Le pregunté:
– Si tuvieras que elegir, ¿preferirías conducir a Irkab Alhawa al Derby y quizá traerlo de regreso como un campeón? O bien, ¿te parecería mejor infectarle con garrapatas para evitar que pudiera siquiera correr?
– ¡El nunca haría eso! -respondió. El rostro de Lewis reveló un genuino terror.
– Es un hombre violento y malvado -afirmé-, así que dime, ¿por qué no iba a hacerlo?
– ¡No! -me miró con fijeza, aunque recapacitando tardíamente-. ¿De quién estás hablando?
– De John Tigwood, por supuesto.
Lewis cerró los ojos.
– La recompensa de Benyi es ganar -continué explicando-. La tuya es el dinero. La de Tigwood, poder arruinar los logros de cualquier otra persona.
Ganar por medio del engaño. Ambición por los hijos. Maldad y poder destructivo que se disfrutan en secreto. Para cada uno de ellos, ésa era su fuerza vital.
– ¿Benyi Usher le paga a Tigwood?
Lewis se veía descompuesto.
– Le da una parte de lo que gana en una de esas alcancías recolectoras, lo hace abiertamente, en público.
Después de una pausa, le pedí:
– Dime lo que sucedió la noche que me arrojaron al mar.
Lewis me miró, tenía los ojos hundidos en sus cuencas.
– Comprende, estaba enloquecido. Hablaba de que tú habías conseguido todo de manera muy fácil. Ahí estabas, dijo, con tu casa, tu dinero, tu apariencia física y a todo el mundo le simpatizabas. Te odia de manera absoluta. ¿Sabes? sentí náuseas, pero supuse que tal vez podría volverse en mi contra si me oponía, así que le seguí la corriente… Él tenía el hacha en su automóvil…
– ¿Me golpeó con, el hacha? -pregunté incrédulo.
– No. Te pegó con una vieja y oxidada máquina para desmontar neumáticos. Tenía muchas herramientas en su automóvil. Cuando te golpeó, te metimos en el maletero de mi auto y me ordenó que nos dirigiéramos a los muelles. Hablaste algo, como en una especie de delirio, cuando llegamos. Nunca tuve la intención de asesinarte. ¡Es verdad!
– De manera que regresaron de Southampton -proseguí-, sacaron el hacha y destruyeron toda mi casa, mi automóvil y también el helicóptero de mi hermana.
– Él lo hizo. De verdad que él lo hizo. Gritaba, desvariaba y se reía. Es endemoniadamente fuerte. Te digo que yo estaba paralizado por el miedo.
Con pesar, puse en marcha el motor nuevamente.
– ¡Oye! -exclamó Lewis sorprendido- ¿Cómo te enteraste acerca de los viajes? Me advirtió que borraría todos los registros de la computadora el domingo con un virus llamado Miguel Ángel o algo así, y que yo no debía preocuparme en absoluto.
– Tenía copias -respondí sucintamente.
John Tigwood estaba en la taberna la noche que todos habían escuchado al Trotador decir que había descubierto los recipientes secretos. Por despecho, debía de haber hurtado las herramientas del Trotador. Después, si el Trotador había visto a Tigwood manipulando mi computadora el domingo… Pude imaginar a Tigwood cuando se dirigía a su automóvil por la máquina para desmontar neumáticos del propio Trotador, caminar al granero detrás de él y lanzar un solo golpe letal.
Liberé el freno y me puse en marcha por el camino.
– Supongo -aventuré- que fue el mismo Tigwood, al leer todos esas revistas médicas, el que descubrió lo de las garrapatas. Y el que sabía también lo que se necesitaba para traer el virus de Yorkshire por encargo de Tessa Watermead.
Lewis se quedó otra vez sin habla. Lo miré.
Le advertí:
– No tienes muchas probabilidades si no estás dispuesto a testificar. Tessa nos contó a mí y a su padre lo que hiciste.
Entonces llamé por teléfono a Sandy Smith y lo invité a ir en su patrulla a Centaur Care.
– Trae tus esposas -sugerí.
Lewis se tardó un kilómetro y medio, lento y doloroso, para poder decidirse, pero cuando cruzamos las rejas de las oficinas centrales de una desafortunada obra de caridad a punto de derrumbarse, repuso, mascullando:
– De acuerdo. Atestiguaré.
Ese viejo lugar estaba atestado de gente.
