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– ¿Todavía está usted aquí? -preguntó sorprendida y no menos indignada que hacía un rato.

– La esperaba a usted.

– No quiero verle más, vayase.

– No me iré antes de que me haya usted perdonado -fue la respuesta de Günther.

– Está bien. Le perdono. Pero ahora vayase inmediatamente, pues ha vuelto el coronel.

– Entonces déme un beso en señal de perdón.

– Usted está loco. ¡Vayase de una vez!

– No antes de que… -empezó Günther.

– ¡Por el amor de Dios, vayase! -balbució la Monjita atropelladamente; pero en aquel mismo instante la puerta se abrió y el coronel apareció en el umbral.

Miró asombrado a Günther de pies a cabeza y lanzó otra mirada a la Monjita, que estaba junto a la puerta, pálida y sobrecogida.

– ¿Me esperaba usted, teniente Günther? -preguntó por fin.

– Quería… -masculló Günther-. Venía a anunciar mi incorporación al puesto.

– ¿Es que no ha encontrado a Eglofstein abajo, en el despacho? ¿Cuál es su puesto?

– El bastión de San Roque -se apresuró a contestar Günther.

– Está bien -dijo el coronel-. Tenga cuidado con los guerrilleros.

Günther salió disparado hacia la puerta y se precipitó escaleras abajo. En la calle se encontró con Donop e, hirviendo todavía de rabia como un puchero en el fuego, le dio cuenta de su mal paso.

– Y ese -concluyó Donop su informe- es el motivo de que hoy tú tengas el día libre y Günther esté de guardia en tu lugar. Se lo debes a la Monjita, con la cual espero tener mejor suerte que Günther, cuyas halagadoras maneras esconden a duras penas un natural torpe y grosero.

Günther aún no había llegado, pero Eglofstein ya se hallaba con Brockendorf detrás del parapeto, observando con su catalejo a los guerrilleros, que se agrupaban en gran número por los alrededores del pueblo de Figueras y al otro lado del río Duero. A simple vista se distinguían sus largos capotes grises, y con el catalejo también las insignias rojas de sus gorras.

– Tienen toda clase de artillería -dijo Eglofstein, bajando el catalejo-. Incluso cañones de veinticuatro libras y en Figueras, a la derecha de la iglesia, una batería Ricochet. Pero espero que nos darán tiempo para acabar las obras de fortificación.

– No me digas -gruñó Brockendorf- que te asusta la artillería de la guerrilla. Yo la conozco: los cañones son de madera y los montan encima de arados puestos al revés, en vez de cureñas.

Eglofstein se encogió de hombros y no dijo nada. Pero Brockendorf empezó a maldecir.

– ¡Maldita sea! ¿Es que esta vez el coronel también nos va a tener siglos esperando la orden de ataque? ¡Por un millón de bombas! Hermano, he aguantado con buen ánimo todas las fatigas de la guerra. Pero estas esperas eternas me sacan de quicio.

– El coronel -dijo Eglofstein- sabe muy bien lo que hace. Conozco sus planes estratégicos y…

– ¡Planes estratégicos! -le espetó Brockendorf-. Trazar planes estratégicos no es tan difícil, y yo puedo hacerlo tan bien como tú y el coronel, sin tantos sudores ni quebraderos de cabeza.

– En aquel lado -dijo Donop, que se nos había unido, y señaló con su pala hacia el oeste- está acampado el general d'Hilliers, y, si tiene tiempo de intervenir, bastará con sus tropas de vanguardia para decidir la batalla.

– ¡Anda ya! -dijo Brockendorf, mirando a Donop de pies a cabeza-. Más vale que te dediques a enseñarles a tus reclutas a limpiar fusiles.

– Entonces dinos tus planes, Brockendorf -terció Eglofstein burlón-. ¡No nos tengas tanto tiempo pendientes de un hilo, venga, suéltalo de una vez!

– Ahí va mi plan -empezó Brockendorf, atusándose el bigote y adoptando una expresión feroz-: ¡Granaderos a la derecha! ¡Caballería a la izquierda! ¡Derecha e izquierda, en marcha! ¡Armas al hombro! ¡Apunten! ¡Fuego! Vamos a ver, ¿para qué se les da a los granaderos cada día su paga y sus dos libras de pan?

– ¿Y luego, qué? -preguntó Eglofstein.

– ¿Luego? Les tomo a esos bergantes una caldera de cobre, un molinillo y el lúpulo y la cebada necesarios para hacer cinco barriles de cerveza cuando volvamos a nuestros cuarteles por la noche.

– ¿Nada más?

