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No hice caso a la advertencia de Eglofstein y entré sin hacer ruido en la alcoba del enfermo.

El teniente Günther estaba echado en la cama, pero no dormía, sino que charlaba y se reía solo en voz baja. Tenía la cara encendida y los ojos hundidos en las cuencas, como dos cascaras de nuez vacías. El cirujano, que estaba haciendo la ronda en el hospital, había enviado a uno de sus ayudantes, un individuo joven, imberbe, que lo único que sabía hacer era ir cambiando los paños húmedos de la frente del herido.

El coronel estaba de pie a la cabecera del lecho y cuando entré yo levantó la vista, molesto por la interrupción. Me acerqué a él y le informé de lo que ya sabía: su correo había pasado felizmente hacía una hora las líneas de la guerrilla.

Me prestó atención, pero sin separar la vista de los labios de Günther ni por un instante.

– En dieciséis horas la carta habrá llegado a manos del general d'Hilliers -murmuró-. Si todo va bien, dentro de tres días oiremos el fuego de los mosquetes de sus avanzadas. ¿No lo cree usted, Jochberg? Son cuarenta leguas, y las carreteras están bien pavimentadas.

– ¡Corazón mío! -exclamó Günther entretanto, tratando de alcanzar con sus manos descarnadas la imagen de su delirio-. Tienes la piel maravillosamente blanca, como corteza de abedul.

Los labios férreamente apretados del coronel se contrajeron. Se inclinó sobre Günther y lo miró fijamente, como queriendo arrancarle de la boca el secreto del nombre que aún no había pronunciado. Pero ya lo sabía, sabía tan bien como yo de quién era la piel blanca como corteza de abedul.

– Hay otras -rió Günther regocijado para sí mismo- que engullen cera, yeso, polvo de caracoles y ancas de rana, o se untan la cara con cien ungüentos, pero no les sirve para nada: siguen teniendo la cara llena de sarpullidos y manchas. Tú, en cambio…

– ¡Siga! ¡Siga! -se le escapó al coronel. Yo estaba aterrado y al borde de la desesperación, pues el nombre no podía tardar en salir a la luz, y me parecía próximo el momento del desastre. Pero la fiebre de Günther jugaba con mi terror y los celos del coronel un travieso juego del gato y el ratón.

– ¡Vete! -gritó violentamente, dándose vuelta en la cama-. Vete, ella no quiere verte. ¿Qué buscas aquí? Brockendorf, tus pantalones se han vuelto transparentes como el camisón de encaje de mi amada. Y eso es de tanto estar sentado en la taberna, te digo. ¿Qué vino hay en el Pelícano y en el Moro Negro? ¡Médico! ¡Médico! Por el amor de Dios, ¿qué has hecho conmigo?

Su voz se enronqueció y el aire salía jadeante de su pecho. Y al mismo tiempo sus manos, sacudidas por los escalofríos, temblaban incesantemente como arbolillos al viento.

– ¡Médico! -volvió a llamar, soltando un gran gemido-. Cualquier día te ahorcarán. ¡Lástima, lástima! Créeme, entiendo mucho de fisonomías.

Cayó hacia atrás, cerró los ojos agotado, se quedó inmóvil y respiró jadeante.

– Foetida vomit -dijo el ayudante del médico, sumergiendo un paño en agua fría-. Habla inmundicias.

– ¿Se acaba? -preguntó el coronel, y percibí en su voz el temor brutal de que Günther pudiera morirse sin llegar a pronunciar el nombre de su amante.

– Ultima linea rerum -afirmó el ayudante, impasible, poniendo el paño sobre la frente de Günther-. Ya no está en manos humanas el ayudarle.

Sin duda el coronel se había olvidado de mi presencia. Sólo entonces pareció volver a darse cuenta de que yo estaba allí.

– Está bien, Jochberg -me dijo con un movimiento afirmativo de la cabeza-. Puede retirarse, déjeme solo.

Vacilé. No quería salir. Pero mientras buscaba un pretexto para quedarme, oí pasos y voces en la otra habitación. La puerta se abrió y entró Eglofstein. Tras él apareció un individuo alto y escuálido en el que reconocí a un cabo del regimiento de Hessen.

– ¡No griten! -dijo el coronel, señalando con un gesto al herido-. ¿Qué pasa, Eglofstein?

– Mi teniente, este hombre es de la compañía del teniente Lohwasser, que tiene a su cargo el mantenimiento del orden público en la ciudad…

– Ya lo sé. Lo conozco. ¿Qué quiere usted, cabo?

