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– Y fijaos en la luna, la muy cretina, ni siquiera ella es capaz de hacer las cosas como está mandado -le secundó Brockendorf-. Ayer estaba enjuta como un arenque y hoy parece un cerdo cebón.

Entretanto, habíamos llegado por fin a la residencia de don Ramón de Alacho, el padre de la Monjita. La casa era baja y estaba descuidada, y se encontraba justo enfrente de las seis estatuas de santos de la plaza.

Günther echó mano al picaporte y golpeó la puerta ruidosamente.

– ¡Ah de la casa! ¡Señor don Ramón! ¡Abra! ¡Han venido invitados!

En la casa todo permaneció en silencio. Los copos de nieve empezaron a caer más espesos y a quedársenos enganchados en los capotes y las gorras.

– ¡Animo! ¡Hundamos la puerta! -lo azuzó Brockendorf, dando palmadas con las manos a causa del frío-. Venga, vamos a reventarlo, no creo que sea tan recia como las líneas inglesas aquella vez, en Torre Vedras.

– ¡Abra, señor de Villamodorra del Ronquido! -gritó Günther, aporreando la puerta con el picaporte-. ¡Abra o haremos saltar la puerta y las ventanas!

– ¡Ya estás abriendo, o te hacemos pedazos todas las estufas que tengas en la casa! -bramó Brockendorf, olvidando que nosotros estábamos fuera y las estufas dentro.

En la casa vecina se abrió una ventana y apareció una cabeza con gorro de dormir. Enseguida volvió al interior de la oscura habitación. La ventana se cerró con un estampido. Nuestros capotes nevados habían asustado a aquel ciudadano medio dormido, que ahora debía de estar metido en la cama, contándole a su mujer que los seis santos de piedra habían descendido de sus pedestales y se dedicaban a alborotar y a divertirse delante de la casa del vecino.

Pero desde arriba, desde una ventana situada justo encima de nuestras cabezas, nos llegó una voz enfurecida:

– ¡Por las barbas de Satanás! ¿Quién anda ahí?

– Este sabe maldecir como un marino de la compañía de las Indias Orientales, pero yo tampoco soy manco -dijo Donop, y contestó a voz en grito-: ¡Mal rayo te parta noventa y nueve veces! ¡Abre!

– ¿Quién anda ahí abajo? -gritó la voz.

– ¡Soldados del Emperador!

– ¿Soldados? ¡Qué más quisierais? -fue la iracunda respuesta-. ¡Hilanderos, eso es lo que sois! ¡Deshollinadores! ¡Poceros! ¡Escoberos!

– ¿Y tú quién eres, vil gusano? ¡Asómate, que vamos a hacer una empanada contigo! -gritó Brockendorf con toda la fuerza de sus pulmones, indignado porque le habían llamado hilandero y deshollinador e incluso pocero, es decir, miembro del gremio encargado de la limpieza de las letrinas.

– Don Ramón, baje usted y abra la puerta -dijo la voz de arriba, sensiblemente más tranquila-. Tengo ganas de ver al individuo que quiere hacer una empanada conmigo.

Entonces oímos pasos en el interior de la casa y el crujido de una escalera de madera. Después se abrió la puerta y en el hueco apareció un hombre bajo y contrahecho, con una joroba tan grande como los montones de tierra que hacen los topos en mayo. Aquel individuo llevaba en las piernas polainas de paño rojo cortadas al bies. La borla de la gorra de lana parda le colgaba sobre la oreja derecha. Se inclinó ante nosotros de la manera más ridicula; la tea que llevaba en la mano describió un arco flameante en la oscuridad; su sombra era la de una mula que se inclina hacia el suelo para que le carguen sobre el lomo la marmita de campaña.

Subimos por la escalera y llegamos a un cuarto en el que yacían dispersos toda clase de útiles de pintura. En medio de la habitación había un caballete montado con un cuadro de Santiago, el santo de Galicia, casi pintado ya, a falta de la gorguera y el brazo derecho. A continuación entramos en el segundo aposento, que no estaba iluminado, pero tenía una chimenea en la que ardía un alegre fuego de sarmientos. Había un hombre sentado en un sillón, con las piernas estiradas, calentándose al fuego las plantas de los pies. Junto a él, en el suelo, yacían un par de botas altas de Hessen que se había quitado, y en la mesa había varios vasos, una botella de vino y un gran tricornio à la russe.

Cuando entramos, giró el rostro hacia nosotros y, para nuestra consternación, descubrimos que el hombre a quien habíamos dado delante de la puerta nuestra ruidosa serenata no era otro que el coronel. Pero ya estábamos arriba, y era demasiado tarde para poner tierra de por medio.

