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Brockendorf, apoyado en la mesa, estaba que reventaba de alegría y de maligna satisfacción, y se burlaba de nuestro enamorado coronel.

– ¡Eh! ¡Amargado! ¿Aún estás despierto? Esta noche tu amada te está haciendo esperar, ¿eh?

– ¡Más bajo! ¡Más bajo! -le exhortó Eglofstein-. Si da la condenada casualidad de que el coronel te oye…

Pero Brockendorf habría preferido arrancarse la lengua a tragarse sus chanzas.

– ¡Que me oiga, qué más da! -exclamó-. Me da pena el viejo imbécil. Mañana le enviaré otra en lugar de la Monjita. Le enviaré a la vieja atocinada que viene todos los días a barrerme la habitación. Que se consuele con ella. Es verdad que tiene el cuerpo de una ballena y la cara como una cascara de nuez, pero para él cualquier pingajo es lo bastante bueno.

Enfrente, en su habitación, el coronel se detuvo de pronto y miró hacia la puerta. Brockendorf empezó de nuevo a reír inmoderadamente, pues le parecía muy divertido que pudiéramos ver al coronel esperando con tanta confianza a su amante, que ya le habíamos escamoteado. Se ofreció a suministrarle, a cambio de la Monjita, a todas las viejas que había visto en La Bisbal.

– Acuéstate ya, amargado, es un buen consejo. Estás esperando para nada, hoy la Monjita no vendrá a verte. Lo que sí te puedo mandar es a la vieja bruja desdentada que vende nabos y habichuelas en la calle, enfrente de mi ventana, ésa sería la indicada para ti. O aquella vieja flaca como un palo de escoba que lava platos en la cocina del mesón, o…

Enmudeció.

Enfrente, en la habitación, la puerta se abrió despacio y con precaución. Y un instante después, la Monjita, joven, hermosa, esbelta y sedienta de amor, se colgaba del cuello del coronel.

Ninguno de nosotros pronunció una sola palabra. Sentimos como un culatazo en la frente. Como una puñalada atravesándonos el corazón.

Al cabo de un momento, sin embargo, al ver que éramos nosotros los engañados y no él, estalló en nosotros el rencor alimentado durante años, al que se sumaba el dolor, el desencanto y el orgullo pisoteado.

– ¡Cobarde! -rugió Brockendorf-. ¡Canalla! ¡Capón! ¡En Talavera estuviste escondido detrás de una mula reventada, mientras nosotros nos lanzábamos al ataque bajo el fuego graneado!

– ¡Te embolsaste los doce mil francos de la soldada y ocho mil francos para pan y carne en salazón, y nosotros a pasar hambre! ¡Antes de la batalla el regimiento no tenía ni una onza de pan!

– ¡Si no fuera porque tu primo es consejero de economía de guerra del príncipe de Hessen, Soult te habría arrancado aquella vez las charreteras de los hombros!

– ¿Cuántos caballos de más has vuelto a poner en cuenta, ladrón? ¡Estafador! ¡Judas!

Gritamos, rabiosos, hasta enronquecemos, pero el coronel no oía nada. Soltó la redecilla de seda que cubría los cabellos de la Monjita y tomó el rostro de la muchacha entre sus manos.

– ¡No nos oye! -gritó Brockendorf, ahogándose de rabia-. Pero ¡que Dios me condene! ¡Va a oírme, así se despierten todos los demonios del infierno!

Golpeó con ambos puños las hojas de la ventana, haciendo caer estrepitosamente a la calle los vidrios rotos. Luego se asomó todo lo que pudo y, marcando el compás a puñetazos, empezó a graznar con su profunda voz de bajo la canción satírica dedicada al coronel que habían compuesto, tras la batalla de Talavera, un dragón y un granadero, y que los soldados cantaban cuando creían que no los oía ningún oficial:

«Bajo el fuego, el coronel
le tiene apego a su piel.
Cuando truenan los cañones,
él reza sus oraciones,
y se pone a hacer pucheros…»

Se detuvo, jadeante y agotado. El coronel no le oía. Tenía a la Monjita sujeta entre sus brazos y la estrechaba contra sí, y tuvimos que ver cómo ella le apretaba el rostro contra el pecho y dejaba caer su cabello cobrizo sobre los hombros del coronel.