– ¡Tumultos, desórdenes, insubordinaciones, mi coronel! -profirió el hombre, casi sin aliento-. Los españoles atacan a los guardias y a los centinelas.

Lancé a Eglofstein una mirada de admiración. Pues estaba totalmente seguro de que aquello no era más que un ardid hábilmente tramado y acordado con aquel hombre a fin de sacar por las buenas al coronel de la alcoba de Günther.

Pero el coronel meneó la cabeza y sonrió burlón.

– ¿Que esos buenos cristianos se han rebelado? Cabo, ¿quién le envía?

– El teniente Lohwasser.

– Me lo figuraba. Me lo figuraba -dijo el coronel, dirigiéndose risueño hacia nosotros-. Lohwasser es un chiflado, no hace más que ver fantasmas. Mañana mandará a alguien a avisarme que ha visto a tres hombres de fuego o a un duende jorobado.

Pero en aquel instante oímos un taconeo afuera, la puerta se abrió de un golpe y el teniente Donop se precipitó dentro de la estancia.

– ¡Rebelión! -gritó, acalorado y sin aliento por la carrera-. En la plaza del mercado han atacado a los guardias.

El coronel dejó de reírse y se puso blanco como el papel. Y en el silencio que se hizo se escuchó el balbuceo absurdo de Günther, que ya era incapaz de distinguir la noche del día:

– ¡Por los clavos de Cristo, encended la luz! ¿O es que queréis jugar conmigo a la gallina ciega?

– ¿Es que los españoles se han vuelto locos? -prorrumpió el coronel-. ¡Atacar a los centinelas! Por cosas así se ha ahorcado a centenares. ¿Qué mosca les ha picado?

– Brockendorf… -empezó Donop y se calló.

– ¿Qué pasa con Brockendorf? ¿Dónde está? ¿Dónde se ha metido?

– Está todavía en la iglesia.

– ¿En la iglesia? ¡Aleluya! ¿Es momento de escuchar sermones? ¿Es que ha ido a rezar por una buena cosecha de vino mientras los españoles se amotinan por la calle?

– Brockendorf se ha alojado con su compañía en la iglesia de Nuestra Señora.

– En la iglesia… ¡Se ha alojado! -el coronel respiró hondo y se puso morado de ira; parecía que en cualquier momento fuera a asfixiarse o a caer al suelo víctima de un ataque de apoplejía. Günther gemía y se revolvía en la cama:

– Que Dios se apiade de mí, me voy a morir. ¡Ay, amor mío! ¡Hasta siempre!

– Dice… Brockendorf dice que el señor coronel le dio la orden -osó comentar Donop.

– ¿Que yo le di la orden? -rugió el coronel-. ¿Conque esas tenemos? Ahora ya entiendo por qué se amotinan los españoles.

Hizo un esfuerzo para tranquilizarse y se dirigió al cabo, que aún estaba en la habitación.

– Vaya corriendo y envíeme aquí al momento al capitán Brockendorf. Y usted, Donop, tráigame aquí al cura y al alcalde. ¡Rápido! ¿A qué espera? ¡Eglofstein!

– ¿Sí, mi coronel?

– Los cañones que hay en las bocacalles ¿están cargados?

– Con bombas de metralla, mi coronel. ¿Quiere que…?

– Ni un solo disparo sin orden mía. Dos patrullas de caballería despejarán las calles.

– ¿A tiros de fusil…?

– ¡A culatazos en las costillas! -rugió el coronel-. Ni un disparo sin orden mía, ya se lo he dicho. ¿Es que quiere usted echarme encima a la guerrilla?

– Comprendido, mi coronel.

– Doble la vigilancia. Tome diez hombres, ocupe el ayuntamiento y arreste a los miembros de la junta, si están reunidos. ¡Jochberg!

– ¿Sí, mi coronel?

– ¡Al capitán Castel-Borckenstein! Que forme con su compañía en el patio posterior del cuerpo de guardia. Ni un tiro mientras yo no dé la orden. ¿Comprendido?

– Sí, mi coronel.

– Entonces vaya usted con Dios.

Medio minuto después nos hallábamos todos en camino hacia nuestros destinos.

Bajé a toda prisa por la Calle de los Carmelitas con Eglofstein y sus hombres. A lo lejos, más allá de las ruinas negruzcas de los muros del convento, vimos escabullirse a dos españoles que iban armados con lanzas u horquillas. En la esquina se separaban nuestros caminos. Eglofstein ya se iba, pero de repente me vino algo a la mente y retuve al capitán cogiéndolo de la mano.

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