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Se interrumpió al advertir la presencia del coronel. Tras el saludo general, ocupamos nuestros lugares; a mí me tocó sentarme entre Donop y el cura.

La Monjita reconoció al capitán Brockendorf, con quien había hablado aquella misma mañana, y le sonrió. Y viéndola sentada al lado del coronel, con el vestido blanco de muselina cerrado hasta el cuello que todos conocíamos tan bien, creí realmente por un momento hallarme en presencia de Françoise-Marie, la mujer a la que nunca había podido olvidar.

A mi lado, Donop parecía sentir lo mismo, pues no tocaba el plato ni apartaba la vista de la Monjita.

– ¡Donop! -le llamó el coronel por encima de la mesa, echando un poco de agua en su Chambertin-. Eglofstein o usted, uno de los dos, nos tocará algo al piano después de comer. La canción de los trinos de La Bella Molinera, o la melodía nupcial de I Puritani. ¡A vuestra salud, señor cura!

– ¡Donop! El coronel te ha hablado -le dije al oído a mi vecino, sumido en sus sueños, y él se estremeció, suspiró y dijo en voz baja:

– ¡Oh, Boecio! ¡Oh, Séneca! ¡Grandes filósofos, de qué poco me han servido vuestros escritos!

El almuerzo continuó; recuerdo su transcurso como si fuera ayer. A través de las altas ventanas, yo disfrutaba de una amplia vista de las colinas nevadas, en las que se alzaban, como sombras negras, matas y arbustos aislados; grajos y cuervos sobrevolaban los campos; en la distancia, una campesina se acercaba a la ciudad montada en un burro, con un canasto en la cabeza y una criatura en el regazo. ¿Quién podía imaginarse que aquellos apacibles parajes habían de transformarse aquel mismo día, y que estábamos disfrutando de la última hora de paz que nos sería concedida en la ciudad de La Bisbal?

Günther, sentado junto al alcalde, hablaba, en voz alta y petulante, de sus viajes por Francia y España y de sus hazañas bélicas. Mi vecino de la derecha, el cura, me dio, mientras comía y bebía a sus anchas, informe detallado sobre una serie de cosas que consideraba ignoradas por mí. Por ejemplo, que allí en verano hacía mucho calor, que en el país abundaban las higueras y las viñas y que, gracias a la cercanía de la costa, tampoco faltaba el pescado.

De repente Brockendorf aspiró varias veces con vehemencia por la nariz, dio un manotazo sobre la mesa y profirió un rugido triunfal:

– ¡Esa fuente viene llena de gansos asados, desde aquí lo huelo!

– ¡Pardiez! ¡Lo ha adivinado usted! ¡Qué olfato! -dijo el coronel.

– Llegan en buena hora, esos gansos. ¡Saludémoslos con un Con quibus o un Salve regina! -exclamó Brockendorf empuñando el tenedor.

Debido a la presencia del cura, nos sentimos algo embarazados, y Donop dijo:

– ¡Cállate, Brockendorf! Con las cosas sagradas no se hace chirigota.

– No me des lecciones de moral, Donop, ¿quién te has creído que eres? -gruñó Brockendorf. Pero de todas estas palabras, el cura no había entendido más que Salve regina, y, mientras tomaba de la fuente un muslo de ganso, dijo:

– El obispo de Plasencia, el reverendísimo señor don Juan Manrique de Lara, otorga cuarenta días de indulgencia a todo aquel que rece un Salve regina ante nuestra imagen de la Virgen.

– ¡Coma, coma su señoría! -invitaba Brockendorf, benévolo, al alcalde-. Cuando se vacíe la fuente, traerán otra.

– Nuestra Señora del Pilar -continuó el cura- es estimada y admirada en todo el mundo, pues hace tantos milagros como la Virgen de Guadalupe o la Madre de Dios de Montserrat. Sólo el año pasado…

La palabra se le quedó atascada en la garganta junto con un trozo de asado; sus ojos buscaron sobresaltados los del alcalde, y sus miradas se clavaron, llenas de desazón, en la puerta de la sala. Cuando seguí la dirección de las mismas descubrí que la causa de su repentina alarma no era otra que la entrada en la estancia del capitán Salignac.

