lado al otro de la habitación, a grandes pasos.

– ¡Escriba! -dijo por fin-. «Coronel: En el futuro haga usted el favor de limitarse a trasmitir al mariscal mis propuestas sin recomendación alguna, y a darme cuenta de…» ¡No! Todo esto no es lo bastante fuerte.

Se había detenido y movía los labios, mudo y pensativo. Yo tenía que esperar. No podía seguir leyendo, estaba desorientado, no sabía qué hacer. Y en ese instante de silencio, Günther, desde sus sueños terribles, dijo en voz bien alta, lentamente y con total claridad:

– ¡Ven! Déjame besarte el ranúnculo azul.

No recuerdo lo que sucedió en mi interior en aquel instante. ¿Acaso perdí el conocimiento? ¿O es que me pasaron por el cerebro cien visiones de terror que olvidé de inmediato? Sólo sé que cuando volví en mí sentí aún el sobresalto de los últimos segundos en el temblor de mis manos y en el escalofrío helado que me recorrió la espalda. Después recobré la presencia de ánimo y me dije: ha llegado el momento que nos ha hecho temblar durante todo un año, ahora sí que ha llegado… ¡Valor! Hay que afrontarlo. Y miré al coronel.

Se había quedado tieso e inmóvil, tenía los labios ligeramente torcidos, como si le doliera la cabeza. Se quedó así unos instantes; luego, con un movimiento brusco, se dirigió a Eglofstein. Iba a producirse el estallido…

Muy tranquilo y sin mostrar irritación, casi despreocupado, dijo:

– ¿Por dónde íbamos? Escriba, Eglofstein: «Coronel: En lo venidero, hará usted bien en limitarse…».

¿Estaba soñando? ¡No era posible! Le habíamos robado la mujer, ahora lo sabía, y sin embargo seguía dictando su carta como si nada hubiera pasado. Nos quedamos todos mirándolo boquiabiertos; Eglofstein tenía la pluma en la mano, pero no escribía. Y Günther, desde su cama, dijo por segunda vez:

– ¡El ranúnculo azul! ¿Me oyes? ¿Te lo ha besado también Donop? ¿Y Eglofstein? ¿Y Jochberg?

En la cara del coronel no se movió ni un músculo, seguía en la posición tensa del que escucha. En sus labios apretados había un fino pliegue de dolor o sarcasmo. Luego, repentinamente, se movió hacia la ventana. Desde la calle me llegaba ahora un ruido lejano, un leve murmullo, y el coronel parecía prestar atención sólo a aquel ruido.

Entonces Eglofstein se puso en pie impulsado por una repentina decisión. Dejó caer la pluma y se plantó frente al coronel tieso como un palo.

– Mi coronel, me confieso culpable. Se sobreentiende que me pongo a su disposición. Espero sus órdenes, mi coronel.

El coronel levantó la cabeza y lo miró.

– ¿Mis órdenes? Me parece que el momento es demasiado grave como para privar al regimiento de uno solo siquiera de sus oficiales a causa de una fruslería.

– ¿A causa de una fruslería? -balbució Eglofstein, mirando al coronel fijamente a los ojos.

Un encogimiento de hombros. Un gesto indolente de la mano.

– Quería enterarme de la verdad y ahora ya la conozco. No me sorprende. Asunto concluido.

Yo no alcanzaba a comprender, estaba pasmado de asombro. Había esperado un estallido de furor, un furioso deseo de aniquilarnos a todos, y en cambio las palabras que oí sonaban frías, indiferentes y casi juiciosas.

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