El Range Rover de Lorna Lipton estaba estacionado en la entrada. Lorna hablaba con John Tigwood y había unos niños corriendo cerca de ahí. Los dos hijos más pequeños de Maudie y Cinders.
Aziz se encontraba afuera del Fourtrak, también Nina y Guggenheim. Detuve el camión y salté al suelo. Sandy Smith se unió a la multitud, las luces de su patrulla destellaban, llevaba su uniforme abotonado y no había hecho sonar la sirena.
– ¿Qué es lo que está sucediendo? -preguntó John Tigwood, que parecía perplejo.
No estaba seguro de cómo iba a reaccionar. Mantener a salvo a los niños era la prioridad en ese momento. Le indiqué a los pequeños de Maudie:
– Llévense a Cinders y métanse debajo del camión.
Se rieron.
– ¡Vayan! -ordené-. Jueguen a que son unos piratas ocultándose en una cueva, o algo así.
Los tres niños lo hicieron. Lorna comentó:
– Pero van a ensuciarse.
– Ya los limpiaremos.
Tigwood preguntó:
– ¿Por qué has venido?
– Lewis y yo te trajimos tu conejo con garrapatas.
Tigwood, enojado, caminó a zancadas hasta el lado del pasajero del camión y abrió la puerta de golpe.
– ¡Lewis! -gritó. Se escuchó como un chillido.
Lewis se retrajo para alejarse de él.
– Lo sabe todo -respondió con desesperación-. Freddie está enterado absolutamente de todo.
Tigwood extendió un brazo dentro de la cabina y sacó a Lewis por la fuerza. Aterrizó estruendosamente en el suelo y se golpeó el hombro. Tigwood le dio un puntapié en el rostro y volvió su atención hacia mí.
– Te mataré -advirtió con seguridad; tenía el rostro pálido.
Lo decía en serio. Lo intentó. Corrió velozmente hacia mí y me estrelló contra el costado del camión. Su aspecto larguirucho era engañoso. No contaba con un hacha o una máquina para desmontar neumáticos, sólo la fuerza de las manos; y éstas, si hubiéramos estado solos, habrían sido suficientes.
Aziz se acercó desde atrás y lo arrastró para alejarlo de mí. Le torció un brazo por detrás de la espalda hasta que llegó casi al punto de fracturárselo. Tigwood gritó. Sandy sacó sus esposas y auxiliado por Aziz las colocó en las muñecas de Tigwood por detrás de la espalda.
– ¿Qué sucede? -preguntó Sandy.
– Creo que descubrirás que John Tigwood deshizo mi casa con un hacha -repliqué-. Supongo que no tienes a la mano una orden de arresto.
Sandy negó con la cabeza, pensativo.
– No, pero no la necesitará -repuso Aziz-. ¿Qué es lo que tengo que buscar?
– Un hacha. Una máquina para desmontar neumáticos oxidada. Una tarima para deslizarse debajo de los camiones. Una caja registradora gris de metal que tiene un parche limpio en medio de la suciedad. Tal vez todos estos objetos estén en su automóvil. Si los encuentras, no los toques.
Su sonrisa resplandeció, franca y feliz.
– Ya entendí -respondió. Dejó que Sandy se hiciera cargo de Tigwood y corrió, alejándose de nuestra vista.
Lorna gimió desolada.
– John, ¿qué has hecho?
Nadie le respondió.
John Tigwood me miró con odio descarnado y en un arranque de rabia encendida me llamó desgraciado, entre otros muchos epítetos. Nunca sospeché la fuerza avasalladora de su odio, a pesar de las muestras que había dejado con el hacha en mi casa. Sandy, que había visto en su vida muchas cosas terribles, estaba profundamente impresionado.
Aziz reapareció camino de los desvencijados establos.
– Todo está aquí, en uno de los corrales, debajo de una manta para caballos.
Sandy Smith me dirigió una sonrisa breve, al tiempo que llevaba a Tigwood a empellones hacia el camión.
– Creo que es hora de llamar a mis colegas.
– Supongo que así es -admití-. De aquí en adelante pueden hacerse cargo.
– Y el Jockey Club se encargará de Benyi Usher -repuso Aziz. Otro automóvil se nos unió. No se trataba todavía de los colegas de Sandy, sino de Susan y Hugo Palmerstone, acompañados de Maudie. Michael les había dicho que los niños se encontraban ahí con Lorna. Los padres habían venido para llevárselos a casa. Descubrir a John Tigwood con las manos esposadas, los horrorizó.