– ¡Pasen, pasen, no se queden ahí parados! -exclamó dirigiéndose hacia nosotros el coronel-. ¿Quién de ustedes es el cocinero que quiere hacer una empanada conmigo?

– ¡Eglofstein! Háblele usted, a usted le tiene en mucho aprecio -oí susurrar detrás de mí a Donop.

– ¡Mi coronel! -dijo Eglofstein, adelantándose y haciendo una reverencia-. Le pido mil perdones, pero todo eso no iba dirigido a usted.

– ¡Ah! ¿No iba dirigido a mí? -exclamó el coronel, soltando a continuación una estruendosa carcajada-. Eglofstein, me hago cargo perfectamente de que en estos momentos preferiría usted encontrarse muy lejos de aquí. En Java, con la pimienta, ¿a que sí? ¡O en Bengala, con la canela! O en las islas Molucas, donde crece la nuez moscada. ¡Brockendorf! ¿Quién es ahora el vil gusano, yo u otro?

El coronel, que era hombre irascible y que, cuando lo atormentaba la gota, no conocía barreras en sus accesos de furor exasperado, estaba aquella noche de buen humor, y nosotros supimos sacar partido de ello.

– Tenga en consideración, mi coronel -replicó Eglofstein señalando a Brockendorf, quien, con cara de pecador empedernido, estaba allí de pie como Barrabás en un auto sacramental-, que está medio loco y que esta noche, para acabar de arreglarlo, está borracho como una cuba.

– Le falta el bene distinguendum -terció Donop, intentando exculpar a Brockendorf.

– ¡Ven para acá, presumidilla! -exclamó el coronel, tomando un pellizco de rapé del bolsillo de su guerrera-. Ven a ver al hombre que quiere hacer una empanada con su coronel.

Al otro extremo de la estancia había una cama, y junto a ésta, en la pared, colgaban dos cuadros de la Madre de Dios, una pileta de agua bendita y un espejo. Ante el espejo, con la espalda vuelta hacia nosotros, estaba una muchacha vestida a la española, con un corpino de terciopelo negro adornado con alamares en todas las costuras, ocupada en arreglarse las flores artificiales que llevaba en el pelo. Se acercó al coronel con pasos leves y le pasó un brazo por los hombros.

– ¡He aquí al capitán Brockendorf! -le dijo el coronel-. Míralo bien, ése es el que quería hacer una empanada conmigo. Míralo bien, ahí plantado, el muy borrachín, más grande que un buey y más orgulloso que Goliat; se come los pollos y los patos vivos…

Brockendorf se mordió los labios y lanzó una mirada maligna, pero no dijo ni una palabra.

– Pero como soldado vale mucho; yo mismo tuve ocasión de comprobarlo en Talavera -añadió el coronel al cabo de unos instantes; la cara de Brockendorf se alegró al instante.

– ¡O sea, que de deshollinador y de pocero, nada! -rezongó, y, satisfecho, empezó a atusarse el enorme bigote embetunado y a lanzar ardientes miradas a la Monjita y al vino.

El coronel, en su humor jovial, estaba mucho más hablador de lo que solía estar desde hacía tiempo.

– ¡Eglofstein! Jochberg! -nos llamó- ¡Vengan para acá y beban un vaso conmigo! ¡Günther! ¿Qué hace ahí plantado como un cirio bendito, hombre? -se sirvió vino en un vaso-. ¡Estos dedales españoles! ¿Dónde estará el gran copón alemán de mi abuelo?

Nos acercamos a la mesa y brindamos con él. Por su parte, el coronel atrajo hacia sí a la Monjita y se acarició, contento, el mostacho pelirrojo.

– ¡Eglofstein! -dijo entonces, con repentina emoción en la voz-. ¿No es el vivo retrato de mi difunta Françoise-Marie? ¡El cabello, la frente, los ojos, los andares! ¿Cómo iba a imaginarme que en este villorrio español volvería a encontrar a la mujer que Dios me arrebató?

Miré con asombro a la Monjita y no conseguí descubrir en qué se parecía a la difunta esposa del coronel. Cierto, el cabello era del mismo color cobrizo que el de la difunta Françoise-Marie, y también el contorno de la frente podía recordar vagamente a la amada de antaño. Pero la que teníamos delante en aquellos momentos era otra persona, completamente diferente. También los demás parecían asombrados ante las palabras del coronel. Eglofstein sonreía, y Brockendorf miraba fijamente a la Monjita con la boca abierta, como a Tobías el gran pez.

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