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– ¡Los soldados sabemos hacer de todo! -dijo Eglofstein-. ¡Rápido! Dinos, ¿qué es lo que hay que hacer? ¿Hay que plantar nabos? ¿Hay que arreglar un tejado?

El español volvió a mirarnos a todos uno tras otro. De repente pareció ocurrírsele una idea.

– ¡Vosotros sois cristianos, señores! -dijo-. Juradme por Jesús y por la Virgen Santísima que mantendréis lo que habéis prometido.

– ¡Al diablo tus ceremonias! -exclamó Günther-. Somos oficiales. Lo que hemos prometido lo mantendremos, y con eso basta.

– ¡Lo que tengas que hacer, lo haremos en tu lugar! -repitió Eglofstein-. ¿Tienes que vender un burro? ¿Has de cobrar dinero? ¿Qué trabajo es?

En aquel instante empezaron a sonar en la iglesia cercana las campanadas de la misa de medianoche, anunciando a los creyentes la consumación del misterio de la Eucaristía. El viento nos trajo el tañido de las campanas a través del frío aire invernal. Y el arriero hizo lo que hacen todos los españoles cuando oyen sonar la campana que llama a misa: se arrodilló, se santiguó y dijo, en voz baja y reverente:

– Dios viene.

– Bueno, ¿qué? ¿Cuál es el trabajo? -preguntó Günther-. ¿Hay que sembrar hortalizas? ¿Hay que degollar un cerdo? ¿Hay que matar un buey?

– ¡Dios os lo dirá! -susurró el español, todavía enfrascado en su plegaria.

– ¿Hay que cribar harina? ¿Hay que cocer pan? ¿Hay que llevar grano al molino? ¡Responde!

– ¡Dios os lo señalará! -dijo el español.

– ¡No seas imbécil! ¡Contesta! -exclamó Eglofstein-. No mezcles a Dios en esto, él no sabe nada de ti.

– ¡Dios ha venido! -dijo solemnemente el español, alzándose del suelo-. Habéis jurado y Dios lo ha oído.

De repente su actitud había cambiado por completo. El miedo que antes demostraba había desaparecido. Al adelantarse hacia el sargento, no era ya un pobre arriero acusado de robo, sino un hombre orgulloso y lleno de dignidad.

– Aquí estoy, sargento. Cumpla con su deber.

No me explico cómo no me di cuenta en aquel mismo instante de quién había ido a caer en nuestras manos. Cómo no comprendí la naturaleza de la obra que depositaba en nosotros aquel a quien enviábamos a la muerte. Pero estábamos ciegos, y sólo teníamos una idea en la cabeza: hacer callar para siempre a aquel que compartía nuestro secreto.

A una señal del capitán Eglofstein, me dirigí afuera para cuidar de que la ejecución se efectuara rápidamente y conforme a las reglas. La nieve, que tenía medio palmo de altura, apagaba el ruido de los pasos de los soldados que marchaban. La luz de la luna llena iluminaba débilmente el patio.

Los soldados formaron en cuadro y cargaron los fusiles. El español me llamó con un gesto.

– ¡Sujetad a mi perro, mi teniente! -suplicó-. Sujetadlo fuerte, hasta que haya pasado todo.

Desde el lugar en donde estábamos se veían, por encima de la muralla, los viñedos oscuros y los campos ondulados iluminados por la luna. Moreras e higueras se alzaban en la nieve, estirando sus ramas desnudas. Lejos, hacia el oeste, al borde del horizonte, se extendía amenazante una sombra oscura: los lejanos bosques de encinas en cuyas quebradas se ocultaba, con sus hordas, nuestro enemigo el Tonel.

– Dejadme ver una vez más el paisaje, teniente -dijo el español-. Es mi paisaje, mi tierra. Para mí se cubren de verdor esos pastos, para mí crecen las viñas, para mí paren las vacas. Es mi tierra la que azota el viento, es en mi tierra donde cae la nieve, la lluvia y el rocío del cielo. Para mí germinan las semillas entre los surcos, para mí respiran las casas bajo los tejados, es mío todo lo que abarca este cielo. Vos, teniente, sois un soldado. No comprendéis lo que significan las palabras «mi paisaje», «mi tierra». Haceos a un lado y dad la orden.