Salignac se despojó del capote, hizo una reverencia al coronel y a la Monjita y disculpó su tardanza con la importancia de su servicio de guardia. A continuación se sentó a la mesa; en aquel momento advertí por primera vez que llevaba en el pecho la cruz de la Legión de Honor.

– Ganó usted su cruz en Eylau, ¿estoy en lo cierto? -preguntó el coronel mientras se hacía servir carne por la Monjita y todos admirábamos la finura de las manos y la gracia de los movimientos de la joven.

– Así es, en Eylau. Y fue el mismo Emperador quien me la prendió al pecho -relató el capitán, mientras sus ojos resplandecían bajo las pobladas cejas-. Volvía yo a caballo de realizar un servicio y encontré al Emperador desayunando, bebiéndose a toda prisa su chocolate. «Grognard!» me dijo. «Mi viejo grognard, te has portado bien. ¿Cómo anda tu caballo?» Mi coronel, hace muchos años que soy soldado, pero os juro que se me humedecieron los ojos al ver que, en medio de la conmoción del día de la batalla, el Emperador hallaba tiempo para preguntar por mi caballo.

– En esta historia hay una sola cosa que no comprendo -dijo Brockendorf limpiándose los labios con la servilleta-, y es que el Emperador tome chocolate para desayunar. Sabe a jarabe y es pegajoso como la pez. Además, el poso se le mete a uno entre los dientes.

– Llevo dos años haciendo la guerra y he participado en diecisiete batallas y enfrentamientos, entre ellos la lucha por las líneas de Torre Vedras -dijo Günther malhumorado-. Pero como no he servido nunca en la Guardia, aún no me han dado la Cruz de Honor.

– Teniente Günther -dijo Salignac, y en su frente aparecieron surcos-: lleva usted dos años haciendo la guerra, y ha participado en diecisiete combates. ¿Sabe en cuántos campos de batalla he luchado yo cuyos nombres usted ni siquiera conoce? ¿Sabe cuántos años llevo blandiendo este sable, desde antes de que vos vinierais al mundo?

– ¿Oye usted? -murmuró el alcalde al oído del cura, trazando con dedos temblorosos la señal de la cruz sobre su frente. Y el cura dijo, alzando los ojos al cielo:

– ¡Dios se apiade de su desgracia!

– ¡Qué tontería, tomar chocolate! -se hizo oír Brockendorf-. Una buena sopa de harina, unos cuantos chorizos bien fritos en su propia grasa y una jarra de cerveza: ése es mi desayuno favorito.

– ¿Ha visto usted muchas veces de cerca al Emperador, Salignac? -preguntó el coronel.

– Lo he visto en cien aspectos distintos de su trabajo. Lo he visto andando de un lado al otro de su cuarto mientras dictaba cartas a sus secretarios, y también leyendo mapas, absorto en cálculos geográficos. Lo he visto apearse del caballo y montar una pieza de artillería con sus propias manos, y también escuchar, con el ceño fruncido, a algún suplicante, y galopar por el campo de batalla con la cabeza baja y el gesto sombrío. Pero nunca me he sentido tan conmovido por su grandeza como cuando he entrado en su tienda y lo he hallado, rendido por el agotamiento, durmiendo inquieto sobre su piel de oso, con labios trémulos, soñando con las batallas del futuro. En esos momentos nunca me ha parecido comparable a ninguno de los grandes estrategas y guerreros de nuestros tiempos o del pasado, sino que más bien me ha hecho evocar, en su grandiosidad terrible, a aquel antiguo rey asesino…

– ¡Herodes! -chilló el cura.

– ¡Herodes! -gimió el alcalde, y ambos, horrorizados y con las caras descompuestas, fijaron aún más la mirada en el capitán Salignac.

– Sí, a Herodes. O a Calígula -dijo Salignac, y se echó vino en la copa.

– El camino por donde nos lleva -dijo Donop, despacio y pensativo-, atraviesa valles de dolor y ríos de sangre. Pero conduce a la libertad y a la felicidad del género humano. Tenemos que seguirlo, no hay otro camino. Nacidos en mala época, no nos queda más remedio que aguardar a la paz del cielo, pues la de la tierra nos está negada.

– Donop -dijo Brockendorf, mientras se pelaba una manzana-, ya estás otra vez hablando como una beata que viniese del confesionario.

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