– ¡Sí, tedeums y aleluyas cada día! ¡Y para ti, Eglofstein, una peluca con trenza! -añadió Brockendorf a sus planes estratégicos.

– Te has olvidado de una cosa, Brockendorf -observó Eglofstein-. Me refiero a la orden: ¡Toque de retreta! ¡Retirada! ¡Sálvese quien pueda! -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro-: ¿Es que no sabes que sólo tenemos dos paquetes de cartuchos para cada hombre?

– Lo único que sé -dijo Brockendorf con gesto de fastidio- es que en estos barrizales no me ganaré la Cruz de Honor. Y ya no me queda dinero. Cada vez que lo pienso, maldigo mi suerte.

– Diez disparos por hombre, ni uno más, esas son las reservas que tenemos -dijo Eglofstein en voz baja, mirando a su alrededor por si alguno de sus hombres podía oírlo-. Sabe el diablo cómo se enteraría el marqués de Bolibar de que estábamos esperando un cargamento de sesenta mil cartuchos.

– Todo mi dinero -dijo Brockendorf- lo dejé en la fonda de Tortoni, en Madrid. Hacían unos ríñones estofados de primera, y una especie de pastelillos de huevas de caballa que no tienen igual en el mundo.

– Pero ¿cómo diablos pudo entrar en la casa y salir de ella?

– ¿Quién? -preguntó Donop.

– El marqués de Bolibar -exclamó Eglofstein-. Me confieso incapaz de hallar respuesta a esa pregunta.

Yo le habría podido dar esa respuesta, pero preferí guardarme para mí lo que sabía.

– Yo opino -dijo Donop con decisión- que el marqués sigue escondido en su casa. De otro modo, ¿cómo habría podido hacer la señal con la paja en el momento adecuado? Quien no esté de acuerdo, que me descifre este enigma.

– Salignac ha registrado todos los rincones en su busca -objetó Eglofstein-. No ha dejado tranquilo a ningún bicho viviente. Si el marqués estuviera escondido en la casa, Salignac lo habría encontrado.

– Curiosamente, mis hombres -contó Brockendorf- culpan a Salignac de que el convoy cayera en manos de la guerrilla. No acabo de entenderlo. Dicen que desde que Salignac está con nosotros se ha torcido la suerte del regimiento, y están muy desmoralizados.

– Y los campesinos y toda la gente de La Bisbal -agregó Donop- le tienen a Salignac un miedo cerval. Es divertido ver cómo, cuando lo ven venir, doblan a toda prisa la esquina más cercana y se santiguan. Se portan como si tuviera la viruela o echara mal de ojo.

Las palabras de Donop y Brockendorf provocaron un intenso desasosiego en Eglofstein.

– ¿Es verdad eso? ¿Se santiguan? ¿Lo rehuyen?

– Sí. Y las mujeres, en cuanto lo ven venir, esconden a las criaturas detrás de los portales.

– ¡Brockendorf! -exclamó Eglofstein tras un breve silencio-. ¿Te acuerdas del motín de los lanceros polacos en Witebsk?

– Sí. Pedían buen pan y que no los apalearan más.

– ¡No! No fue así la cosa. Una noche, los lanceros polacos se reunieron, se amotinaron y se pusieron a gritar que su comandante estaba maldito de Dios y su presencia era la causa de la epidemia de peste que asolaba al regimiento. El Emperador hizo fusilar a treinta de ellos como escarmiento. Se echó a suertes, mediante tiras de papel blancas y negras, quiénes serían las víctimas. Bueno, pues aquel comandante era Salignac.

Nos quedamos mudos de asombro. Se acercaba el mediodía. Por sobre los campos soplaba una brisa tibia, y el aire olía a deshielo. Oíamos a nuestro alrededor el repiqueteo de palas y layas, y el leve ruido de la tierra removida.

– Hermanos -dijo Eglofstein enderezándose con brusquedad, como si hubiera tomado una decisión-, hace días que lo llevo dentro, pero hoy me roe más que nunca. ¿Puedo estar seguro de vosotros? ¿Puedo hablar? ¿Me guardaréis el secreto?

Lo prometimos, y clavamos en él miradas curiosas y expectantes.

– Ya me conocéis -empezó Eglofstein-. Sabéis que desprecio cualquier clase de absurda superstición. Me importan un comino Dios y los santos y los intercesores y el resto de seres fabulosos que pueblan esa invención llamada paraíso. ¡Cállate, Donop! ¡No me interrumpas! Yo también he leído La verdadera Cristiandad de Arndt. Y el Gozo terrenal en Dios de Brockes. Esos libros están llenos de palabras bonitas, pero detrás de ellas no hay ninguna realidad.

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