Aquella visión centuplicó nuestro odio y nos convirtió en perturbados peones de nuestra ira. Ciegos y sordos a todo lo demás, teníamos una sola idea: que el coronel había de oírnos y que teníamos que arrancar a la Monjita de sus brazos.

– ¡Cantad todos conmigo! Así nos oirá -exclamó Brockendorf. Y empezó nuevamente la canción de Talavera, y los demás nos unimos a él, gritando con toda la fuerza de nuestros pulmones en el aire frío de la noche:

«…y se pone a hacer pucheros
cuando escupen los morteros,
y ¡ay, qué berridos que mete
cuando oye hablar a un mosquete!
Pero eso tiene remedio
habiendo oro por medio,
pues con la bolsa bien llena
ya no siente tanta pena.
Para sisar sin mesura
nunca le falta bravura.»

Pero de repente, mientras cantábamos, la Monjita se desprendió del abrazo del coronel. Se dirigió hacia la imagen de la Virgen que había en la pared y, poniéndose de puntillas, la cubrió el rostro con su redecilla de seda, como si no quisiera que la Madre de Dios viera lo que iba a pasar a continuación en el cuarto.

Y en el mismo instante, el coronel apagó de un soplo las velas. Lo último que vi fue la figura de infantil esbeltez ante la imagen de la Virgen y las mejillas desagradablemente hinchadas del coronel. Luego todo desapareció: la mesa, la cama, los dos candelabros, la imagen velada, el tricornio que estaba encima de la silla… todo desapareció en las tinieblas. Pero aun así me pareció ver las sombrías figuras del coronel y su amante lanzándose, en la fiebre del deseo, la una hacia la otra para enlazarse.

Fue entonces cuando el delirio hizo presa en nosotros. Nos olvidamos de la amenaza que pesaba sobre la ciudad, del Tonel y de los guerrilleros, que sólo esperaban la señal para abalanzarse sobre nosotros. Oí a mi lado una maldición tan blasfema que la sangre se me congeló en las venas, y un alarido que sonó como el aullar de un perro rabioso. Y luego vi a Brockendorf y a Donop subiendo atropelladamente por la escalera de madera que llevaba al órgano.

Uno pisó los pedales y el otro pulsó las teclas. Bramando y retumbando, el sonido del órgano elevó hasta el techo la canción de Talavera, llenando con ella todo el recinto. Cantamos los cuatro a un tiempo; vi a Eglofstein marcando el ritmo con ademanes brutales; el órgano ahogaba nuestras voces.

«…pues con la bolsa bien llena
ya no siente tanta pena.
Para sisar sin mesura
nunca le falta bravura.
¡ Ay qué Judas, qué bergante
el pelirrojo tunante!»

De repente recobré la consciencia, la cara se me inundó de sudor frío, las rodillas empezaron a temblarme y me pregunté una y otra vez qué acabábamos de hacer, mientras el órgano bramaba todavía:

«¡Ay, qué Judas, qué bergante…!»

Y me pareció ver allí arriba a la muerte haciendo de organista y al diablo pisando los pedales. Y abajo, en medio del recinto, entre la lluvia de chispas que saltaba de los braseros, se alzaba, grande y terrible, la sombra del difunto marqués de Bolibar, marcando, con ademanes brutales y triunfantes, el compás de nuestro canto fúnebre.

De golpe se hizo un silencio mortal. Calló el órgano, y sólo el viento gemía y sollozaba en los ventanales rotos. Volvíamos a estar los cuatro abajo, atenazados por el frío; oí a mi lado la respiración ruidosa de Brockendorf.

– ¿Qué hemos hecho? -gimió Eglofstein-. ¿Qué hemos hecho?

– ¿Qué locura se ha apoderado de nosotros? -jadeó Donop.

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