Sonaron seis disparos. El perro aulló y se debatió como rabioso en su collar. Lo solté, le cogí la tea al sargento e iluminé el rostro del muerto.

El marqués de Bolibar había recobrado su antiguo semblante. La violencia que había impuesto a sus rasgos con el fin de engañarnos haciendo el papel de un arriero había sido quebrada por la muerte. Y ahora yacía allí, y su rostro era tal como yo lo había visto la mañana de aquel mismo día: orgulloso, inalterable, pavoroso aun en la muerte.

Los soldados apartaron la nieve y se pusieron manos a la obra para enterrar al muerto. Con pasos lentos crucé el patio para volver a mi casa. Y de pronto vislumbré ante mí, con toda claridad, los extraños y retorcidos caminos del marqués de Bolibar, y comprendí lo que había pasado. Había salido secretamente de su casa por la mañana, y sin duda debió de encontrarse en el bosque con aquel carretero Perico, que acababa de fugarse con los táleros robados. Intercambiaron las ropas y su rostro, sometido de modo extraordinario al dictado de su voluntad, adquirió los rasgos del carretero. Así regresó a la ciudad, para, sin ser reconocido, poner en ejecución sus planes. Pero de repente se había visto atrapado en el papel de un ladrón, como en un calabozo. No podía renunciar a él sin delatarse, así que hubo de representarlo hasta el final, y sufrió la muerte que estaba destinada a otro.

Y mientras todos estos pensamientos me cruzaban la mente, me quedé parado de pronto en la nieve y me golpeé la frente. Pues acababa de comprender también el sentido del extraño juramento que nos había obligado a hacer. Frente a la muerte, rodeado de enemigos, desoído por todos, el marqués de Bolibar nos había legado la realización de su obra; nosotros mismos habríamos de dar las señales que habían de traernos la destrucción.

Quise reír ante lo absurdo de aquella idea, pero la risa no quiso salir. Resonaban en mis oídos las palabras del muerto: «Dios viene».

Dios había venido. Me recorrió un repentino escalofrío, y también el temor ante algo que no podía expresar con palabras y que se alzaba ante mí tan oscuro, tan amenazante y tan colmado de peligros como las negras sombras de aquel lejano bosque de encinas.

Entré en la habitación caliente y llena de vapores de vino y humo espeso. Günther y Brockendorf habían olvidado sus rencillas y estaban durmiendo armoniosamente en el suelo, con las cabezas juntas. Donop, sentado encima de la mesa, tenía en la mano el puñal del marqués, y contemplaba el artístico dibujo del mango tallado. En medio de la habitación estaba Eglofstein con el capitán Salignac, que venía empujando delante de él a un hombre al que tenía sujeto con ambas manos por el cuello de la camisa, y que gritaba y gesticulaba acaloradamente.

– ¡Eglofstein! El hombre a quien habéis hecho fusilar era el marqués de Bolibar -exclamé, creyendo que despertaría asombro, alegría y júbilo con mi noticia.

La respuesta fue una rugiente carcajada.

– ¿Otro marqués de Bolibar? -gritó Eglofstein-. ¿Cuántos de ellos corren esta noche por la ciudad? Mi amigo Salignac también ha cogido a uno.

Señaló al prisionero de Salignac, cuyo rostro no pude reconocer, pues estaba cubierto por uno de esos antifaces de seda negra que los maridos españoles usan para enmascararse cuando salen por la noche en busca de aventuras amorosas.

– ¡Camarada! -dijo después, burlón, a Salignac-. Ibais por lana y habéis salido trasquilado. Os aconsejo que no ahorquéis nada más llegar al respetable alcalde de nuestra ciudad. Puede que lo necesitemos.

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